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– Suena como si hubieran hecho un trato. En ese caso, ¿cómo se explican los asesinatos, Frank? Que fuera su pistola no significa que ella la utilizara -señaló Sawyer con un tono sarcástico.

Hardy no se dio por aludido y prosiguió con su análisis.

– Quizá no llegaron a un acuerdo en los detalles. Quizá las cosas se pusieron feas. Quizá decidieron que lo mejor era conseguir la información que necesitaban y después acabar con ella. Quizás es por eso por lo que acabaron en la limusina. Parker llevaba un arma; todavía está en la cartuchera, sin usar. Tal vez hubo una pelea. Ella sacó el arma, disparó y mató a uno de ellos en defensa propia. Horrorizada, decide no dejar ningún testigo.

Sawyer meneó la cabeza violentamente para rechazar la teoría.

– ¿Tres hombres sanos y fuertes contra una mujer? No tiene ningún sentido que la situación se les fuera de las manos. Incluso en el caso de que ella estuviera en la limusina, no puedo creer que fuera capaz de matar a los tres y marcharse tan tranquila.

– Quizá no se marchó tan tranquila, Lee. Tal vez resultó herida.

Sawyer miró el suelo de cemento junto a la limusina. Había unas cuantas manchas de sangre, pero no se veía ninguna más allá. El escenario que pintaba Hardy, aunque poco concreto, podía ser creíble.

– Así que mata a tres hombres y se va sin la cinta. ¿Por qué?

– La encontraron debajo de Brophy. El tipo era fornido, casi cien kilos de peso muerto. Necesitaron a dos policías bien corpulentos para mover el cadáver cuando lo identificaron. Entonces descubrieron la cinta. La respuesta más sencilla es que ella no pudo conseguirla físicamente. O quizá no sabía que estaba allí. Por lo que parece, se le cayó del bolsillo cuando se desplomó. Entonces ella tuvo miedo y escapó. Lanzó la pistola en una alcantarilla y siguió corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Cuántas veces tú y yo hemos visto casos parecidos?

– Tiene sentido, Lee -opinó Jackson.

Sin embargo, Sawyer se mostró poco convencido. Se acercó a Royce, que estaba firmando unos papeles.

– ¿Le importa si llamo a un equipo de los míos para hacer unas pruebas?

– Usted mismo. Casi nunca rechazo la ayuda del FBI. Ustedes son los tipos que tienen el dinero del gobierno. ¿Nosotros? Tenemos suerte si nos ponen gasolina en los coches.

– Me gustaría que hicieran algunas pruebas en el interior de la limusina. Mi equipo puede estar aquí en veinte minutos. Quiero que examinen los cadáveres en la posición que están. Después pediré que hagan una investigación más a fondo en el laboratorio, sin los cuerpos desde luego.

Royce consideró la propuesta durante unos instantes.

– Me ocuparé del papeleo -dijo mientras miraba a Sawyer con un poco de recelo-. Verá, siempre agradezco la colaboración del FBI, pero ésta es nuestra jurisdicción. Me molestaría que los méritos se los llevara otro cuando resuelva este caso. ¿Oye lo que le digo?

– Con toda claridad, detective Royce. Es su caso. Cualquier cosa que descubramos estará a su disposición para resolver el asesinato. Espero de todo corazón que consiga un ascenso y un aumento de sueldo.

– Usted y mi esposa.

– ¿Puedo pedirle un favor?

– Inténtelo.

– ¿Le importa que uno de sus técnicos tome muestras de residuos de pólvora de cada uno de los tres muertos? Nos queda poco tiempo. Haré que mi gente analice las muestras.

– ¿Cree que alguno de ellos pudo disparar el arma?

– No lo sé. Pero así saldremos de dudas.

Royce se encogió de hombros y llamó a uno de los técnicos. Después de explicarle lo que querían, miraron cómo la mujer cargaba con una pesada maleta. La abrió y comenzó los preparativos para realizar la prueba de residuos de pólvora. Disponían de poco tiempo: en una situación ideal las muestras había que recogerlas dentro de las seis horas posteriores al disparo, y Sawyer tenía miedo de no cumplir el plazo.

La técnica mojó varios bastoncillos con algodón en la punta en una solución de ácido nítrico diluido. Pasó un bastoncillo por la palma y el dorso de las manos de cada uno de los cadáveres. Si alguno de ellos había disparado un arma, las muestras revelarían la presencia de depósitos de bario y antimonio, dos componentes básicos en la fabricación de casi todo tipo de municiones. No era algo concluyente. El hecho de conseguir un resultado positivo no significaba que alguno de ellos hubiera disparado el arma homicida, sino en las últimas seis horas. Además, podían sencillamente haber tocado el arma después de haber sido disparado -quizás en el transcurso de una pelea- y ensuciarse las manos con los residuos depositados en el exterior del arma. Pero un resultado positivo sin duda ayudaría a la causa de Sidney. Aunque todas las pruebas señalaban su presencia en la escena del crimen, Sawyer estaba seguro de que ella no había apretado el gatillo.

– ¿Un favor más? -le preguntó Sawyer a Royce, que enarcó las cejas-. ¿Me puede facilitar una copia de la cinta?

– Faltaría más.

Sawyer subió en el ascensor hasta el vestíbulo, caminó hasta su coche y llamó a un equipo forense del FBI. Mientras esperaba que llegaran, un pensamiento machacaba la mente de Sawyer. ¿Dónde demonios estaba Sidney Archer?

Capítulo 50

Sidney, que apenas se maquillaba, dedicó esta vez mucho tiempo a hacerlo con todo detalle. Se había encerrado en uno de los reservados del lavabo de señoras en Penn Station y sostenía en una mano la caja de pinturas. Había llegado a la conclusión de que el asesino no pensaría que había regresado aquí. Se encasquetó un sombrero tejano de cuero y bajó el ala sobre la frente. Después recogió la bolsa donde había guardado las prendas manchadas de sangre -que irían a parar a un contenedor de basuras- y salió del lavabo. Ahora iba vestida con una variedad de prendas que había tardado casi todo el día en comprar: pantalones tejanos muy ceñidos, botas vaqueras puntiagudas de color beige, una camisa de algodón blanca y una cazadora bomber negra. Pintarrajeada como una puta y con aquel atuendo, no se parecía en nada a la abogada de aspecto conservador que había sido hasta hacía poco, y a la que la policía no tardaría en buscar bajo acusación de asesinato. Se aseguró de que el revólver estuviera bien oculto en un bolsillo interior. Las leyes sobre armas en Nueva York eran de las más estrictas del país.

Cogió un tren de cercanías y al cabo de media hora se apeó en Stamford Connecticut, en una de las muchas urbanizaciones que satisfacían el deseo de los trabajadores neoyorquinos de vivir fuera del torbellino metropolitano. Otros veinte minutos de viaje en taxi la dejaron delante de una encantadora casa de ladrillos blancos y persianas negras en una zona residencial de lujo. En el buzón estaba pintado el nombre PATTERSON. Sidney le pagó al taxista, pero en lugar de ir hacia la puerta principal rodeó la casa para dirigirse al garaje. Junto a la puerta de éste había un comedero de madera para pájaros. Sidney miró en derredor antes de meter la mano en el comedero y comenzar a revolver entre los granos hasta que llegó al fondo. Cogió el juego de llaves que había allí, fue hasta la puerta trasera de la casa y entró. Su hermano, Kenny, y su familia estaban en Francia. Era un joven brillante, que dirigía una editorial independiente de mucho prestigio, pero tenía muy mala memoria. En muchísimas ocasiones no había podido entrar en ninguna de las casas que había tenido por haberse olvidado las llaves. Por este motivo, guardaba unas de repuesto en el comedero, algo conocido por el resto de la familia.

La casa era antigua, bien construida y mejor decorada, con grandes habitaciones y muebles cómodos. Sin perder un segundo, Sidney entró en un pequeño estudio y se acercó a un armario de roble que abrió con otra llave. Se tomó un momento para contemplar la impresionante variedad de escopetas, rifles y pistolas guardadas en el mueble. Por fin se decidió por una escopeta de repetición Winchester 1300 Defender del calibre doce. El arma era relativamente ligera -pesaba unos tres kilos- y utilizaba proyectiles Magnum de tres pulgadas capaces de detener cualquier cosa de dos piernas. Metió varias cajas de proyectiles en una bolsa de municiones que sacó de un cajón del armario. Después miró la colección de pistolas. No confiaba mucho en la potencia de un 32. Probó varias pistolas para ver cuál le resultaba más cómoda. Entonces sonrió complacida cuando empuñó a su vieja conocida: la Smith amp; Wesson Slim Nine. Cogió la pistola y una caja de balas del nueve, las metió en la misma bolsa de municiones y cerró el armario. Se hizo con unos prismáticos que había en un estante y salió del estudio.