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– No cabe duda de que está ocupado con pensamientos profundos -dijo el griego Lascaris-. Quizás medita sobre la manera de pesar en quilates el espíritu de Dios que contiene el universo.

– O se pregunta si en algún lugar del mundo existe un ser como él -opinó en tono burlón el consejero de Estado Tiraboschi.

– Todo el mundo sabe que no le amáis -dijo el poeta Bellincioli-. Os parece un hombre extraño. Pero quien le conoce, por poco que sea, no puede evitar quererle.

El consejero de Estado Tiraboschi esbozó con sus labios finos una sonrisa de superioridad y la conversación derivó hacia otros temas.

Messere Leonardo no había tenido ojos ni oídos para los cortesanos, pues mientras atravesaba la galería, sus pensamientos se hallaban realmente en el cielo, ocupados con esas aves que sin mover las alas, logran mantenerse en las alturas planeando a favor del viento, y ese misterio le llenaba de asombro y veneración desde hacía tiempo. Pero entonces la dama Lucrezia le sacó de su ensimismamiento dándole una palmadita en el hombro.

– Messere Leonardo, no podía desear nada mejor que encontrarme con vos -le dijo la amante del duque-, y si tenéis la bondad de escucharme…

– Señora, estoy a vuestra entera disposición -dijo Leonardo liberando del juego de sus pensamientos a las garzas que planeaban en las nubes.

– Me dicen -comenzó la bella Lucrezia Crivelli-, de todas partes me llega el rumor, que os interesáis por la arquitectura, la anatomía e incluso por el arte de la guerra, en lugar de centraros, como es el deseo de su excelencia en…

Leonardo no le dejó terminar.

– Es cierto -le aseguró-, con todo lo que habéis nombrado podría satisfacer a su alteza mejor que nadie. Y si el duque me hiciese la merced de recibirme, le revelaría algunos de los secretos que se refieren a la construcción de máquinas de guerra. Podría mostrarle dibujos de mis vehículos inexpugnables, que al penetrar en las filas enemigas siembran la muerte y la destrucción, y ni siquiera el mayor número de hombres armados podrá resistirles.

– ¡Os ruego que no me habléis de esos vehículos! -exclamó la dama Lucrezia-. ¿Es la idea del tumulto y del derramamiento de sangre lo que os aparta ya desde hace tanto tiempo del pacífico arte de pintar?

– Debo también -prosiguió Leonardo, apasionándose-, recordar a su alteza que el Adda necesita ser dotado de un nuevo cauce para que pueda transportar barcos, activar molinos, almazaras y otros ingenios, e irrigar campos, prados y jardines. He calculado en qué lugares deben construirse estanques y diques, esclusas y presas para regular el caudal de agua. Y esa obra mejorará el campo y reportará a su alteza unas rentas anuales de sesenta mil ducados-¿Arqueáis las cejas, noble dama, sacudís la cabeza? ¿Os parece exagerada la suma que he nombrado? ¿Pensáis que he cometido un error en mis cálculos?

– Habláis, messere Leonardo, de muchas cosas -dijo Lucrezia-. Pero evitáis tratar del asunto que le importa a su excelencia tanto como a mí. Me refiero al cuadro cuya realización os ha sido encomendada. Hablo de nuestro salvador y sus apóstoles. Me dicen que miráis vuestro pincel con recelo y que sólo lo cogéis con fastidio y desgana. Y de esto y no de almazaras ni de vehículos de guerra quisiera que hablaseis.

Messere Leonardo vio que no había conseguido eludir las preguntas que le resultaban enojosas sobre esa Cena. Sin embargo, no perdió el talante sosegado que le caracterizaba.

– Dejad que os diga, noble dama -explicó-, que todo mi ser está centrado en ese trabajo; y lo que la gente, con su escaso conocimiento de estos asuntos, os ha contado está tan alejado de la verdad como la oscuridad de la luz;. Y he rogado al venerable padre, le he rogado como se suplica a Cristo, que tenga paciencia y deje por fin de acusarme, atormentarme y apremiarme todos los días.

