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Fuera, delante de la puerta de la iglesia, se encontraba tel como venía del trabajo, en delantal de cuero y zuecos de ladera y con la gubia en la mano, el escultor Simoni que acababa de cruzar el callejón para contemplar en la iglesia el cuerpo del Señor, durante la consagración. Cuando reconoció a Niccola, atusó su pequeño mostacho, contento de verla y, quitándose la gorra, la saludó dejando al descubierto su calva. Ella le dio las gracias con una sonrisa fugaz y siguió su camino.

No le conozco, pero me saluda cada vez que me cruzo con él, dijo para sus adentros apretando el paso. Me mira como si supiese dónde vivo. ¿Será uno de los que le piden dinero prestado? ¿Me conoce de eso? No, no tiene aspecto de haber caído en manos de mi padre. Ay, cómo me avergüenza que la gente me mire con esos ojos llenos de compasión. No saben que gano con mis manos el pan que como. Mancino lo sabe y de cuando en cuando me trae lana para hilar. Hoy no me gustaría encontrarme con él. Sería una desgracia que nos cruzásemos. Sólo tiene que mirarme a la cara para saber dónde he estado y lo que ha pasado. No debe enterarse. Él me ama y si supiese lo que ha ocurrido, se consumiría de pena y dolor como se consume una vela.

La puerta no tenía el cerrojo echado. Cuando subía por la carcomida escalera al aposento donde estaba su cama, le llegó desde la sala de estar la voz de Boccetta.

– Dejad de hablarme de la misericordia de Dios y de los amargos sufrimientos de Cristo, pues es como si soplaseis en una estufa apagada. ¿Enfermo, decís? Es muy dueño de estar enfermo y también puede morirse, si le divierte, eso a mí no me importa. Le habéis avalado y pagaréis. Y ahora, señor, id con Dios o con el diablo… como más os guste. Mañana traéis el dinero. Si no lo traéis me reiré viéndoos asomar la cabeza entre los barrotes de la cárcel.

Arriba, en su cuarto, Niccola se arrojó sobre su cama.

– ¡Amado -imploró y se lamentó- llévame contigo! ¡Llévame lejos de este hombre extraño que es mi padre, sácame de esta casa que es peor que una cárcel, llévame lejos de Milán! Me preguntabas si te amaré siempre. Ay, amado, llévame contigo, y si existe allá arriba un amor como el de la tierra, te amaré toda la eternidad.

El cerero, que había observado por el resquicio de la puerta cómo Niccola abandonaba sigilosamente la casa, cerró la puerta y para no gastar, apagó su vela.

– Es bonita -admitió-. Esbelta y alta. Ese alemán es de los que siempre se llevan lo mejor de la bandeja. Estoy harto de él. Viene a la cocina, me cuenta mil sandeces, me roba el tiempo. Pero ella le quiere, se le ha metido en la cabeza. En fin, así son las muchachas de hoy, en nosotros no se fijan pero corren detrás de los extranjeros, no tienen vergüenza, son unas viciosas. Frente a los demás se dan aires de devotas y virtuosas, pero en el corazón tienen los siete males.

9

La posada del Cordero no estaba iluminada por un acogedor fuego de chimenea la noche en que Behaim volvió, sino que recibía su escasa luz de las dos lámparas de aceite humeantes que colgaban del techo ennegrecido por el humo, entre salchichas y ristras de cebollas. Al mirar a su alrededor, Behaim reconoció al calvo del pequeño mostacho que se había presentado como maestro de novicios de la posada y también a varios de los jóvenes pintores y artesanos en cuya compañía había bebido hasta emborracharse la primera noche. El hombre en hábito de monje que, según decían, enseñaba matemáticas en la Universidad de Pavía, también estaba sentado detrás a una de las mesas, con la tiza en la mano, sumido en la contemplación de sus figuras geométricas. Pero Behaim no vio a Mancino. Tenía prisa por hablar con él, y también en esta ocasión, había ido allí únicamente por Mancino, aunque el vino que le había servido el posadero aquella noche le había dejado un agradable recuerdo. Ahora que estaba decidido a que Niccola -cuyo nombre ni siquiera conocía en su primera visita a la posada-, le acompañase a dondequiera que fuese como su bien amada, ahora que tenía la intención de contraer matrimonio con ella, ya no le retenía nada en Milán, sólo necesitaba llevar a buen término el asunto que tenía pendiente con Boccetta, quería cobrar sus diecisiete ducados, y para conseguirlo necesitaba la ayuda de un hombre que supiese manejar un garrote, y si era necesario, también un puñal.

