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– ¡Ve, ve a hablar con él! -dijo Behaim cuando la vio desaparecer en la penumbra de la nave-. Dios no permitirá que él te escuche. Dios está de mi lado, él me indicó este camino cuando le invoqué, él me hará justicia.

Y sin perder tiempo regresó a su albergue para esperar a Niccola.

Cuando ella entró en la buhardilla, le encontró ocupado en llenar su bolsa de viaje y tan absorbido por esa actividad que no pareció darse cuenta de su llegada. Sus trajes y su ropa interior, sus cinturones, zapatos, camisas y pañuelos de colores estaban en parte ordenados y apilados, en parte esparcidos desordenadamente sobre la mesa, las sillas y la cama.

Ella se asustó, pues en un primer momento no supo si eso significaba algo bueno o algo malo, un principio o un fin, una despedida definitiva o el inicio de una convivencia duradera.

– ¿Te marchas? -preguntó angustiada-. ¿Te vas de Milán?

– Me prometiste -respondió él sin levantar la mirada- que me seguirías a dondequiera que yo fuese. Nuestro camino conduce a Lecco y atraviesa el Adda. Desde allí no hay más de una hora hasta Venecia, si disponemos de buenas monturas.

– A Venecia -dijo ella con un hilo de voz, pues como nunca había ido más allá de los pueblos de alrededor, ese viaje le pareció una aventura enorme y temeraria-. ¿Habías dudado que fuese a ir contigo? -preguntó apretándose contra él-. ¿No he puesto todo en tus manos, mi vida y mi alma? Sólo quiero que me digas el día y la hora de la partida para que esté lista. ¿Ha de ser hoy mismo? Y en Venecia, ¿es cierto que durante el día no entiende uno sus propias palabras por el estrépito que arman los moledores de pimienta en las bóvedas? Y dime, ¿habrá en tu saco de viaje sitio para las cosas que quiero llevar conmigo? Pues, has de saber amado mío, que no soy completamente pobre. Poseo seis platos de estaño, dos grandes y cuatro pequeños, además una ensaladera y dos candelabros, los tres de plata y con el escudo de los Lucardesi. Y también tengo una jarra de agua de cobre, pero es pesada y poco manejable, y quizás no merece la pena llevarla en este viaje a Venecia.

– Esos objetos no me servirán de mucho -dijo Behaim y alzó la cabeza mostrando a la muchacha un semblante sombrío-. Me preguntas por el día y la hora y no te los puedo decir. Mis negocios me reclaman en Venecia, pero han surgido dificultades, las cosas no se ha desarrollado como yo esperaba, en una palabra, estoy preocupado.

Y con gesto de desánimo, alzó los brazos y los volvió a dejar caer.

Niccola le miró desconcertada e inquieta.

– Si tienes preocupaciones, amado mío, déjame que las comparta contigo -le pidió-. No sé si podré serte útil. Pero sé que no hay nada en el mundo que no haría por ti.

Él soltó una risa corta.

– ¡Ah, tú! -dijo-. ¿Cómo podrías ayudarme! Pero puesto que te urge saber lo que me preocupa, no te ocultaré que mis asuntos no van demasiado bien. He dejado de percibir un dinero, una suma considerable que necesito urgentemente; sí, Dios sabe que nunca he tenido tanta necesidad de dinero como ahora y no sé cómo conseguirlo. Puedes imaginar que un viaje como éste…

– Amado mío, créeme, yo no necesito mucho -exclamó Niccola asustada-. Con un poco de pan y un huevo o quizás algunas frutas…

Encogiéndose de hombros Behaim interrumpió su objeción.

– No se trata de lo que vamos a comer -le explicó-. Un viaje como éste supone otros gastos muy considerables. Y cuando haya pagado lo que debo en esta casa, no sé si llegaremos hasta Lecco con lo que me quede y si podré pagar allí nuestra posada.

Y como si le disgustase haberle dicho todo eso, añadió:

– Ahora conoces la situación. ¿Pero me sirve de algo?

Niccola suspiró, miró ante sí y reflexionó.

– ¿Es mucho lo que has dejado de percibir? -preguntó angustiada-. ¿Es una suma importante?

