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– ¿De qué estáis hablando? -exclamó sobresaltado el escultor-. ¡Por todos los santos! ¿Es que messere Leonardo no ha tenido en cuenta que estoy muy ocupado con mi Ecce Homo? ¿Y acaso no sabe que en estos tiempos difíciles tengo que alimentar además a mi padre que está viejo y enfermo y no gana ni un céntimo con su oficio? ¡A mí! ¡Hasta las nubes! ¡Y sin consultarme! ¿Qué se ha creído? ¿Pretende que el viejo, enfermo como está, tenga que mendigar su pan en la calle? Y vos -se dirigió ahora con vehemencia al joven Bandello-, un mozuelo imberbe, un gandul que no tiene que ocuparse de nadie en el mundo… -Tened en cuenta, maestro Simoni -apuntó Bandello-, que como estáis acostumbrado a trabajar la madera más dura con el formón, la gubia y el mazo, poseéis una fuerza poco común en la musculatura de los brazos, y ésa es la razón por la que messere Leonardo os ha elegido a vos para esa empresa y no a mí que sólo manejo la pluma. Contentaos pues. Yo también cumplo con la parte que me corresponde. Sin murmurar he llevado a mis espaldas durante todo el largo trayecto a los tordos, los pinzones y los verderones en sus jaulas para servir a messere Leonardo. Hablad con él, maestro Simoni, pero hacedlo sin rodeos. Decidle que exigís alas de águila, que son las que os corresponden y no esas miserables alas de murciélago tan indignas de vos. ¡Id y hablad con él!

Con un gesto señaló a messere Leonardo que había caminado más deprisa que ellos y ahora esperaba delante de la posada del estanque donde Niccola y Joachim Behaim mantenían sus conversaciones amorosas.

El pintor D'Oggiono colocó su brazo alrededor de los hombros del escultor y fingió tener un buen consejo para él.

– ¡Escuchad! -dijo-. Con las alas de murciélago las cosas no tendrán un desenlace demasiado malo. No os llevarán hasta las nubes, permaneceréis siempre a escasa altura del suelo y si caéis, no sufriréis más que un susto o quizás la rotura de una pierna. Luego podréis concluir vuestro Ecce Homo y seguir ejerciendo vuestro oficio con un prestigio aumentado y nadie se dará cuenta de que cojeáis o de que arrastráis un poco el pie. Por consiguiente, hacedme caso a mí y no a Bandello, pues yo sólo deseo vuestro bien. ¡Apresuraos, hablad con messere Leonardo y exigid alas de murciélago!

El escultor miró confuso y desesperado a D'Oggiono que ni siquiera pestañeó. Quiso correr tras messere Leonardo que les precedía para pedirle una explicación, pero cuando su mirada cayó sobre Matteo Bandello que ya no podía contener la risa se dio cuenta de que se habían burlado de él. Y aunque se sentía muy aliviado de no tener que afrontar peligros ni de tener que jugarse la vida por los aires, montó en cólera y empezó a jurar como un pagano.

– ¡Mal rayo os parta, hijos de puta! ¡Que el diablo os arranque vuestras lenguas de víbora! -gritó, después de haberles deseado la peste, la viruela, la gangrena y toda clase de calamidades y plagas, y haber maldecido el aire que respiraban-. Sabía desde el principio que no era cierta esa historia. ¡A mí no se me engaña tan fácilmente, recordadlo bien! ¡A mí no!

Y enjugó de su frente las gotas de sudor frío que atestiguaban la angustia mortal que había pasado.

Delante de la posada del estanque, messere Leonardo le exponía mientras tanto al poeta de la corte Bellincioli lo importante que era para un pintor conocer y comprender exactamente la anatomía de los nervios, músculos y tendones.

– Hay que ser capaz de reconocer -le explicaba-, tanto en los diversos movimientos humanos como en cualquier empleo de fuerza, qué músculo es la causa del movimiento y del despliegue de la fuerza, para representar ese músculo en particular y mostrarlo en pleno esfuerzo, independientemente de los demás. Y quien no sea capaz de hacerlo, debería pintar un manojo de rábanos y no el cuerpo humano.

