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– A juzgar por lo que decís, parece que ser una mujer muy aceptable -apuntó el cerero-. En fin, no quiero que os falte mi consejo en este asunto. ¡Tomadla y divertios, quedaos con ella unos cuantos días, pero no demasiados, y luego dejádmela a mí y búscaos otra!

– ¿Por qué, demonios, habría yo de hacer eso? -preguntó asombrado Behaim-. Ya veis que estoy loco por ella.

– Precisamente porque lo veo os doy ese consejo que algún día me agradeceréis estrechándome la mano, pues como amigo os hablo. Ya me doy cuenta de que es una que no necesita tambores ni pífanos para hacer bailar a los hombres. Si os enredáis demasiado en esta aventura, dentro de poco no sabréis qué hacer y ya no podréis deshaceros de ella.

– ¿Deshacerme de ella?

– Sí. Libraros de ella a tiempo y de buena manera.

– ¡Pero qué estáis diciendo! -exclamó Behaim-. Quiero que sepáis que sólo tengo una idea: hacer todo lo posible por que siga siendo mía, deseo que este amor sea duradero y por eso, cuando me vaya de aquí, llevaré a la muchacha conmigo, estoy decidido, pues de todas las que he encontrado es la mejor, la más bella y la más discreta y no hay muchas cosas en este mundo que me importen tanto como compartir con ella el amor.

Y sólo cuando hubo expuesto al cerero la situación, tuvo tiempo de tomar aliento.

– ¡Bah, el amor! -dijo con un profundo suspiro el cerero-. ¿Qué sabéis vos del amor? Un breve placer seguido de un largo y amargo llanto, eso es el amor, si no preferimos llamarlo, como los filósofos, un mero delirio que confunde los sentidos. De acuerdo, imagináis amarla y estáis decidido a guardarla para vos y sería necio querer hacer una buena obra con alguien que no la sabe valorar. No hablemos más de ello. ¿Y aquel otro personaje por el que me habéis preguntado? ¿Os ha devuelto los escudos que le habíais prestado?

– ¡No me habléis de él! -dijo Behaim poniéndose furioso-. Pero ése pagará, de eso podéis estar seguro, me suplicará incluso que acepte de él los diecisiete escudos.

– Se me acaba de ocurrir -dijo el cerero atacando las Manzanas asadas-, que a lo mejor vuestra amada tiene una amiga, una personita joven y hermosa; a esas muchachas se las ve casi siempre acompañadas. Si ella la trajese, yo no tendría nada que objetar, pues siendo cuatro se charla mucho mejor que siendo tres.

– ¿Siendo tres? ¿Siendo cuatro? -se indignó Behaim- ¿Qué pretendéis? No quiero saber nada de tríos ni de cuartetos, quiero estar y seguir estando a solas con ella. ¿No lo comprendéis?

– No, no lo comprendo en absoluto -declaró el cerero meneando la cabeza-. ¿Por qué queréis privarle del placer de disfrutar de mi compañía? Pues cuando estoy inspirado merece la pena estar conmigo, podéis creerme. Cada palabra una ocurrencia, derrocho alegría, soy pura chispa, la gente está pendiente de mis palabras y no para de reír.

– ¡Escuchadme bien! -dijo el alemán perdiendo la paciencia-. La espero mañana hacia las tres, y viene porque le he asegurado que no se cruzará con ninguna cara desconocida en esta casa. Por consiguiente, no aparezcáis, os lo aconsejo, pues si asomáis vuestra nariz aunque sólo sea por un instante, caeré sobre vos y os daré una tunda que los médicos discutirán durante semanas qué hacer para que podáis caminar a gatas. Yo soy así. ¿Me habéis entendido?

– Como queráis. Como os plazca -dijo, más perplejo que herido en sus sentimientos, el cerero-. Me encerraré en mi tienda; os prestaré también este servicio de amigo. Las amenazas no surten efecto conmigo, pero con buenas palabras se consigue todo de mí. Por cierto, tenía que deciros algo: vos sabéis que el precio del trigo está subiendo, también el vino está más caro y en este invierno riguroso ya he tenido que comprar cuatro veces leña. Y mi afección de la vejiga también me causa algunos trastornos. Así que encontraréis normal que os suba dos carlini el alquiler, pues con lo que pagáis a la semana no tengo ni para la merienda.

