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Cuando Joachim Behaim le contó que, para propiciar un nuevo encuentro con ella se había instalado en una mala buhardilla que sólo ofrecía la ventaja de que se podía observar desde la ventana la calle de San Jacobo y el lugar preciso donde se habían encontrado, ella decidió en el acto acudir, corriendo, volando, a esa mala buhardilla, siquiera por ver cómo estaba alojado allí su amado. La idea de que la gente pudiese murmurar de ella había dejado de preocuparle, pues su enamoramiento había adquirido tales proporciones que podía con el miedo y los escrúpulos. Pero como Behaim no la invitaba a ir a verle, como sólo le seguía contando cómo la había buscado en vano y cómo había permanecido hora tras hora junto a la ventana esperando pacientemente, Niccola vio que tenía que tomar la iniciativa.

– Supongo que no pensaréis -dijo elevando los ojos hacia su amado con una sonrisa-, que iré a veros a esa habitación, ya sea mala o buena. Sabéis que eso va en contra de las buenas costumbres y por lo tanto no lo exigiréis de mí. No digo que no abunden en esta ciudad mujeres que lo harían con mil amores, pero yo no soy de ésas, vos también lo sabéis. Sería una falta de decoro… pero si a pesar de todo accediese por el amor que os tengo y porque lo deseáis tanto, decidme francamente, ¿qué pensaría la gente de mí en vuestra casa? Quizás podríais hacer que ningún vecino de la casa se cruzase en mi camino, ¿pero habéis pensado que cuando yo franquease la puerta, que deberíais dejar abierta, y entrase en el zaguán, podría ser vista por alguien que me conoce, y entonces… ¡Qué desgracia! Prefiero no pensarlo, sería el fin de mi reputación, toda la ciudad me señalaría con el dedo. Será mejor que no hablemos más del asunto… ¿no os parece? Tratad de sacar esa idea de vuestra cabeza si valoráis en algo mi honor.

Contrariado, Behaim se pasó la mano derecha por su brazo izquierdo como solía hacer cuando algo se oponía a sus deseos. Su descontento se dirigía contra sí mismo, se tachaba de estúpido por no saber manejar la situación. Ciertamente sabía que no había hecho a Niccola esa proposición a la que ella se oponía con tanta vehemencia, pero estaba convencido de que había revelado sus deseos y pensamientos con alguna palabra precipitada e imprudente echando, de esa manera, todo a perder.

– No obstante -prosiguió la muchacha después de un momento de reflexión-, es posible que tengáis razón al decir que en esta posada no estamos ya a salvo de las miradas curiosas. Yo también he pensado en ello. Hace tan sólo unos días fue ese messere Leonardo y sus amigos, y ayer, como ya os dije, me crucé, al venir aquí, con un hombre que me miró, no puedo deciros de qué manera… como si estuviese al corriente de lo nuestro y de todo. Estoy muy preocupada. Si pensáis que realmente puedo pasar sin que me vean y sin correr ningún riesgo… ¿quizás con un pañuelo delante de la cara? Pero de qué me sirve eso, me han dicho, y me lo repiten a menudo, que ya de lejos se me reconoce por mi manera de caminar. Dime, querido, ¿encuentras tú algo especial en mi manera de andar, algo que me distinga de las demás? ¿No? ¿O sí? ¿De verdad? ¿Y piensas que a pesar de todo podría arriesgarme? Hace falta mucho valor, créeme, y yo no soy valiente. Pero estoy segura de que tiene que haber un santo, uno a quien pueda invocar una pobre muchacha que quiere entrar sin ser vista en la casa donde vive el amado. Para todo lo que se emprende existe un santo a quien poderse dirigir. Cuando yo era pequeña me decían que invocase a santa Cecilia para aprender a leer y escribir. Con su ayuda aprendí después a cantar, y a tocar el laúd, y a hilar la lana, pues así quería ganarme la vida, pero disfruto más aún haciendo flores con papeles de colores, pues soy muy hábil con las tijeras. Aconséjame pues, amado mío: ¿antes de ir, debo encender una vela a santa Catalina o es san Jacobo el más indicado en este caso? Pues esa calle lleva su nombre. Lo mejor sería que me encomendase al santo que asiste a los ladrones para que puedan penetrar sin ser vistos en casa ajena. Pero no conozco el nombre de ese santo. Mancino podría decírmelo, él conoce a todos los que pertenecen al gremio de los ladrones. Pero está enfadado conmigo y hace días que me rehuye.

