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Goldman miró a Brophy y asintió. Sidney volvió la cabeza para mirar al otro. Le tembló la barbilla cuando le vio sacar un magnetófono de bolsillo.

– Estos chismes son utilísimos, Sid -comentó Brophy-. Graban y reproducen con una claridad asombrosa.

Puso en marcha el aparato, y Sidney, después de escuchar un minuto la conversación que había mantenido con su marido, miró otra vez a Goldman.

– ¿Qué demonios quieres?

– Vamos a ver. Supongo que primero debemos establecer el precio de mercado. ¿Cuánto vale esa cinta? Demuestra que le mentiste al FBI. Un delito mayor. Después tenemos la ayuda y ocultamiento de un fugitivo. Complicidad después del hecho. Otra acusación muy grave. La lista de cargos puede ser inacabable. Ninguno de los dos somos abogados criminalistas, pero creo que te haces una idea. El padre desaparecido, la madre en la cárcel. ¿Cuántos años tienes? Trágico. -Meneó la cabeza en una actitud de falsa compasión.

– ¡Que te den por el culo, Goldman! -gritó Sidney, que se levantó hecha una furia-. ¡ Que os den por el culo a los dos!

Sin parar mientes, Sidney se lanzó sobre la mesa y cogió a Goldman por el cuello y lo hubiera estrangulado de no haber sido por Brophy, que acudió en ayuda del hombre mayor.

Goldman, jadeante y con el rostro amoratado, miró a Sidney con odio.

– Si me vuelves a tocar, te pudrirás en la cárcel -dijo con voz ronca.

Sidney dirigió al hombre una mirada salvaje al tiempo que apartaba la mano de Brophy, aunque no se movió porque él seguía apuntándole con el arma. Goldman se arregló la corbata y se pasó la mano por la pechera de la camisa. Cuando habló lo hizo con el mismo tono de confianza de antes.

– A pesar de tu grosera reacción, estoy preparado para ser muy generoso contigo. Si quisieras considerar el asunto con sentido común, aceptarías sin vacilar la oferta que te haré. -Ladeó la cabeza en dirección a la silla.

Sidney, temblorosa y con la respiración agitada, volvió a sentarse.

– Bien -prosiguió Goldman-. Ahora, te resumiré la situación. Sé que hablaste con Roger Egert, que se ha hecho cargo de las negociaciones con CyberCom. Tú estás enterada de la última propuesta de Tritón para la compra de la compañía. Sé que es así. Tú todavía conoces la contraseña para acceder al archivo de las negociaciones grabado en el ordenador central. -Sidney contempló a su interlocutor con una mirada opaca mientras sus pensamientos se adelantaban a las palabras que él iba a pronunciar-. Quiero saber los últimos términos de la propuesta y la contraseña del archivo, como una precaución ante algún cambio de última hora en la postura negociadora de Tritón.

– Los de RTG deben estar desesperados por comprar CyberCom si están dispuestos a pagarte algo más que tus honorarios por violar la confidencialidad de la relación abogado-cliente, sin contar el robo de secretos corporativos.

– A cambio de eso -continuó Goldman impertérrito-, estamos dispuestos a pagarte diez millones de dólares, libres de impuestos, desde luego.

– ¿Para asegurar mi bienestar económico, ahora que estoy en el paro, además de mi silencio?

– Algo así. Desapareces en algún bonito país extranjero, y te dedicas a criar a tu hijita con todo lujo. Se cierra el trato con CyberCom. Tritón Global seguirá con lo suyo. Tylery Stone continuará siendo una firma de prestigio. Nadie saldrá mal parado. ¿La alternativa? En realidad es mucho más desagradable. Para ti. Sin embargo, la cuestión tiempo es vital. Necesito tu respuesta en un minuto. -Miró su reloj y comenzó a contar los segundos.

Sidney se echó hacia atrás en la silla, con los hombros hundidos mientras consideraba rápidamente las pocas posibilidades a su alcance. Si aceptaba, sería rica. Si decía que no, lo más probable es que acabara en la cárcel. ¿Y Amy? Pensó en Jason y en todos los terribles sucesos del mes pasado. Eran más de los que nadie podía soportar en una sola vida. De pronto se puso rígida al ver la expresión triunfal de Goldman, al intuir el gesto burlón de Paul Brophy a sus espaldas.

Tenía muy claro el curso que seguir.

