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Boccetta sonrió torciendo la boca con gesto burlón.

– Que venga -dijo tranquilo-. Le dispensaré un buen recibimiento. Algunos que van por lana vuelven trasquilados.

– Ya sé -le reprochó Mancino- que sois ducho en malas lides y que sabéis retener con cien manos el dinero que llega hasta vos, aunque no sea vuestro…

– Me halagáis -le interrumpió Boccetta-, hacéis demasiados elogios de las modestas capacidades que me ha concedido Dios.

– Pero ese alemán -prosiguió Mancino- conoce los procedimientos de esta ciudad, buscará a su hombre y cuando encuentre uno que esté dispuesto a deciros el bene-dícite con el cuchillo o el hacha de mano…

– ¡Que venga con su benedícite! -declaró Boccetta-. Ya le daré yo el dominus de respuesta.

– ¿Pero no está ese alemán en su derecho? -exclamó Mancino-. ¿No le debéis realmente el dinero que exige de vos?

Boccetta se frotó la barbilla hirsuta y en su rostro apareció una expresión de asombro, como si esa objeción fuese lo último que esperase oír.

– ¿En su derecho? ¿Qué queréis decir? -respondió-. Él podrá estar en su derecho ¿Y eso qué importa, si a mí no me da la gana de interpretar el papel del benefactor y despilfarrar mi dinero con un necio!

Mancino miró en silencio el rostro que asomaba detrás del ventanuco.

– Vos que sois de la nobleza -dijo entonces-, vos que venís de una casa tan importante y gloriosa que ha dado más de una vez a la ciudad de Florencia el gonfaloniere, el portaestandarte de la justicia, decidme, ¿por qué lleváis esta vida sin vergüenza ni honor?

Por primera vez apareció en los rasgos de Boccetta un atisbo de contrariedad e impaciencia.

– ¿Sin honor? -contestó-. ¡Qué sabéis vos del honor! Os voy a decir una cosa, y recordadla bien: quien conserva el dinero, tiene el honor. Y ahora, si todavía tenéis algo que decirme, decidlo, si no, dejadme en paz con ese estúpido alemán.

– Está bien -dijo Mancino-. Me voy. Os he avisado y, por mi alma, que no lo he hecho porque os tenga afecto. Y si ahora os lleváis una cuchillada que os cruce la cara de lado a lado… allá vos.

Y dando media vuelta salió del jardín.

– ¡Que venga, si se atreve! -le gritó Boccetta-. Que aparezca por aquí. Decidle que de su dinero no recibirá ni un chavo, ni un chavo, decídselo y luego contadme lo que ha vociferado en su furia.

Luego soltó una carcajada que sonaba como un ladrido ronco y su rostro desapareció del ventanuco.

Joachim Behaim, que estaba escondido detrás de los arbustos, junto al muro del jardín, mantenía la mirada fija en la puerta de la casa, temiendo la aparición de Niccola como una fatalidad. Joachim Behaim había oído las palabras de Boccetta y en seguida había comprendido que hablaban de él, que era él quien no habría de ver ni un solo chavo de su dinero. Una ira sofocante le invadió y se apoderó de sus pensamientos, las venas de su frente se hincharon y sus manos se pusieron a temblar.

Me alegro de haberlo oído, se dijo. Oh Dios, ¿Será posible que exista semejante canalla? ¡Ni un chavo de mi dinero! No veo otra solución que machacarle con mis puños, aunque tenga que estar aquí horas, días enteros esperando delante de su puerta… no me importa, no será tiempo perdido. Tengo que procurar por todos los medios que caiga en mis manos, y entonces le daré tal paliza que se acordará de mí en la hora de su muerte. ¿Pero abandona alguna vez su casa? ¿Se atreve a salir a la calle, a mezclarse entre la gente? Quizás se ha provisto de víveres para varias semanas. ¿Tendré que verle siempre detrás de esa reja? ¡Oh, maldito seas, cobarde, aquí y en el más allá! Quisiera oírte gritar en el infierno por una gota de agua para tu sedienta lengua. ¿Pero aquí en este mundo, permitiré que siga dándose la gran vida, que disfrute de mis ducados y los haga saltar y tintinear en sus manos? ¡Si saliese en este instante por la puerta, si se cruzase casualmente con mis puños, oh, qué placer sólo pensar que eso pudiese suceder! ¡Sal, de ahí, granuja! ¡Qué la peste caiga sobre ti! ¿La peste? ¿Por qué la peste? ¿No sería un castigo demasiado suave para él? ¿No merece una muerte más cruel?

Behaim respiró profundamente y se quitó las gotas de sudor de la frente.