– Cuarenta ducados, sí, es fácil decirlo -respondió Behaim-. Suena insignificante. Pero es increíble la cantidad de dinero que supone cuando hay que conseguirla y no se sabe cómo.

Y se pasó la mano por la frente como uno que se siente agobiado por las preocupaciones.

– Cuarenta ducados -dijo Niccola y durante un rato permaneció callada. Pensó en el dinero de su padre, ese dinero que él quería más que a las niñas de sus ojos y que trataba por todos los medios de mantener oculto, pero ella no ignoraba en qué rincones y agujeros, detrás de qué sillares de la pared y debajo de qué losas del suelo estaba escondido. Leyó preocupación y pesadumbre en el rostro de su amado, pero no le resultó fácil tomar su decisión.

– Cuarenta ducados -repitió-. Cuarenta ducados. Quizás… sería posible, querido, podría ser que yo supiese procurártelos.

– ¿Tú? -exclamó Behaim y en su voz sonó una excitación alegre-. ¿Hablas en serio? ¿De verdad? ¿Podrías… ¡Por mi alma, en ese caso me libraría de todas las preocupaciones! Pero no puede ser cierto. No puedo creerlo. No hablas en serio.

Ella seguía con sus pensamientos en la casa de su padre.

No cometo ninguna injusticia, se dijo. Debo tomar lo que me corresponde, que Dios me juzgue. Me voy de casa, pero de una dote, por modesta que sea, no querrá ni oír hablar. Ni siquiera me dará provisiones para el viaje. ¡Cuarenta ducados! Es evidente que no tardará en darse cuenta. Recuerda cada trozo de leña que hay en la casa.

Pero ese pensamiento no le asustó. Se veía ya viajando a Venecia.

– Hablo en serio -dijo-. ¿No me crees? ¡Tú no te imaginas lo que sería capaz de hacer por ti!

– Si hablas en serio, si es cierto que puedes conseguir el dinero, ¡no pierdas el tiempo! -le dijo Behaim-. ¡No me hagas esperar! ¡Date prisa!

12

Ludovico Moro, duque de Milán, yacía en su lecho de enfermo en aquella pieza del castillo ducal llamada sala de los Pastores y del Fauno por las escenas representadas en dos tapices flamencos que adornaban sus paredes. Unos pinchazos que sentía en la región del diafragma le inquietaban y una hinchazón de las rodillas le causaba intensos dolores, pero los esfuerzos del médico que había sido llamado apresuradamente y que gozaba de su confianza, sólo le habían procurado hasta ese momento un escaso alivio. Al pie de su lecho se encontraba, sosteniendo en las manos un volumen abierto del Purgatorio, el chambelán ducal Antonio Benincasa a quien se había concedido ese día el honor de recitar al sufriente duque los versos de Dante; acababa de declamar con armoniosa voz el canto undécimo donde el pintor Oderisi lamenta la transitoriedad de la gloria terrenal. En un nicho de la sala estaba sentado, sumido en el estudio de sus papeles, el presidente de la cancillería secreta, Tommaso di Lancia, que había venido para informar al duque acerca de todo lo que había acontecido durante los últimos días en la ciudad de Milán. A su servicio tenía a varias docenas de personas de los más diversos estratos que debían averiguar y referirle a diario lo bueno o malo que se decía en la ciudad, lo que se planeaba o comenzaba, quién había llegado a la ciudad o la había abandonado y cualquier otro hecho notable. Pues era preciso atajar los afanes de la corte francesa que ponía todo su empeño en mermar la fama, el poder y las posesiones del duque y que no parecía escatimar dinero ni promesas de todo género para conseguir sus propósitos. Y se sabía de muchos que poseían rango y prestigio que no dudarían en derribar, en el momento preciso, las puertas de la ciudad para erigir en su lugar arcos de triunfo con los que honrar y glorificar al rey de Francia en su entrada en Milán.

Maese Zabatto, el médico, se encontraba junto a su trípode de cobre calentando sobre unas brasas la mixtura que pensaba administrar al duque. El criado Giamino, un muchacho, estaba preparado para servir el vino al enfermo cuando lo pidiese, para alisar sus almohadas, para traerle compresas frescas y cumplir todas las demás órdenes suyas y del médico.