Aceptaría sus términos y después jugaría sus propias cartas. Le daría a Goldman la información que quería, para luego ir directamente a Lee Sawyer y contárselo todo, incluida la existencia del disquete. Intentaría llegar al mejor acuerdo posible al tiempo que denunciaría a Goldman y su cliente. No sería rica y quizá la separarían de su hija si la condenaban a la cárcel, pero no estaba dispuesta a criar a Amy con el soborno de Goldman. Y, lo que era más importante, podría vivir consigo misma.

– Tiempo -anunció Goldman.

Sidney permaneció en silencio.

Goldman meneó la cabeza y cogió el teléfono una vez más. Por fin, con un movimiento casi imperceptible, Sidney asintió. El hombre se levantó con una amplia sonrisa en el rostro.

– Excelente. ¿Cuáles son los términos y la contraseña?

– Mi posición negociadora es un tanto frágil -contestó Sidney-. Primero el dinero, después la información. Si no estás de acuerdo ya puedes marcar.

– Como bien dices -le replicó Goldman-, tu posición es precaria. Sin embargo, precisamente por ese hecho, podemos ser algo flexibles. ¿Por favor? -Señaló la puerta y Sidney lo miró confusa-. Ahora que hemos llegado a un acuerdo, quiero cerrar el trato antes de dejarte ir. Quizá después resultes ser una persona difícil de encontrar.

Mientras Sidney se levantaba y se volvía, Brophy guardó el arma y cuando ella pasó a su lado, el abogado la rozó con el hombro con toda intención y acercó los labios a la oreja de Sidney.

– Después de que te hayas acomodado en tu nueva vida, quizá quieras disfrutar de un poco de compañía. Tendré mucho tiempo libre y tanto dinero que no sabré qué hacer con él. Piénsalo.

Sidney descargó un tremendo rodillazo en la entrepierna de Brophy, derribándolo al suelo.

– Lo acabo de pensar, Paul, y me entran náuseas. Apártate de mí si quieres conservar la poca hombría que te queda.

Sidney se alejó con paso enérgico escoltada por Goldman. Brophy tardó unos segundos en levantarse. Con el rostro pálido y las manos sobre las partes doloridas, los siguió.

La limusina les esperaba en el piso más bajo del garaje junto a los ascensores, con el motor en marcha. Goldman mantuvo la puerta abierta para que entrara Sidney. Brophy, casi sin aliento y todavía con las manos en la entrepierna, fue el último en subir. Se sentó delante de Goldman y Sidney; detrás de él, el cristal oscuro que los separaba del chófer estaba alzado.

– No llevará mucho hacer los arreglos. Sería conveniente que mantuvieras tu actual domicilio hasta que las cosas se calmen un poco. Después te daremos un pasaje para algún destino intermedio. Desde allí podrás enviar a tu hija y vivir feliz por siempre jamás. -El tono de Goldman era francamente jovial.

– ¿Qué pasará con Tritón y la firma? Mencionaste unas demandas -replicó Sidney.

– Creo que eso es algo fácil de arreglar. ¿Para qué iba querer la firma meterse en un pleito largo y vergonzoso? Y Tritón tampoco puede probar nada ¿verdad?

– Entonces, ¿por qué voy a negociar?

Brophy, con el rostro todavía enrojecido, levantó el magnetófono.

– Por esto, putita. A menos que quieras pasar el resto de tu vida en la cárcel.

– Quiero la cinta -dijo Sidney sin perder la calma.

– Eso es imposible por ahora. -Goldman encogió los hombros-. Tal vez más adelante, cuando las cosas hayan vuelto a la normalidad. – El hombre miró el cristal que tenía delante-. ¿Parker? -El cristal descendió-. Parker, ya podemos irnos.

La mano que apareció por el hueco empuñaba un arma. La cabeza de Brophy estalló y el hombre cayó hacia delante sobre el suelo de la limusina. Goldman y Sidney recibieron una lluvia de sangre y otras cosas. Goldman se quedó atónito por un momento.

– ¡Oh, Dios! ¡No! ¡Parker!

La bala le alcanzó la frente y la larga carrera de Philip Goldman como abogado excesivamente arrogante llegó a su fin. El impacto le arrojó hacia atrás y la sangre bañó no sólo su rostro sino también el cristal trasero de la limusina. Después se desplomó sobre Sidney, que chilló horrorizada al ver que el arma le apuntaba. Dominada por el pánico clavó las uñas en el asiento de cuero. Por un instante miró el rostro cubierto por un pasamontañas negro, y después su mirada se clavó en el cañón reluciente que se movía a un metro y medio de su cara. Todos los detalles del arma se grabaron en su memoria mientras esperaba la muerte.