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Corrió escaleras arriba para ir al dormitorio principal, donde pasó varios minutos escogiendo prendas de su cuñada. No tardó mucho en llenar una maleta con ropa de abrigo y zapatos. De pronto recordó una cosa. Encendió el televisor del dormitorio y cambió de canales hasta encontrar una emisora de noticias. Ofrecían el resumen de las principales noticias, y aunque lo esperaba, se le cayó el alma a los pies cuando vio aparecer su rostro junto a una imagen de la limusina. La crónica era breve pero terrible, porque la pintaba como a una asesina. Se llevó otra sorpresa en el momento en que la pantalla se dividió en dos y junto a su cara apareció una foto de Jason. Parecía cansado, y ella se dio cuenta de que era la foto de la tarjeta de seguridad de Tritón. Al parecer, los medios encontraban muy atractivo el enfoque de la pareja criminal. Sidney contempló su rostro en la pantalla. Ella también parecía cansada, con el pelo peinado con raya en medio y aplastado contra la cabeza. Llegó a la conclusión de que Jason y ella tenían aspecto de culpables aunque no lo fueran. Pero en aquel momento, la mayoría del país los tomaría por criminales, una versión actualizada de Bonnie y Clyde.

Se levantó con las piernas temblorosas y llevada por un impulso repentino entró en el baño, donde se quitó la ropa y se metió en la ducha. La visión de la limusina le había hecho recordar que todavía llevaba encima restos de aquellos horribles momentos. Había cerrado la puerta con llave y dejado la cortina de la bañera abierta. Se duchó con el revólver al alcance de la mano. El agua caliente le quitó el frío de los huesos. Por casualidad se vio en el pequeño espejo sujeto en la pared de la ducha y se estremeció ante la visión de su rostro macilento. Se sentía cansada y vieja. Agotada física y mentalmente, y el cuerpo sufría las consecuencias. Entonces apretó los dientes y se abofeteó. No podía renunciar. Ella formaba un ejército de uno, pero osado y valiente. Tenía a Amy. Su hija era algo que nunca nadie le podría arrebatar.

Acabó de ducharse, se vistió con prendas abrigadas y fue al trastero para coger una linterna. De pronto se le había ocurrido que la policía visitaría a todos sus familiares y amigos. Llevó la maleta, las armas y las municiones hasta el garaje, donde estaba el Land Rover Discovery azul oscuro de su hermano, uno de los vehículos más resistentes del mercado. Metió la mano debajo del guardabarros izquierdo y sacó un juego de llaves del coche. Su hermano era algo increíble. Desconectó el complejo sistema de alarma; hizo una mueca ante el sonido discordante de la alarma al desactivarse. Dejó la escopeta en la parte trasera y la tapó con una manta. Las pistolas estaban en la bolsa que ocultó debajo del asiento delantero. No había cargado ninguna de las armas, pero lo haría en cuanto llegara a su destino.

Puso el motor en marcha, apretó el botón del mando a distancia para abrir la puerta del garaje y salió marcha atrás. Después de mirar a un lado y otro de la calle para ver si había algún transeúnte o vehículos, maniobró en el jardín para dar la vuelta y salió a la carretera. Aceleró a medida que dejaba atrás el tranquilo vecindario.

En menos de veinte minutos había llegado a la interestatal 95. Había mucho tráfico y tardó un poco más de la cuenta en salir de Connecticut. Atravesó Rhode Island y rodeó Boston a la una de la mañana. El Land Rover estaba equipado con un teléfono móvil; sin embargo, después de los comentarios de Jeff Fisher, no se atrevía a utilizarlo. Además, ¿a quién iba a llamar? Hizo una parada en New Hampshire para tomar un café y poner gasolina. Nevaba con fuerza, pero el Land Rover no tenía problemas; el ruido de los limpiaparabrisas le ayudaba a mantenerse despierta. Así y todo, a las tres de la mañana, daba tantas cabezadas que tuvo que detenerse en un área de servicio. Metió el Land Rover entre dos enormes camiones semirremolque, cerró las puertas, se tendió en el asiento trasero con una pistola en la mano y se quedó dormida.

