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– Entonces opináis -quiso oír su confirmación Behaim- que empleando medidas suaves, un tajo en su maldita cara, por ejemplo, hará que ese rufián…

– Sí, le despacharé con algo similar -explicó Mancino-. Recibirá su merecido. Confiad en mí, quedaréis satisfecho.

– De acuerdo -dijo Behaim-. Proceded con él como os parezca oportuno. Yo, desde luego, preferiría ver colgado a Boccetta con un palmo de lengua fuera de la boca.

Por un instante reinó silencio. Mancino alzó la cabeza y miró a Behaim. Posó sobre la mesa, sin haber bebido de él, el vaso de estaño que se había llevado a la boca.

– Así que cuando le deis su merecido -dijo Behaim-, no actuéis con excesiva mezquindad. Considerad las injusticias que ha cometido ese Boccetta conmigo y con muchos otros. Dejadle tan malherido que en el futuro tenga motivo de acordarse de mí de vez en cuando.

Mancino miraba fijamente delante de sí sin decir palabra.

– Así que conocéis mis intenciones -continuó Behaim-, y pienso que estamos de acuerdo en lo que se refiere a Boccetta. Sólo os queda comunicarme vuestras pretensiones. Sé que la ejecución de semejante trabajo no se hace gratuitamente. Por consiguiente, decidme a cuánto ascenderán los gastos.

Mancino seguía guardando silencio.

– Comunicadme vuestro precio -repitió Behaim-, y decidme qué parte de la suma pedís por adelantado por vuestras molestias. Recibiréis el resto en cuanto hayáis cumplido. Sabed que soy un pagador puntual y puedo nombraros a hombres respetables de esta ciudad que lo confirmarán.

Mancino suspiró, movió la cabeza, apartó el pelo de su frente y empezó a hablar.

– Como ya os he dicho al principio -explicó-, carezco de tiempo para esta clase de asuntos. Debo pensar en los míos que también son importantes, pues no hay nadie que se ocupe de ellos en mi lugar.

A Behaim le dio la impresión de que Mancino sólo pretendía obtener un salario más elevado y eso le contrarió.

– ¡Basta de pretextos, decidme vuestro precio! -le ordenó-. Dejaos de rodeos, no llevan a ninguna parte. ¡Hablad alto y claro! Así nos entenderemos mejor.

– Habéis venido en vano -dijo Mancino preocupado-Yo no puedo serviros, señor, pues un asunto como este con sus especiales circunstancias, debe ser preparado cuidadosamente, y yo no tengo tiempo para esa preparación. Además, se da el caso de que mi mano ya no es tan segura como antaño y podría ser que os causase complicaciones a vos y también me las causase a mí.

– Quiero que me entendáis bien -le insistió Behaim-. Recibiréis una parte de vuestro salario en el acto, aquí en esta mesa os la embolsáis, en cuanto hayamos llegado a un acuerdo.

Mancino le interrumpió con un gesto de la mano.

– Os entiendo perfectamente, pero parece que sois vos quien no me entiende -dijo-. No os puedo servir, os he nombrado mis motivos. Además debéis tener en cuenta que ese Boccetta es un hombre viejo. No me reportaría mucha gloria pelearme con él.

– ¿Acaso andáis buscando gloria? -se impacientó Behaim-. ¿No os interesa el dinero que podéis ganar en este asunto, y encima de un modo tan sencillo?

– Que se esfuerce otro en ganarlo -decidió Mancino-. A mí ese dinero no me interesa. Así que no sigáis hablando del asunto, es inútil. Y ahora, si me queréis disculpar…

– ¿Qué demonios ocurre con vos? -exclamó Behaim consternado-. Hace unos minutos hablabais muy sensatamente, ¿y ahora me queréis dejar en la estacada? Sabéis lo importante que es para mí este asunto. ¡Qué voy a hacer Para conseguir los ducados que se ha quedado ilegítimamente ese canalla!

– Si queréis un consejo -opinó Mancino levantándose-, os diré lo siguiente: tomaos tiempo, esperad tranquilamente a ver cómo evolucionan las cosas y no os precipitéis. Hoy es un día, mañana otro. Si hoy habéis perdido dinero con Boccetta, mañana lo recuperaréis con otro.

– ¡Maldita sea! -gritó Behaim, enfurecido-. No me vengáis con esas triquiñuelas. Hace un momento me habéis asegurado que él recibiría su merecido y que contase con ello. Y ahora que tenéis que pasar a la acción y emplear vuestro puñal en una buena causa… ¿ahora os tiembla el corazón?

