Изменить стиль страницы

Behaim se levantó de un salto y miró en torno suyo como si en aquella taberna estuviese rodeado de enemigos jnortales.

– ¿Señor, cómo osáis mezclaros en mis asuntos? -reprendió indignado a D'Oggiono-. ¿Qué os importa si es mi amada? Y si lo es… recibirá buenos vestidos, todos los que necesite, no os preocupéis. ¿Y qué, por todos los demonios, tiene eso que ver con Boccetta?

Ahora le tocó sorprenderse y maravillarse a D'Oggiono.

– ¿Y vos lo preguntáis? -exclamó-. ¿No sabéis, o fingís no saber que ella es la hija de Boccetta?

– ¡Oh! -gimió el escultor Simoni presa del dolor y los celos. Niccola, la hijita del prestamista…, ¿de modo que él es su amante? ¿Él es con quien ella…? ¿Pertenece a ese alemán?

Behaim les miraba fijamente como un jabalí acorralado por una jauría de perros.

– ¿Qué estáis diciendo? ¿Os habéis vuelto locos los dos? -gritó, pero él lo sabía ya, lo supo con una certeza mortal en ese instante, que decían la verdad y sintió como si le diesen una puñalada en el corazón.

10

Hasta el amanecer, erró sin rumbo, presa de sus pensamientos confusos, lleno de desesperación y furioso dolor, y los callejones estrechos y oscuros le condujeron por la ciudad de un lado a otro, hasta que llegó a las murallas de circunvalación y a los Navigli con la cruz de san Eustaquio, donde comenzaban los setos y los muros de los huertos, y a las puertas de la nueva casa de beneficencia de cuyas ventanas salía el olor a pan fresco que se hacía todas las noches a cuenta del Moro, y luego todo el largo camino de vuelta hasta que fue a parar al mercado de pescado y, pasando junto a los puestos de los cambistas, al ayuntamiento y finalmente, a la plaza de la catedral. Allí se dejó caer agotado sobre los peldaños que conducían al portal, pero incapaz de concederse un descanso, se levantó al cabo de unos instantes y reanudó su desesperado peregrinaje.

– Es una mala noticia la que he recibido -se dijo a sí mismo mientras caminaba-. Verdaderamente, la peor que uno se puede imaginar, ni el propio santo Job la recibió peor. ¡Qué maldad! ¡Qué perfidia! ¡He sido traicionado! fatece tan ingenua, finge ser devota mía, me sonríe, habla ¿e todo lo habido y por haber, pero se guarda que es la hija de ese miserable canalla. ¡Menudo canalla! ¡Qué desgracia haberme topado con ella! «La hijita del prestamista», así la llamó el calvo de la posada, el del bigotito, es un calificativo aceptable… no suena tan mal. Pero la hija de Boccetta, eso suena completamente distinto, es como una bofetada. ¡Necio de mí! ¿De qué me dejé guiar? ¿A qué encanto sucumbí? ¿En qué trampa he caído? ¿Por qué me dejé arrastrar por ese amor engañoso? ¿Adonde me conducirá? Lucardesi… que su madre era una Lucardesi, me decía. ¡Sí, su madre! ¡Pero su padre es Boccetta y eso me lo ha ocultado! ¡Oh, que se vaya al infierno el padre, y la hija con él!

Behaim se detuvo y apretó la mano contra su corazón agitado. En su alma turbada ya se había convertido en realidad lo que sólo había sido un pensamiento furioso. La idea de ver a Niccola caminando con paso vacilante hacia el infierno y desaparecer en las brasas atrapada por lenguas de fuego le asustó, creyó oír desde la profundidad del abismo su grito de dolor y su voz lastimera, y con una angustia insoportable se percató de que todavía la seguía queriendo.

– ¡Esa voz! -se lamentaba continuando su marcha-. ¡Cómo me rompe el corazón! ¡Ojalá pudiese apartar esa voz para siempre de mis oídos! Pero si cien voces me hablasen y yo escuchase esa voz… sólo tendría oídos para ella. ¡Oh Dios, Dios misericordioso, haz que olvide esa voz, haz que olvide todo lo que me atrajo de ella, todo lo que me encadenó a ella, borra en mí el recuerdo de su voz, de su caminar, de su mirada, de sus abrazos, de su sonrisa, oh Dios misericordioso, haz que olvide que sabe sonreír corno sólo saben hacerlo los ángeles, tú sabes que es la hija de Boccetta, libérame, Dios, ayúdame, haz que la olvide para siempre o quítame la vida, eso sería aún mejor!