Y volviéndose hacia los otros que se habían acercado mientras tanto dijo:

– No nos quedaremos aquí, y tú, Matteo tendrás que continuar un trecho más con tu carga, pues no había pensado en ese aguafiestas.

Señaló al águila ratera que revoloteaba nerviosamente brizando gritos furiosos.

– Sí, haremos bien en irnos de aquí -opinó Bandello-. El águila ha descubierto la presencia de los pájaros que llevo y les está dando un susto de muerte con sus gritos. Ninguno de ellos abandonará su cárcel sabiendo que ese depredador anda cerca.

Siguieron caminando por la carretera hacia el pequeño pinar. El escultor se detuvo un instante y, volviéndose, dirigió una mirada a la posada. Después alcanzó a los demás.

– Se ha ido, ya no está -comentó-. ¿No la habéis visto? Sólo apareció un momento detrás de la ventana, pero yo la reconocí.

– ¿A quién habéis reconocido? -preguntó el pintor D'Oggiono.

– A esa muchacha, a Niccola -respondió el escultor-. Vos la conocéis, la hija del prestamista. Y aunque al pasar no me regale nunca una mirada, me llevo una alegría cada vez que me cruzo con ella. Es encantadora. Acude a San Eusorgio a oír misa.

– Sí, es hermosa -dijo messere Leonardo-. Al crear su rostro, Dios hizo un gran milagro.

– Vino aquí procedente de Florencia y de las florentinas tiene ese caminar ingrávido -la elogió el escultor.

– Sin embargo -observó el poeta Bellincioli-, ni su caminar ni su belleza le han deparado un marido o un galán.

– ¿Cómo? ¿Un galán? -exclamó el joven Bandello-. No os dais cuenta de que el maestro Simoni se ha enamorado ciegamente de ella? ¿Pretendéis negarlo, maestro Simoni? ¡Vamos, regresad y hablad con ella, exponedle vuestros sentimientos!

– ¿Hablar con ella? -se asombró el escultor-. ¿Pensáis que eso es tan sencillo?

– Volved y no seáis tan pusilánime -le animó el joven Bandello-. ¡Ánimo! Sois un hombre apuesto, ella no se mostrará esquiva. ¿O queréis que lo intente yo? Sólo es cuestión de hallar las palabras adecuadas.

Hizo como si estuviese delante de la muchacha y a pesar de las jaulas que llevaba a la espalda, consiguió hacer una reverencia bastante elegante.

– ¡Señorita! -inició su discurso-. Sin ánimo de importunaros… ¡No! Eso suena vulgar. Hermosa señorita, ya que tengo la dicha de encontrarme con vos tan de improviso, os ruego, con todas mis fuerzas, que aceptéis mi amor y me enseñéis la manera de ganar el vuestro… ¿Qué os ha parecido, maestro Simoni? ¿Os gusta? Sí, estas fórmulas no se pueden comprar en la botica.

– Dejadla en paz -dijo Bellincioli-. Ella es lo bastante inteligente para no embarcarse en aventuras amorosas con tipos como vosotros, pues sabe que al final sólo será desdeñada y humillada. Creedme, no es ninguna suerte tener esa belleza cuando se es la hija de Boccetta.

Durante un rato siguieron su camino en silencio.

– Y yo os digo que ella tiene un galán -declaró de pronto el pintor D'Oggiono-, y que en estos momentos está con él. Seguramente es un forastero, uno que no sabe quién es su padre. Así que ella se cita con su galán en esa Posada. Me gustaría saber…

Se encogió de hombros y no habló más del asunto.

– Se han marchado -dijo Niccola y, dirigiéndose con un suspiro de alivio hacia Joachim Behaim, regresó a sus brazos-. Era messere Leonardo con sus amigos; estoy segura de que entre ellos habrá alguno que me conoce. Menudo susto me he llevado. ¡Si me hubiesen visto aquí… no, por la gloria de mi alma, no habría podido ocurrirme nada peor!