Luego, cuando entre besos y votos de amor, hubieron convenido el día y la hora, y todo lo que les parecía necesario, Niccola dirigió una breve mirada de despedida al comedor de la posada que había hecho su servicio y salió sigilosamente. Desde la carretera, bajo la tenue luz del atardecer, mostró a su amado, que de pie junto a la ventana la seguía con la mirada muy satisfecho con el éxito que se atribuía a sí mismo, tres dedos de su mano alzada para recordarle que debía esperarla al día siguiente en su habitación a las tres de la tarde.

Como tenía que cuidar de que su amada no fuese importunada por alguna mirada curiosa cuando entrase en la casa y corriese hacia su aposento, Behaim consideró conveniente confiar una vez más su secreto al cerero. Halló a éste en la cocina ocupado con la cena, asando castañas y manzanas sobre la plancha caliente del fogón.

– ¡Adelante, acercaos! -exclamó el cerero, contento de que viniese alguien con quien poder conversar, y a modo de saludo blandió como una espada la cuchara con la que empujaba y removía las castañas-. Apuesto que habéis venido para invitaros a mi cena, no cabe duda de que se percibe el olor a manzanas asadas por toda la casa y estas castañas, que son las mejores que pueden encontrarse en el mercado, vienen de Brescia. Hay suficientes para dos, la mesa estará lista en un instante y además os serviré también una ensalada de finas hierbas. Hoy sois mi invitado, mañana seré yo el vuestro. ¡Conque sentaos y servíos!

Y como tenía por una de las mayores dichas de este mundo procurarse a costa de los demás una buena y abundante comida, añadió:

– Si queréis, os diré hoy mismo cuál es mi plato favorito para que tengáis tiempo de prepararlo para mañana. ¿Qué os parece un cochinillo asado para los dos?

– He venido -dijo Behaim, frotándose el brazo izquierdo- para comunicaros que mañana…

– ¿Es día de ayuno? -le interrumpió el cerero-. Ya lo sé. Pero en ese aspecto no soy mejor que un turco. También un viernes me parece buen día para tomar un cochinillo asado, o una perdiz, si preferís, y aunque vos lo consideréis un pecado, es de los que se lavan con un poco de agua bendita. Pero como prefiráis, también podemos comer de vigilia contentándonos como buenos cristianos con un guiso de tencas o, mejor aún, con cangrejitos salteados en mantequilla acompañados de rebanadas de pan tostado, ésa sería le perfecta cena de vigilia.

Echó la cabeza hacia atrás, y con delectación dejó que los cangrejos se deshiciesen uno tras otro en su boca.

– Comeremos -dijo Behaim-, si no es hoy o mañana, sin duda en otra ocasión. Hoy sólo he venido para deciros que mañana espero visita. Ella vendrá aquí, me lo ha Prometido, y me hace un gran honor.

– ¿Quién vendrá aquí? -preguntó sin mostrar especial curiosidad el cerero y, abandonando el sueño de su plato favorito, peló dos castañas y las introdujo en su boca.

– La persona a la que estaba buscando. La he encontrado -le explicó Behaim.

– No sé a quién estabais buscando. ¿Así que a quién habéis encontrado? -Quiso saber el cerero.

– A la muchacha -dijo Behaim-. Esa de quien os hablé, ¡haced memoria!

– De modo que la habéis encontrado. Bueno, eso no me sorprende -dijo el cerero-. ¿No os había predicho que la encontraríais? También averiguasteis a través de mí dónde debíais buscarla, sólo tuvisteis que seguir mis consejos. Ya veis las molestias que me tomo, una vez más, en asistiros en todo, siendo como sois forastero y encima poco hábil y carente de toda experiencia. Y ahora que habéis conseguido volver a verla gracias a las indicaciones que os di… ¿seguís tan chiflado por ella?

– Ahora que conozco su naturaleza y su manera de ser estoy aún más enamorado que antes -le confesó Behaim.