– Yo pensaba que os complacería llevar a término una obra tan piadosa. ¿O acaso os sentís tan debilitado y agotado por el trabajo que habéis dedicado a ese cuadro que…

– ¡Noble dama! -la interrumpió Leonardo-. Habéis de saber que una obra que me atrae, conmueve y acapara tan poderosamente no puede cansarme. Pues así me ha hecho la naturaleza.

– ¿Y por qué -preguntó la amante del duque- no procedéis con ese hombre viejo como procede un buen hijo con su padre? Pues obedeciéndole a él también obedecéis a su excelencia.

– Esa obra -dijo Leonardo- espera su hora. Será realizada en honor de Dios y para gloria de esta ciudad y nadie conseguirá que yo permita que se convierta en mi deshonor.

– ¿De modo que es cierto lo que dicen muchos -se asombró Lucrezia-, que tenéis miedo a cometer errores y a escuchar censuras? ¿Y que vos, a quien llaman el primer maestro de estos tiempos, os obsesionáis en querer ver defectos en vuestro trabajo donde otros ven maravillas?

– Lo que me reprocháis, noble dama -repuso Leonardo-, ignoro si por cortesía o bondad, no es exacto. Sin embargo, me gustaría ser al menos en parte, ese en quien me convertís. La verdad es que estoy unido a esta obra como el amante a la amada. Y como sabéis, a menudo la amada rechaza malhumorada y arisca a quien solicita su amor con pasión.

– Ésas son ocurrencias que no vienen al caso -dijo la amante del duque que atribuía a sí misma todo lo que tenía que ver con los asuntos del amor-. Messere Leonardo, vos sabéis cuánto os aprecio. Pero podría ocurrir que el insistente afán con que eludís la ejecución de esa obra despierte en su excelencia enojo y pesadumbre y entonces no gozaríais por mucho tiempo del favor y la gracia de su excelencia…

Cuando messere Leonardo escuchó esas palabras, le llevaron consigo sus pensamientos errantes y se vio en un país extranjero, muy remoto, sin amigos ni compañeros, sin hogar, solo y en la mayor indigencia dedicado a las artes y las ciencias.

– Quizás -dijo- estoy destinado a vivir en adelante en la pobreza. Sin embargo, debo agradecer a la diversidad de la bondadosa naturaleza que a dondequiera que yo vaya encuentre cosas nuevas que estudiar y eso, noble dama, es la tarea que me ha asignado el movedor de todo lo que reposa. Y si tuviera que pasar mi vida en otro país y entre personas de lengua extranjera, no dejaría de pensar en la gloria y el provecho de este ducado, que Dios guarde bajo su protección.

Y se inclinó sobre la mano de Lucrezia como si ya hubiese llegado el momento de despedirse para siempre.

En ese instante el criado Giamino se dirigió hacia ella con una profunda reverencia y le anunció que el duque deseaba verla, pues el presidente de la cancillería secreta había terminado su informe. Messere Leonardo se volvió para irse, pero Giamino le retuvo con un gesto tímido.

– Perdonadme, señor,… también tengo para vos una noticia y no me resulta fácil dárosla pues no es de las que se desean oír. Pero supongo que no querréis que, por no afligiros, se os oculte algo que puede ser de importancia.

– Así que tienes que comunicarme -opinó Leonardo- que me he atraído el descontento del duque y que emplea palabras violentas y amargas para censurarme.

El muchacho sacudió enérgicamente la cabeza.

– No, señor -dijo-, el señor duque no ha hablado nunca de semejante manera de vos, creedme, sólo pronuncia vuestro nombre con el máximo respeto. Y lo que tengo que comunicaros no os afecta a vos, sino a uno de vuestros amigos. Messere di Lancia le llama Mancino y dice que se le ha visto a menudo en vuestra compañía, yo ignoro su nombre cristiano.

– Nadie lo conoce -dijo Leonardo-. ¿Y qué ocurre con ese Mancino?

– Esta mañana -contó Giamino-, le han encontrado mortalmente herido, en el jardín de la casa del Pozo, tendido en un charco de sangre; dice messere Di Lancia, que al parecer le habían partido la frente de un hachazo. Y habéis de saber, señor, que se trata precisamente de la casa de aquel Boccetta al que vos conocéis, y el señor duque ha ordenado su detención y que se abra una investigación y quizás esta vez se le…