El sol ya estaba alto cuando abrió los ojos. Desayunó deprisa y al cabo de unas horas ya había dejado atrás Portsmouth, Maine. Dos horas más tarde llegó a la salida que buscaba y abandonó la autopista. Ahora estaba en la nacional 1. En esta época del año el tráfico era muy escaso y tenía la carretera casi para ella sola.

En medio de la nevada vio el cartel que anunciaba: Bell Harbor, población 1.650 habitantes. Durante su infancia, la familia había pasado muchos veranos maravillosos en este pacífico pueblo: magníficas playas abiertas, helados y bocadillos suculentos en los mil y un bares y restaurantes, representaciones de teatro, largos paseos en bicicleta y caminatas por Granite Point, donde se podía contemplar muy de cerca el tremendo poder del océano en las tardes ventosas. Ella y Jason soñaban con poder comprar algún día una casa cerca de la de sus padres. Habían esperado con ansia el momento de pasar los veranos aquí, y contemplar a Amy corriendo por la playa y haciendo agujeros en la arena como había hecho Sidney veinticinco años antes. Eran pensamientos muy agradables. Todavía confiaba en poder convertirlos en realidad. Pero ahora mismo no parecía ni remotamente posible.

Condujo hacia el océano y aminoró la marcha cuando dobló hacia el sur por Beach Street. La casa de sus padres era un edificio grande de dos plantas, construido en madera con ventanas de gablete y balcones a todo lo ancho de la casa por el lado marítimo y el de la calle. Tenía un garaje en la planta baja. El viento se encajonaba entre las casas veraniegas; era tan fuerte que sacudía el Land Rover, que pesaba dos toneladas. Sidney no recordaba haber estado nunca en Maine en esta época del año. El cielo estaba plomizo. Cuando miró la inmensa extensión oscura del Atlántico se dio cuenta de que era la primera vez que veía nevar sobre el océano.

Disminuyó todavía más la velocidad en cuanto avistó la casa de sus padres. Todas las demás viviendas de la calle estaban vacías. En invierno, Bell Harbor era lo más parecido a una ciudad fantasma. Además, la fuerza policial en esta época del año se reducía a un único agente. Si el hombre que había matado a tres personas en una limusina en Washington y la había seguido hasta Nueva York decidía venir a buscarla aquí, sin duda no tendría ningún problema para acabar con el solitario representante de la ley. Cogió la bolsa de municiones y sacó un cargador para la pistola. Entró en el camino particular y se apeó. No había ninguna señal de la presencia de sus padres. Sin duda se habían demorado por culpa del mal tiempo. Metió el Land Rover en el garaje y cerró la puerta. Descargó sus cosas y las subió por las escaleras interiores hasta la casa.

No podía saber que la nevada había cubierto las huellas frescas en el jardín. Tampoco entró en el dormitorio donde estaban apiladas numerosas maletas. Cuando entró en la cocina se perdió la ocasión de ver el coche que pasó lentamente por delante de la casa y siguió su camino.

En las instalaciones de pruebas del FBI el ritmo era febril. Una técnica con bata blanca que daba vueltas en torno a la limusina invitó con un gesto a Sawyer y Jackson a que la siguieran. La puerta trasera del lado izquierdo estaba abierta. Habían trasladado los cadáveres al depósito. Junto al vehículo había un ordenador con una pantalla de veintiuna pulgadas. La joven comenzó a teclear las órdenes mientras hablaba. Ancha de caderas, con una preciosa piel morena y una boca generosa, Liz Martin era una de las mejores y más trabajadoras ratas de laboratorio del FBI.

– Antes de retirar físicamente cualquier rastro, repasamos el interior con el Luma-lite, como tú querías, Lee. Encontramos algunas cosas interesantes. También filmamos en vídeo el interior del vehículo mientras hacíamos el examen y lo metimos en el sistema. Así lo podréis seguir mejor. -Dio unas gafas a cada uno de los agentes y se puso unas ella-. Bienvenidos al espectáculo; las gafas son para que veáis mejor. -Sonrió-. Lo que hacen es filtrar las diferentes longitudes de onda que puedan haber aparecido durante el examen y que podrían oscurecer la filmación.