El posadero, a quien preguntó por Mancino, torció la boca como si se hubiese roto un diente al morder sobre algo duro, y soltó una risa breve y amarga.

– ¿A Mancino? -exclamó-. ¿A esa persona buscáis hoy aquí? ¿Y no esperáis encontrar en mi casa a su Excelencia, el señor duque y a su eminencia el cardenal arzobispo de Milán? Un ducado, señor, es una cantidad de dinero considerable y uno precisa varios días para gastarlo, a no ser que uno se rodee de una docena de mujeres de mala vida dispuestas a aprovecharse. Pero tenéis razón, él sería muy capaz de ello pues es de esa clase de hombres.

– No os he preguntado por el señor arzobispo -dijo malhumorado el alemán-, y tampoco me importa cuántas rameras mantiene ni cómo se divierte con ellas. Os he preguntado por Mancino.

– ¿Así que no lo sabéis? -Se asombró el posadero-. En fin, después de todo sois forastero. Escuchad pues: cuando Mancino hace sonar el dinero en su bolsillo, debéis buscarle en todas las demás posadas o tabernas de esta ciudad; en la Grulla, en la Campanilla, en la Lanzadera o en la Morera le encontraréis sin falta, en mi local sólo vuelve a aparecer cuando no le queda un solo céntimo, entonces vendrá, de eso podéis estar seguro. «¡Tabernero! -le oiréis gritar-. «¿Me fías una ronda? ¡Sé un buen cristiano, tabernero, piensa en la salvación de tu alma!». Así es, y así son todos los que veis aquí, ya sean pintores o canteros, organistas o poetas, cuando conocéis a uno, los conocéis a todos, y ese de allí, el del hábito de monje, tampoco es distinto, en las últimas semanas no ha sacado ni medio quartino de su bolsa, se instala aquí, gasta mi tiza y me estropea el tablero de la mesa con sus garabatos… sí, hablo de vos, reverendísimo hermano, estaba explicándole al señor que me ha preguntado por vos, lo buen conocedor que erais de vuestros libros y de la ciencia… pues sí, así son todos, ¿y yo, señor? Si algo tengo que reprocharme, es mi excesiva bondad. Vos sabéis, señor, que tengo un carácter pacífico y mucha paciencia, pero muy pronto voy a dejar de ser su pagano, muy pronto, señor, os lo aseguro.

– ¿Así que pensáis que ha conseguido dinero? -interrumpió Behaim los lamentos del posadero.

– Aquí en la taberna lo saben todos -le contó el posadero-. Ayer le vieron cambiar un ducado en la Campanilla, la noticia me ha llegado de todas partes. ¡Un ducado, señor! ¡Mancino! Se dice que lo recibió de messere Bellincioli que también es un poeta, aunque un gran señor, que está al servicio de su excelencia el señor duque. Por varios versos -dicen- que le encargó la casa ducal y que él entregó a messere Bellincioli. ¿Pero vos lo creéis? ¿Un ducado por varios versos? Por una puñalada asestada a alguien por encargo de no se sabe quién, eso ya es más creíble, pues es experto en esas artes. Pero, ¿por versos? Eso es ridículo. Si fuese cierto que por versos se reciben buenos y sólidos ducados, yo también me pondría a elaborar versos y poesías en lugar de estar aquí sirviendo mi buen furlano a todos los necios y pobres diablos. Sí señor, eso es lo que haría. Y ahora, ¿que queréis tomar, señor? ¿Os traigo una jarra de mi Vino Santo de Castiglione que es alabado por todos los que lo han probado?

En cuanto Behaim tuvo delante de sí el vaso de estaño y la jarra de vino y, saboreando trago a trago la bendición, dejó correr el Vino Santo por su garganta, le sobrevino con el bienestar también el cansancio, y mientras, con la frente apoyada en la mano, pensaba en Mancino y, paladeando el vino, se preguntaba cuántos días tardaría el experto en puñaladas y poeta de taberna en beberse sus ducados, llegaron a su oído en desconcertante confusión los fragmentos de las conversaciones de los artesanos y artistas que estaban sentados en las mesas de alrededor: