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El taxi se detuvo delante de un rascacielos. Sidney se apeó de un salto y corrió hacía la entrada, mientras sacaba algo de su bolso. Introdujo la tarjeta de acceso en la ranura y se abrió la puerta. Entró en el edificio y cerró la puerta.

El guardia de seguridad sentado en la recepción la miró con ojos somnolientos. Sidney buscó otra vez en el bolso y sacó su tarjeta de identificación de Tylery Stone. El guardia asintió y volvió a sentarse. Sidney espió por encima del hombro mientras apretaba el botón del ascensor. A estas horas sólo funcionaba uno. El segundo taxi se detuvo frente al edificio. El pasajero salió a toda prisa, corrió hasta las puertas de cristal y comenzó a aporrearlas. Sidney miró al guardia, que se levantó de la silla.

– Creo que ese hombre me seguía -le avisó Sidney-. Quizá se trate de un loco. Vaya con cuidado.

El guardia la observó por un momento antes de asentir. Miró hacia la entrada y caminó hacia las puertas con una mano sobre la cartuchera. Sidney le miró por última vez antes de entrar en el ascensor. El hombre miraba a un lado y a otro de la calle. Sidney exhaló un suspiro de alivio y apretó el botón del piso veintitrés. Medio minuto más tarde se encontraba en el vestíbulo de Tylery Stone. Corrió hacia su despacho. Encendió la luz, sacó la agenda, buscó un número de teléfono y marcó.

Llamaba a Ruth Chils, vecina y amiga de sus padres. La anciana atendió en el acto, y por el tono era obvio que hacía rato que estaba levantada aunque eran las seis de la mañana. Ruth le dio el pésame y luego, en respuesta a las preguntas de la joven, le informó que los Patterson y Amy se había marchado la mañana anterior a eso de las diez. Sabía que iban a Bell Harbor pero nada más.

– Vi que tu padre metía la escopeta en el maletero, Sidney -señaló Ruth con un tono de curiosidad.

– Me pregunto por qué -replicó Sidney. Estaba a punto de despedirse cuando Ruth añadió algo que la sobresaltó.

– Estuve preocupada la noche anterior a que se marcharan. Había un coche que no dejaba de dar vueltas. Yo no duermo mucho, y tengo el sueño ligero. Este es un barrio tranquilo. Por aquí no pasan muchos coches a menos que venga alguien de visita. El coche apareció otra vez ayer por la mañana.

– ¿Vio a alguno de los ocupantes? -preguntó Sidney, temblorosa.

– No, mis ojos ya no son lo que eran, ni siquiera con bifocales.

– ¿El coche todavía está por allí?

– Oh, no. Se marchó en cuanto se fueron tus padres. Por las dudas, tengo el bate de béisbol detrás de la puerta. El que intente entrar en mi casa deseará no haberlo hecho.

Antes de colgar, Sidney le recomendó a Ruth que tuviera cuidado y avisara a la policía si el coche volvía a aparecer, aunque estaba segura de que el vehículo ya estaba muy lejos de Hanover, Virginia, y que ahora se dirigía hacia Bell Harbor, Maine. Ella también tomaría ese rumbo.

Colgó el teléfono dispuesta a marcharse. En aquel instante oyó la campanita del ascensor que se detenía en el piso. No se detuvo a pensar quién podía venir tan temprano a la oficina. En el acto, pensó en lo peor. Desenfundó el revólver y salió corriendo del despacho en la dirección contraria. Al menos tenía la ventaja de conocer el terreno.

El ruido de alguien que corría confirmó sus peores temores. Corrió con todas sus fuerzas; el bolso le golpeaba la cadera. Oyó la respiración de su perseguidor cuando el hombre entró en el pasillo oscuro. Estaba cada vez más cerca. Sidney no había corrido tan rápido desde los tiempos en que jugaba al baloncesto en la universidad, pero era obvio que no era suficiente. Tendría que cambiar de táctica. Dobló en una esquina, se detuvo, dio media vuelta y puso una rodilla en tierra adoptando la postura de tiro, con el revólver preparado. El hombre apareció en la esquina a toda carrera pero se detuvo en seco a un metro de distancia. Sidney miró el cuchillo manchado de sangre que sujetaba en una mano. El cuerpo del asesino se tensó dispuesto al ataque. La muchacha efectuó un disparo que pasó rozando la sien izquierda del hombre.

