Изменить стиль страницы

Marcó el número de sus padres en Bell Harbor. Un mensaje automático le informó de que el teléfono estaba desconectado. Gimió al recordar el motivo. Sus padres siempre desconectaban el teléfono durante el invierno. Sin duda, su padre se había olvidado de pedir la conexión. Lo haría en cuanto llegara a la casa. Si no habían restablecido el servicio es que todavía estaban de camino.

Sidney calculó el tiempo del viaje. Cuando ella era una niña, su padre conducía las trece horas de un tirón, con las paradas imprescindibles para comer y reponer gasolina. Con la edad se había vuelto más paciente. Desde su retiro, había adoptado la costumbre de partir el viaje en dos días, con una parada para dormir. Si habían salido ayer por la mañana, tal como pensaban, llegarían a Bell Harbor a media tarde de hoy. Si habían salido como pensaban. De pronto se le ocurrió que no había verificado la salida de sus padres. Decidió enmendar el fallo de inmediato. El teléfono sonó tres veces antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático. Habló para comunicar a sus padres que era ella. A menudo esperaban saber quién llamaba antes de atender. Sin embargo, no respondió nadie. Colgó el teléfono. Volvería a intentarlo desde el aeropuerto. Miró la hora. Tenía tiempo para hacer otra llamada. Ahora que sabía de la vinculación de Paul Brophy con RTG, había algo que no cuadraba. Sólo había una persona a la que podía preguntárselo. Y necesitaba hacerlo antes de que transcendiera la noticia de los asesinatos.

– ¿Kay? Soy Sidney Archer. -La voz al otro extremo de la línea sonó somnolienta al principio, pero después bien despierta cuando Kay Vincent se sentó en la cama-. ¿Sidney?

– Lamento llamar tan temprano, pero necesito que me ayudes con una cosa. -Kay guardó silencio-. Kay, sé todo lo que los periódicos han publicado sobre Jason.

– No me creo ni una sola palabra -la interrumpió Kay-. Jason nunca se habría involucrado en algo así.

– Gracias por decirlo, Kay. -Sidney respiró aliviada-. Comenzaba a creer que era la única que no había perdido la fe.

– Puedes estar tranquila, Sidney. ¿En qué te puedo ayudar?

Sidney se tomó un momento para calmarse y evitar que la voz le temblara demasiado. Miró a un agente de policía que cruzaba el vestíbulo de la estación. Le volvió la espalda y se inclinó sobre el aparato.

– Kay, tú sabes que Jason nunca me hablaba de su trabajo.

– No te extrañe. Aquí nos machacan con esa historia. Todo es secreto.

– Así es. Pero a mí los secretos no me ayudan para nada. Necesito saber en qué estuvo trabajando Jason durante los últimos meses. ¿Se trataba de algún proyecto importante?

Kay cambió el teléfono a la otra oreja. Los ronquidos de su esposo no le dejaban escuchar con claridad.

– Estaba organizando los archivos financieros para el tema de CyberCom. Eso le llevaba mucho tiempo.

– Sé algo de ese asunto.

– Volvía de aquel depósito sucio de pies a cabeza y con el aspecto de quien ha estado peleando con un cocodrilo -comentó Kay más animada-. Pero no cedió e hizo un buen trabajo. De hecho, parecía disfrutar con el asunto. También le dedicó mucho tiempo a la integración del sistema de copias de resguardo.

– ¿Te refieres al sistema informático para archivar copias automáticas del correo electrónico y documentos?

– Eso es.

– ¿Para qué necesitaban integrar el sistema de copias de resguardo?

– Como ya te puedes imaginar, la compañía de Quentin Rowe tenía un sistema de primera antes de que la comprara Tritón. Pero Nathan Gamble y Tritón no tenían nada. Entre nosotros, no creo que Gamble sepa qué es un sistema de copias de resguardo. En cualquier caso, el trabajo de Jason era integrar el sistema viejo de Tritón en el nuevo de Rowe.

– ¿Qué trabajos requería la integración?

– Repasar todos los archivos de Tritón y formatearlos para hacerlos compatibles con el nuevo sistema. Correo electrónico, documentos, informes, gráficos, cualquier cosa que pase por el sistema informático. También completó ese trabajo. Ahora todo el sistema está integrado.