Con movimientos rápidos y ágiles se puso Niccola la ropa, y cuando él quiso abrazarla una vez más y atraerla hacia sí con intención amorosa, se zafó de él pues se había hecho tarde. Con una pequeña y divertida mueca giró los ojos y le dijo adiós por ese día, y en la puerta le enseñó con los dedos de su mano a qué hora la podía esperar al día siguiente, y con los mismos dedos le lanzó un beso antes de abandonarle.

Con pasos silenciosos corrió escaleras abajo. Al atravesar el corredor, oyó crujir una puerta y por un resquicio salió la luz vacilante de una vela. Como no encontraba su pañuelo que debía haber dejado arriba, en la habitación de su amado, ocultó su rostro detrás de su brazo doblado como detrás de una máscara protectora y cruzando rápidamente el portal salió a la calle de San Jacobo.

Arriba, en su cuarto, Joachim Behaim no dejaba de pensar en ella y en la hora que habían pasado juntos.

Ahora es mía, se decía lleno de júbilo, me ama, y está claro que soy el primero a quien se entrega. Una criatura tan bella, ahora sé lo bella que es en realidad, y tiene tanto encanto…, ¡qué afortunado soy! ¿No es una bendición de Dios que ella me ame? Y mañana vuelve. Pero entonces Necesito tener en casa algo que ofrecerle, qué demonios, bombones, un zumo de fruta, pastelitos, ¡cómo no lo he pensado antes! Estoy loco por ella, eso está claro, completamente atrapado. No sé si estoy en el cielo o en el infierno. Se diría que el cielo me ha abierto sus puertas, pero cuando ella no está a mi lado, me consumo y es el infierno. Mañana viene. Ah, si esto durase, si pudiese decir todos los días: mañana estará conmigo. Es cierto que como hemos intimado… pero de qué sirve eso, el mundo, la vida terminaran por separarnos. ¡Si pudiese conservarla a mi lado! ¿Para quién me afano? ¡Dios mío, que vida he llevado todos estos años! De un lado para otro, a caballo, en barco, viajando a tierras griegas, turcas, moscovitas, luego otra vez a Venecia, a los almacenes. Y de nuevo a los mercados, a las cortes, siempre detrás del maldito dinero. ¡Dios me ampare, qué pensamientos son éstos? ¿Es que no soy más que un enamorado? ¿Acaso no soy un comerciante, un hombre de balanza y vara? No me reconozco, no, ya no soy el mismo. ¿En que marasmo he caído?

Se acercó a la ventana, abrió el postigo y dejó que el aire del atardecer refrescase su frente.

Ella es mi amada, se dijo, ¿por qué no habría de tomarla como esposa para tenerla siempre conmigo? ¿Acaso busco en ella riquezas, tierras, un palacio? Es hermosa y discreta, de buenas costumbres y modesta, y me ama, ¿qué más quiero?

Se alejó de la ventana. Le sorprendió que no le hubiese venido ya antes la idea de casarse con ella y llevarla consigo cuando abandonase Milán. Pero ahora que había tomado esa decisión, le invadió una gran calma. Todo le pareció fácil y sencillo.

Al fin y al cabo, ¿qué necesito para contraer matrimonio con ella?, se preguntó. La boda se organiza en seguida. Necesito un cura y dos testigos, y hace falta que ella diga «sí», eso es todo.

De camino a casa, cuando empezaba a oscurecer, Niccola entró en la iglesia de San Eusorgio para hablarle a Dios de su amor y su amado.

– Quizás estás enojado -dijo en voz baja, arrodillada delante de la imagen del Salvador-, porque ahora soy suya sin tu sagrado sacramento. ¿Pero no fuiste tú mismo quien puso en mi corazón ese deseo que me empujaba todos los días a reunirme con él? Por fin ha ocurrido hoy, por la tarde. No le he hecho esperar mucho, es cierto, pero yo pensaba que cuando dos seres se quieren como nosotros, y desean verse y se aprecian, no deberían perder el tiempo, pues nadie sabe lo que puede pasar entre tanto. ¡Perdóname si he obrado mal, ten piedad de nuestro amor, guíalo para que tenga un final feliz, para mí y para él!

Como su padre siempre echaba el cerrojo a la misma hora del anochecer, aunque ella no hubiese regresado a casa, de manera que tenía que llamar a la puerta y pedir a voces que la dejase entrar y, cuando por fin abría, escuchar sus sermones, sólo le quedó el tiempo justo para rezar un rápido padrenuestro.