– La próxima le volará la cabeza. -Sidney se levantó sin desviar la mirada y le indicó que soltara el cuchillo, cosa que él hizo en el acto-.

Muévase -le ordenó. El asesino dio media vuelta y Sidney lo escoltó hasta que llegaron a una puerta metálica-. Ábrala.

La mirada del hombre se clavó en ella. Incluso con el arma apuntándole a la cabeza, Sidney se sintió como una niña que se enfrenta a un perro rabioso con un bastoncillo. Él abrió la puerta y miró al interior. Las luces se encendieron automáticamente. Era el cuarto de las fotocopiadoras. Sidney le señaló con el revólver la puerta que había al otro extremo de la habitación.

– Entre allí. -El hombre entró y Sidney mantuvo la puerta abierta mientras su atacante cruzaba la habitación. Se volvió por un momento antes de abrir la otra puerta. Era la habitación de los suministros de oficina.

– Entre y si abre la puerta, lo mato. -Sin dejar de apuntarle, hizo ademán de coger el teléfono que estaba en un mostrador. En cuanto el desconocido cerró la puerta, Sidney dejó el teléfono, cerró la puerta y echó a correr por el pasillo hasta el ascensor. Apretó el botón y la puerta se abrió en el acto. Gracias a Dios, el ascensor seguía en el piso veintitrés. Entró en la cabina y apretó el botón de la planta baja, atenta a la aparición del hombre. Mantuvo el revólver preparado hasta que el ascensor comenzó a bajar. En cuanto llegó a la planta baja, apretó todos los botones hasta el último piso y salió de la cabina con un suspiro de alivio. Incluso se permitió una ligera sonrisa, que se transformó en una mueca de horror cuando al dar la vuelta en la siguiente esquina estuvo a punto de tropezar con el cadáver del guardia. Sin perder ni un segundo, salió del edificio y echó a correr por la calle.

Eran las siete y cuarto de la mañana. Lee Sawyer acababa de dormirse cuando sonó el teléfono. Estiró la mano y cogió el auricular.

– ¿Sí?

– ¿Lee?

El cerebro somnoliento de Sawyer se despejó en el acto.

– ¿Sidney?

– No tengo mucho tiempo.

– ¿Dónde está?

– ¡Escúcheme! -Sidney estaba otra vez en una cabina de Penn Station.

Sawyer cambió el teléfono de mano mientras apartaba las sábanas.

– Vale, la escucho.

– Un hombre acaba de intentar matarme.

– ¿Quién? ¿Dónde? -tartamudeó Sawyer al tiempo que cogía los pantalones y comenzaba a ponérselos.

– No sé quién es.

– ¿Está bien? -le preguntó ansioso.

Sidney echó una ojeada al vestíbulo abarrotado. Había muchos policías. El problema consistía en que ahora ellos también eran el enemigo.

– Sí.

– Vale. -Sawyer respiró más tranquilo-. ¿Qué está pasando?

– Jason envió un mensaje por correo electrónico después de que se estrellara el avión. En el mensaje incluyó una contraseña.

– ¿Qué? -Sawyer volvió a tartamudear-. ¿Un mensaje? -Con el rostro rojo como un tomate, el agente corrió por la habitación buscando una camisa, calcetines y zapatos, sin soltar el teléfono inalámbrico.

– No tengo tiempo para explicarle cómo recibí el mensaje, pero la cuestión es que lo tengo.

Con un esfuerzo supremo, Sawyer consiguió controlar los nervios.

– ¿Qué coño dice el mensaje?

Sidney sacó del bolsillo la hoja de papel donde estaba el mensaje.

– ¿Tiene algo para escribir?

– Espere un momento.

Sawyer corrió a la cocina y sacó papel y lápiz de un cajón.

– Adelante. Pero asegúrese de leerlo tal cual está escrito.

Sidney así lo hizo, sin olvidar de incluir la ausencia de espacios entre ciertas palabras y los puntos decimales que separaban partes de la contraseña. Sawyer miró lo que había escrito y se lo leyó a la joven para verificar que no faltaba nada.

– ¿Tiene alguna idea de lo que significa el mensaje, Sidney?

– No he tenido mucho tiempo para estudiarlo. Sé que Jason dijo que estaba todo mal, y le creo. Está todo mal.