Y ahora que había hablado con Dios y suplicado su auxilio con palabras tan apremiantes se sintió más aliviado y trató de mirar con otros ojos lo que le había sucedido.

– ¿En realidad, qué ha ocurrido? -se dijo a sí mismo-. Una pequeña adversidad que cualquiera puede sufrir, una contrariedad de la que no vale la pena hablar, eso es todo. Estaba un poco enamorado, me he dejado trastornar por esa jovencita, eso es grave, ciertamente, pero son cosas que ocurren y a quien le toca le toca. Y ahora que, gracias al cielo, me he enterado a tiempo de quién es ella y de dónde viene… ya ha pasado todo, es preciso que haya pasado todo. Verdaderamente, sería insensato que persistiese en mi amor a la hija de Boccetta, sería ridículo. ¿Amor? ¿Se le puede llamar amor a eso? No, no es más que un deseo estúpido y molesto que se ha adueñado de mí pero, ¡afortunadamente! me hallo en buen camino para superarlo.

Sin embargo, el consuelo que intentaba darse a sí mismo con esas palabras no duró mucho. Bastó que le viniese a la mente una palabra enamorada que le había susurrado Niccola al oído durante el abrazo, para que surgiese ante sus ojos su imagen, y la viese tendida a su lado en toda su belleza, estrechándose contra él, dispuesta y decidida a entregarse. Recordó el momento inolvidable en que había comprendido que todas las maravillas del mundo no eran más que baratijas comparadas con las alegrías que había conocido en sus brazos, pero en lugar de la felicidad y la exaltación de aquel instante, sintió el dolor, la vergüenza, la pena y la desesperación abatiéndose sobre él como una marea incontenible.

– ¡No, no es cierto! -gritó una voz dentro de él-. ¡Todo es mentira! ¿Por qué me engaño? ¿Cómo podré superarlo? Es demasiado difícil, ¿cómo podré olvidarla? Ella siempre estará presente. ¡He aquí, a qué extremo he llegado! No se puede ser más desgraciado. ¡Oh, cómo me desprecio! Es la hija de Boccetta y yo lo sé y, sin embargo, no puedo librarme de ella, no logro centrar mis pensamientos en otras cosas, en el comercio, en los mercados, en las subidas de los precios, en las mercancías que me esperan en los almacenes de Venecia. ¿Qué locura se ha apoderado de mí que no puedo dejar de pensar en volver a dormir entre sus brazos y junto a su pecho? ¿Qué dice mi honor, qué dice mi orgullo de todo esto? ¿Es posible vivir en semejante tormento, amar a quien no se puede amar? ¿Podía yo imaginar que es un ser que ha venido al mundo para hacer daño? ¿Para conducirme al desastre y la deshonra? ¡Que Dios me castigue, pero ojalá hubiese convertido en mi amada a la hija de un sucio labriego! ¡Maldita sea la hora en que me crucé con ella! ¡Qué hacía yo en la calle de San Jacobo? Mancino que estaba allí cantando en el mercado, es el culpable de que yo la descubriese, veo una muchacha, la encuentro bonita, me parece encantadora, me sonríe. La pierdo de vista, ahí intervino quizás mi ángel bueno. Y yo, necio de mí, me empeño en encontrarla, la busco por todas partes, no desisto, la encuentro, la hago mía, y luego: ¿Qué ha pasado conmigo? ¿Qué hago ahora? Es evidente que el amor que sentía por la hija de Boccetta… ¿puede soportarse semejante desgracia? El mismísimo demonio se apiadaría de mí si supiese lo que me ha sucedido.

Se llevó la mano a la frente y sintió que estaba empapada de sudor. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Estoy enfermo -gimió-. No puedo más, estoy tiritando, qué busco en las calles, debería estar en casa, en mi cuarto. Una jarra de vino caliente con un poco de pimienta, eso me haría bien. Tengo una fiebre que me consume y confunde mis pensamientos. Quizás, todo esto no es más que un delirio, no es real, sólo estoy soñando y ella no es la hija… No, ay de mí, no estoy soñando, estoy despierto, sé que ha ocurrido y ando por las calles… debería estar en casa.

Ya era de madrugada cuando llegó a su albergue y subió a su aposento. Se arrojó sobre la cama y permaneció tendido, acosado por pensamientos atormentadores, hasta que un sueño intranquilo se apiadó de él.