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– ¿Y dónde -preguntó Leonardo- se encuentra Mancino?

– Perdonad que no os lo haya dicho antes -se disculpó Giamino-. Le han trasladado al hospital de las hiladoras de seda y allí, dice messere Di Lancia, espera al sacerdote y el santo viático.

En la tercera planta, arriba, bajo las vigas del tejado del hospital, en una habitación donde no había camas sino simples lechos de paja sobre los que se habían extendido sábanas bastas y gastadas, encontró messere Leonardo a Mancino. Yacía éste con los ojos cerrados, sus mejillas arrugadas estaban enrojecidas por la fiebre, sus manos, en un movimiento incesante e inquieto, había arrojado al suelo la manta, su cabeza y su frente estaban cubiertas de vendajes. Dos de sus amigos, el pintor D'Oggiono y el organista Martegli, se hallaban de pie junto a su lecho y el organista, que mantenía la cabeza agachada para no chocarse contra las vigas del techo, sostenía una jarra de vino entre las manos.

– No duerme, acaba de pedir que le demos de beber -dijo D'Oggiono-. Pero sólo le podemos dar vino mezclado con agua a partes iguales y eso no le gusta demasiado.

– No se encuentra nada bien -susurró el organista al oído de Leonardo inclinándose aún más-. El sacerdote estuvo aquí, oyó su confesión y le dio la santa comunión. Según el cirujano, se podría haber salvado si la ayuda hubiese llegado a tiempo. Las gentes que le hallaron, imploraron a todos los santos y trajeron objetos sagrados de la iglesia, pero a nadie se le ocurrió llamar a un cirujano. Aquí en el hospital, le limpiaron por fin la herida y le cortaron la hemorragia. Al parecer tuvo un encontronazo con Boccetta pues le encontraron a poca distancia de la casa de ese sujeto.

– ¡Tengo sed! -dijo Mancino en voz baja y abriendo los ojos bebió un trago de la jarra que le llevó a los labios el organista. Entonces descubrió a Leonardo, alzó la mano Para saludarle y una sonrisa iluminó su semblante.

– ¡Leonardo mío, sé bienvenido! -dijo-. Grande es la alegría que me das y grande es el honor que me dispensas, Pero sería mejor que dirigieses tu espíritu a asuntos que tienen mayor importancia que mi estado actual. Justo cuando había concluido mi visita y me disponía a saltar por la ventana, ese Boccetta que es aún más necio que canalla, ha probado su hacha en mi persona y en su insensatez me ha rajado la frente. No tiene importancia, nadie se muere de eso, pero consideré oportuno ponerme durante unas horas en manos de un cirujano.

De nuevo pidió que le diesen de beber, tomó un trago y torció la boca. Luego señaló a un hombre que yacía en la paja cerca de él.

– Ése está muy grave. Su muía le tiró al suelo y le dio tantas coces que nadie puede ponerle ya de pie según dice el cirujano. Yo en cambio tuve más suerte.

La fiebre le atacó y sus pensamientos se volvieron confusos.

– No, no tenéis que pelearos por mi alma, vosotros tres, allí arriba, Dios padre, hijo y Espíritu Santo, dejadla donde está, y tú Santísima Trinidad espera también con paciencia, sabes que no me escaparé, siempre he sido un buen cristiano, yo no era de los que van a la iglesia a robar velas. Y tú, patrón del Cordero, que el verdugo te cuelgue por no haberme servido otro vino que el que has bautizado tres veces en tu bodega y has estropeado para todo buen cristiano.

Durante un rato permaneció con los ojos cerrados, callado y respirando violentamente. Después, cuando su respiración se calmó, abrió los ojos. La fiebre le había abandonado y por sus palabras se veía que era consciente de su situación.

Je m'en vais en pays lointain, dijo y tendió las manos hacia sus amigos para despedirse. Os pido que lloréis mis días perdidos, han pasado tan veloces como la lanzadera del tejedor. Si me hubiese sido concedido hallar la muerte luchando contra los turcos o los paganos por el triunfo de la fe cristiana, Dios me habría perdonado con gusto mi vida pecaminosa, y todos los santos y los ángeles del paraíso habrían venido danzando a mi encuentro y habrían dado la bienvenida a mi alma con salmos y sones de viola. Pero así comparezco ante el tribunal de Dios como el que soy y fui «i toda mi vida, un borracho, jugador, buscavidas, pendenciero, putero…

– El guía de nuestros destinos sabe que no eres nada de todo eso sino un poeta -dijo Leonardo rodeando la mano de Mancino con la suya-. ¿Pero dime, qué es lo que te llevó a enzarzarte con ese Boccetta?