¡Qué necio soy por dejarme arrastrar a semejante cólera!, se dijo a sí mismo. ¿No es eso precisamente lo que busca ese chacal sarnoso? ¿No oí yo mismo cómo lo deseaba riéndose como un chacal? ¿De qué me sirve maldecir? ¿Para qué vale? Puedo jurar y maldecir por cien ducados y desear que coja la peste, ¿pero recuperaré por ello un solo céntimo? Y Aunque caiga en mis manos y le golpee hasta que se me cansen los brazos… mi dinero lo seguirá teniendo él. Y al final, me meteré en un lío por culpa de ese miserable si me paso de la raya y se me queda entre las manos. ¿Pero, para qué estoy aquí, Dios mío! ¿He venido para escuchar sus discursos desvergonzados e impíos? ¿Para eso he venido? ¡No! He venido para ver si ella… si Niccola… oh Dios, salía de esa casa, por esa puerta… oh Dios, tú que eres justo y bueno, ayúdame, ¿permitirás que Niccola…?

Behaim se interrumpió y dejó de implorar al Dios justo. De pronto se le había ocurrido una idea magnífica que lo cambiaba todo. Veía ante sí un camino que parecía conducirle hasta sus derechos y los diecisiete ducados.

Tiene que funcionar, se dijo a sí mismo. No debería ser demasiado difícil, y Boccetta sería entonces el burlado y el que lloraría la pérdida de los diecisiete ducados. Debería ser realizable, pienso yo. Cierto que ese amor se acabaría. Tendría que dejar de pensar en ella, tendría que borrar su imagen de mi mente. ¿Pero lo conseguiré? Ay de mí, estoy demasiado enamorado, es humillante, es una vergüenza que todavía sienta afecto por ella, por la hija de Boccetta. ¿Pero y si no es su hija? Aún no sé si saldrá de esa casa. Y si la espero en vano, todo será distinto. Y mis diecisiete ducados, ¿dónde los buscaré entonces? Pero si aparece, si aparece Niccola por esa puerta, entonces lo conseguiré, aunque tenga que convertir mi corazón en una piedra. ¿Pero seré capaz? ¿Acaso no la amo todavía? ¿Y no fue mi amor desde el principio más grande, más ardiente que el que ella mostraba? ¿No ha adquirido sobre mí un poder mucho mayor que el que yo he tenido jamás sobre ella? ¿Dónde ha quedado mi orgullo? ¿Qué dice mi honor?

Consternado se percató de que si su plan llegaba a ejecutarse, si lograba llevarlo a buen fin, sería verdad lo que se le había aparecido como una visión espantosa esa noche que vagaba sin rumbo por las calles de Milán, esc que, hasta ese momento sólo había podido imaginar con tanta pena y tanto dolor: que ella era la hija de Boccetta. «¡Ay, y si no lo fuese! -volvió a pensar por última vez-. ¡Sí! ¡Tiene que serlo!», replicó una voz dentro de él, pues para que prosperase su plan tenía que desear lo que antes le había llenado de desesperación y terror. «Tiene que serlo -decidió-. Ella lo es. Sé que es la hija de Boccetta», trató de inculcar en su corazón.

Seguía con la mirada clavada en la puerta, las manos apretadas contra las sienes, y esperaba. No sabía si era temor o esperanza lo que le movía. Se reprendía y censuraba, se mofaba de su amor, luchaba contra él, se peleaba consigo mismo y estaba lleno de ira porque le parecía que su sentimiento no se había extinguido todavía.

Entonces se abrió la puerta y vio a Niccola, supo que era ella antes de haberla visto. Andaba con su paso flotante y orgulloso por el que se la reconocía de lejos, se deslizó a través del huerto y dobló hacia la carretera; luego continuó su camino como una soñadora.

Joachim Behaim echó a andar tras ella y su amor murió, asesinado por su voluntad, traicionado por su orgullo, se interponía en su camino y no debía vivir.

Siguió a Niccola procurando no perderla de vista y, mientras caminaba, preparó el plan que quería llevar a efecto ese mismo día. Detrás de la Porta Vercelli, la vio titubear un instante para luego tomar el camino que conducía a la iglesia de San Eusorgio. Recordó que ella tenía la costumbre de arrodillarse todos los días en esa iglesia delante de un Cristo que ocupaba una hornacina del transepto, para confiarle con palabras susurradas apresuradamente lo que esperaba de él. Y a veces, cuando llegaba con un poco de retraso a su buhardilla, se disculpaba diciendo que había estado con el Cristo de San Eusorgio y que le había tenido que contar más cosas que de costumbre.