– Sí, es posible -dijo Mancino-. Por lo visto, soy así.

– ¡Un cobarde y un fanfarrón, eso es lo que sois! -le increpó Behaim-. Sois un embustero, un auténtico francés al que no le llega la camisa al trasero. Un farsante y un bocazas.

– De acuerdo, podéis llamarme así si os divierte -respondió Mancino-. ¡Y ahora que habéis dicho todo lo que teníais que decir, id con Dios! Sí, señor, lo mejor que podéis hacer es desaparecer de aquí lo más rápido posible, pues no podré responder de mí por mucho tiempo.

Mancino se llevó la mano izquierda al pomo de su puñal y su diestra señaló la puerta con ademán autoritario. En las mesas vecinas se habían dado cuenta de que se estaba armando una reyerta y el escultor Simoni se levantó para apaciguar los ánimos.

– ¡Eh, vosotros! -exclamó-. ¿Quién de los dos quiere sembrar aquí la discordia y la confusión?

– ¿Se ha vuelto a emborrachar el alemán? -Quiso saber uno de los maestros canteros.

Mancino hizo con la mano un gesto de desdén como si no mereciese la pena hablar de la cuestión.

– Cada cual tiene un demonio que no le deja vivir plicó a los presentes-, y el suyo se ha empeñado en que tiene que hacer de Boccetta un hombre de honor.

– ¡Cómo que honor! -gritó Behaim enfurecido-. ¿Quién habla de honor? ¡Lo que quiero es recuperar mis diecisiete ducados!

A su alrededor, los presentes empezaron a reír a carcajadas y a menear la cabeza, pero el que daba más muestras de regocijo era el pintor D'Oggiono.

– ¿De modo que se trata de los diecisiete ducados? -exclamó-. ¿Y nuestra apuesta? ¿Sigue todavía en pie? Apostasteis dos ducados contra el mío.

– Sí, sigue en pie -dijo Behaim malhumorado.

– Entonces -exclamó el pintor-, los dos ducados están a punto de pasar a mi bolsillo. Vosotros los alemanes tenéis fama de cumplir vuestra palabra.

– Sí, cumplimos nuestra palabra -dijo Behaim con voz fuerte y firme para que también le oyese Mancino que, como si la cuestión hubiese dejado de importarle, se había sentado a la mesa del organista Martegli y había entablado con él una conversación-. ¡Pero no os alegréis demasiado pronto! -prosiguió-. Ignoro qué final tendrá este asunto para la existencia de Boccetta, pero sé que conseguiré mis diecisiete ducados, pues me conozco. Y vos seréis quien tenga que pagar los costos.

– ¡Diecisiete ducados de Boccetta! -suspiró el hermano Luca sin levantar la mirada del tablero de la mesa sobre el que había formulado y demostrado con tiza un teorema algebraico-. ¿Cómo os imagináis eso, señor? Si Boccetta pudiese salvar a su padre del purgatorio a cambio de medio escudo, no lo desembolsaría.

– Lo que yo no entiendo -se oyó la voz del maestro cantero-, es que en estos tiempos en que la cristiandad es asolada por la peste y amenazada por la guerra, podáis pensar en semejantes ridiculeces.

– ¿Llamáis ridiculeces a que yo quiera recuperar mis ducados? -exclamó Behaim indignado-. ¿Creéis que apaleo el dinero?

– Aceptad un buen consejo -dijo Alfonso Sebastiani, un joven noble que había abandonado su palacio de la Romana para convertirse en discípulo de messere Leonardo en el arte de pintar-. Acostaos temprano, cenad frugalmente, dormid mucho, y cuanto podáis. Quizás volváis entonces a ver alguna vez vuestro dinero en sueños.

– Dejadme en paz con vuestra palabrería, señor, me molestáis -le espetó Behaim-. Obtendré mi dinero, aunque tenga que partirle a Boccetta, uno a uno, todos los huesos de su cuerpo.

– ¿Y qué dirá -le preguntó muy intrigado y un poco burlón el pintor D'Oggiono- vuestra amada cuando le tratéis así?

– ¿Mi amada? ¿Que sabéis vos de mi amada? -preguntó Behaim-. Yo no os he dicho quién es mi amada en Milán. ¿De quién habláis?

– Pues de esa Niccola que, por lo visto, es vuestra amada -contestó D'Oggiono-. ¿Acaso no se os ha visto esperarla todos los días en la posada que se halla en la carretera de Monza? Y ella, rauda como una corza, acude a vuestro encuentro con el único vestido bueno que tiene.