– ¿Dónde guardaban los archivos viejos? ¿En la oficina?

– No. En un almacén en Reston. Las cajas están apiladas hasta el techo. En el mismo lugar donde guardaban los archivos financieros. Jason se pasaba muchas horas allí.

– ¿Quién autorizó los proyectos?

– Quentin Rowe.

– ¿No fue Nathan Gamble?

– Ni siquiera creo que estuviera enterado. Pero ahora sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Jason recibió una carta de Gamble por correo electrónico en la que lo felicitaba por el trabajo hecho.

– ¿De veras? No parece muy propio de Gamble.

– Sí, a mí también me sorprendió. Pero lo hizo.

– Supongo que no recordarás la fecha de la carta, ¿verdad?

– Te equivocas. La recuerdo por un motivo terrible.

– ¿A qué te refieres?

– Fue el día en que se estrelló el avión.

– ¿Estás segura? -preguntó Sidney, alerta.

– Nunca lo olvidaré, Sidney.

– Pero Nathan Gamble estaba en Nueva York aquel día. Yo estaba con él.

– Bah, eso no tiene importancia. Su secretaria se encarga de enviar las cartas esté o no él en el despacho.

A Sidney le pareció que esto no tenía mucho sentido.

– Kay, ¿sabes alguna cosa de las negociaciones con CyberCom? ¿Todavía está pendiente la entrega de los archivos?

– ¿Qué archivos?

– Gamble no quería entregar los archivos financieros a CyberCom.

– No sé nada de eso, pero sí sé que los archivos financieros ya los entregaron.

– ¿Cómo? -gritó Sidney-. ¿Los vio alguien de Tylery Stone?

– No estoy enterada.

– ¿Cuándo los enviaron?

– Aunque parezca una ironía, el mismo día en que Nathan Gamble envió la carta a Jason.

Sidney tuvo la sensación de que le daba vueltas la cabeza.

– ¿El día en que se estrelló el avión? ¿Estás absolutamente segura?

– Tengo un amigo en la sección de correspondencia. Lo llamaron para que llevara los registros al departamento de fotocopias y después ayudó a transportarlos a CyberCom. ¿Por qué? ¿Es importante?

– No lo tengo muy claro.

– ¿Necesitas saber algo más?

– No, gracias, Kay, ya me has dado mucho en qué pensar -Sidney colgó el teléfono y se dirigió otra vez hacia la parada de taxis.

Kenneth Scales miró el mensaje que tenía en la mano, con los ojos entrecerrados. La información del disquete estaba cifrada. Necesitaban la contraseña. Miró a la persona que era la única poseedora de aquel precioso mensaje enviado por correo electrónico. Jason no le hubiera enviado el disquete a su esposa sin incluir la contraseña. Tenía que estar en el mensaje remitido por Jason desde el almacén. La contraseña. Sidney estaba en la cola esperando un taxi. Tendría que haberla matado en la limusina. No era su costumbre dejar a nadie vivo. Pero las órdenes había que cumplirlas. Al menos, la habían mantenido vigilada hasta saber dónde había ido a parar el mensaje. Ahora, en cambio, había recibido la orden de acabar con ella. Avanzó.

En el momento en que Sidney se disponía a subir al taxi, vio el reflejo en la ventanilla del vehículo. El hombre se fijó en ella sólo por un instante, pero alerta como estaba, fue suficiente. Se volvió y sus miradas se cruzaron en un segundo terrible. Los mismos ojos diabólicos de la limusina. Scales soltó una maldición y echó a correr. Sidney se metió en el taxi, que arrancó en el acto. Scales apartó a las personas que le precedían en la cola, derribó al portero que le cerraba el paso y subió al siguiente taxi.

Sidney miró por la ventanilla trasera. La oscuridad y la cellisca le impidieron ver mucho. Sin embargo, había poco tráfico y alcanzó a ver los faros que se acercaban deprisa. Miró al taxista.

– Sé que le parecerá ridículo, pero nos siguen.

Le dio al chófer otra dirección. El taxista dobló bruscamente a la izquierda, después a la derecha y siguió por una calle lateral que lo devolvió a la Quinta Avenida.