– Nada sucede sin causa. Conócela y comprenderás lo sucedido… ¿no son ésas tus palabras, Leonardo mío? Yo te las he oído pronunciar a menudo -respondió Mancino-. ¿No está el mundo lleno de amargura y deslealtad? Resulta que vino una mujer suplicando y llorando y no sabía qué hacer en su desesperación, y si alguien pudiese morir de vergüenza y dolor, ella me habría precedido. Así que cogí el dinero de sus manos y, entrando por la ventana, fui a devolvérselo a Boccetta pero lo hice como un torpe y con tanto alboroto que debió de despertar y creer que había venido a robar. Y si andas detrás de la cabeza de Judas, Leonardo mío, conozco a uno que es como tú le ves. ¡No busques más! Creo que he encontrado al Judas. Sólo que éste no ha metido treinta monedas de plata en su bolsa, sino diecisiete ducados.

Cerró los ojos y respiró dificultosamente.

– Si le he comprendido bien -dijo el pintor D'Oggiono-, está hablando de ese alemán que reclamaba diecisiete ducados de Boccetta. Se apostó conmigo un ducado a que obtendría su dinero de Boccetta, por las malas o por las buenas, pues él no era de los que se dejaban estafar diecisiete ducados. Y hoy me hizo saber que había ganado su apuesta de la manera más honrosa, que tenía en el bolsillo los diecisiete ducados de Boccetta y que mañana, a primera hora, pasaría por mi casa a recoger el que yo había perdido. Así que debo recorrer hoy mismo tres o cuatro casas donde me deben dinero e intentar reunir un ducado, pues no tengo más que dos carlini en mi bolsa.

– Me gustaría ver a ese alemán a quien Mancino llama un Judas -dijo Leonardo-. Y que nos cuente cómo se las ha arreglado para obtener su dinero de Boccetta.

– ¡Tengo sed! -gimió Mancino.

– Podéis preguntárselo al propio Boccetta -dijo el organista que, acercando la jarra de vino a los labios de Mancino, señaló la puerta con su otra mano.

– ¡Por la cruz de Cristo! ¡Es él! -exclamó D'Oggiono.

En la habitación habían entrado dos alguaciles que llevaban preso a Boccetta, éste se hallaba entre ellos con su miserable abrigo y sus zapatos desgastados; tenía las manos atadas a la espalda, pero mostraba una actitud altanera como si fuese un gran señor que se deja acompañar y servir en sus salidas por dos de sus hombres.

– Ya estáis aquí, señor, hemos satisfecho vuestro deseo -dijo uno de los alguaciles-. Pero ahora daos prisa en soltar vuestro discursito, sed breve y no nos hagáis perder el tiempo.

Boccetta reconoció a messere Leonardo y le saludó como saluda un gentilhombre a otro. Luego vio a Mancino y, seguido de cerca por los alguaciles, se acercó a su lecho de paja.

– ¿Me reconocéis? -le preguntó-. He venido por la gloria de vuestra alma, no me ha importado el camino ni el esfuerzo, por caridad cristiana, por devolveros al camino de la rectitud. Habéis de saber que cuando huíais esparcisteis los ducados robados por el suelo como si fuesen lentejas o judías; tuve que arrastrarme por todos los rincones para recogerlos. Pero me faltan diecisiete ducados, pese a mis búsquedas no pude encontrarlos, han desaparecido, y lo malo es que no me pertenecen a mí sino a un piadoso servidor de la Iglesia, a un honorable sacerdote que los dejó a mi custodia, es por lo tanto un dinero santo y consagrado. Indicadme el lugar donde los habéis enterrado o escondido, os lo pido por la salud de vuestra alma.

– ¡La manta! -pidió Mancino, tiritando de fiebre, a D'Oggiono. Y después, cuando hubieron extendido la manta sobre su cuerpo, respondió a Boccetta-. Buscadlos -dijo-, buscadlos afanosamente. No os dejéis desalentar, gatead de un lado a otro, esforzaos, deslomaos hasta encontrarlos. Pues ya sabéis que quien tiene el dinero, tiene el honor.