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Entonces el arma señaló hacia la puerta derecha de la limusina. Sidney permaneció inmóvil y el pistolero volvió a señalar la puerta con más firmeza. Temblorosa e incapaz de entender lo que pasaba aparte del hecho de que aparentemente no iba a morir, Sidney apartó el cadáver de Goldman y comenzó a pasar por encima del cuerpo de Brophy. Mientras se movía torpemente sobre el abogado muerto, su mano resbaló en un charco de sangre y cayó sobre el difunto. Se levantó como impulsada por un resorte. Al buscar un punto de apoyo, tocó un objeto duro debajo del hombro de Brophy. Instintivamente, cerró los dedos sobre el metal. De espaldas al pistolero, se las arregló para meter el revólver de Brophy en el bolsillo del abrigo sin ser observada.

En el momento de abrir la puerta, algo le golpeó en la espalda. Aterrorizada, volvió la cabeza y vio su bolso, que había caído sobre el cadáver de Brophy después de rebotar contra ella. Entonces vio que la mano desaparecía con el disquete que le había enviado Jason. Se apresuró a coger el bolso, abrió la puerta del todo y cayó sobre el suelo del garaje. Sólo tardó un segundo en levantarse y echar a correr con todas sus fuerzas.

En el interior de la limusina, el hombre se asomó a la parte trasera. A su lado, estaba Parker con un balazo en la sien. El pistolero recogió el magnetófono que estaba sobre el asiento y lo puso en marcha durante unos segundos. Asintió el escuchar las voces. Apagó el aparato, levantó un poco el cadáver de Brophy unos centímetros, metió el magnetófono en el espacio y dejó caer el cuerpo. Guardó el disquete en su mochila. El último detalle fue recoger los tres casquillos de bala. No se lo podía poner demasiado fácil a la poli. Entonces se apeó de la limusina, con la pistola en una bolsa para dejarla en algún lugar apartado, pero no lo bastante como para que la policía no la encontrara.

Kenneth Scales se quitó el pasamontañas. Alumbrados por la luz intensa de los focos del garaje, los letales ojos azules brillaron de satisfacción. Otra noche de trabajo bien hecho.

Sidney apretó el botón del ascensor una y otra vez hasta que abrieron las puertas. Se desplomó contra la pared de la cabina. Tenía la ropa empapada en sangre; la notaba en el rostro y en las manos. Hizo lo imposible para no chillar a voz en grito. Sólo quería quitársela de encima. Con mano temblorosa apretó el botón del piso octavo. No sabía por qué le habían perdonado la vida, pero no iba a esperar a que el asesino cambiara de opinión.

En cuanto entró en el lavabo de señoras y se vio en el espejo, vomitó en el lavabo y después se desplomó, el cuerpo sacudido por los sollozos. Cuando recuperó un poco el control, se lavó lo mejor que pudo y siguió echándose agua caliente en el rostro hasta que cesaron los temblores. Después se quitó del pelo las cosas que no eran suyas.

Salió del lavabo, corrió por el pasillo hasta su oficina y cogió la gabardina que guardaba allí. La prenda ocultaba las manchas de sangre que no había conseguido quitar. Entonces cogió el teléfono y se dispuso a marcar el 911. Con la otra mano empuñó el revólver. Le dominaba la sensación de que en cualquier momento aquella pistola resplandeciente volvería a apuntarle, que el hombre del pasamontañas negro no la dejaría vivir una segunda vez. Ya había marcado dos de los números cuando una visión la inmovilizó: la imagen de la pistola que le apuntaba en la limusina, y después el movimiento del arma que señalaba la puerta. Ahí fue cuando la vio.

La culata. La culata rajada, que se había roto cuando se le había caído al intentar sacarla del armario de su casa. El asesino tenía su pistola. Había asesinado a dos hombres con su pistola.

Otra visión apareció en su cerebro. La cinta con la conversación de Jason con ella. La cinta también estaba allí, con los dos cadáveres. La razón por la que le habían dejado vivir estaba muy clara. Le habían dejado viva para que se pudriera en la cárcel por asesinato. Como una niña asustada, corrió hasta un rincón de la oficina y se sentó en el suelo. Temblaba incontroladamente mientras lloraba y gemía con auténtica desesperación.

Capítulo 47

Sawyer todavía miraba la foto de Steven Page. Tenía la impresión de que el rostro del muerto se hacía cada vez más grande y llegó un momento en que tuvo que volverle la espalda antes de que le engullera.

– Di por hecho que era la foto de uno de los hijos de Lieberman. Estaban todas juntas sobre una mesa. En ningún momento recordé que él tenía dos hijos y no tres. -Jackson se dio una palmada en la frente-. No me parecía importante. Entonces fue cuando la investigación pasó de Lieberman a Archer -Jackson meneó la cabeza, desconsolado.

Sawyer se sentó en el borde de la mesa. Sólo sus más allegados habrían advertido que el veterano agente se había llevado una sorpresa mayúscula.

– Lo siento, Lee. -Jackson echó otra ojeada a la foto y se encogió compungido.

– No es culpa tuya, Ray. -Sawyer le palmeó la espalda-. A mí tampoco me hubiera parecido importante. -El agente se apartó de la mesa y comenzó a pasearse por la sala-. Pero ahora sí que lo es. Tendremos que verificar que efectivamente es Steven Page, aunque no tengo la menor duda. -Se detuvo bruscamente-. Eh, Ray, la policía de Nueva York nunca consiguió averiguar cómo Page consiguió todo ese dinero, ¿verdad?

– Quizá Page chantajeaba a Lieberman -señaló Jackson más animado-. Quizá le amenazó con revelar que tenía una amante. Los dos se movían en los mismos círculos profesionales y financieros. Eso explicaría el dinero de Page.

– Al parecer mucha gente conocía la historia de la amante. -Sawyer meneó la cabeza-. No creo que el tema diera mucho para un chantaje. Además, la gente no acostumbra a tener la foto del chantajista junto con las de los hijos -Jackson mostró una expresión compungida-. No, creo que esto es algo más profundo. -Sawyer se apoyó contra la pared, cruzó los brazos y hundió la barbilla en el pecho-. Por cierto, ¿qué has averiguado de la escurridiza amante?

Jackson se tomó un momento para consultar un expediente.

– Nada de nada. Hablé con varias personas que habían oído rumores, aunque todos se apresuraron a señalar que carecían de fundamentos. Tenían pánico a que se les mencionara o a verse involucrados. El trabajo fue mío para tranquilizarlos. La cuestión es que parece un asunto endiablado: todos habían oído hablar de ella, incluso me la describieron bastante bien aunque cada descripción era una poco distinta a las demás. Pero…

– Pero nadie te dijo que había conocido personalmente a la dama.

– Sí, así es. -Jackson hizo una mueca-. ¿Cómo lo sabes?

– Ray, ¿alguna vez has jugado a ese juego en el que alguien te dice una cosa y tú se la cuentas a otro, y éste al siguiente? Cuando el último recibe la información, ésta no se parece en nada a lo que dijo el primero. Otro tanto pasa con los rumores. Se difunden y todo el mundo se lo cree a pies juntillas, llegan a jurar que han visto con sus propios ojos lo que sea, y sin embargo no es verdad.

– Coño, sí. Mi abuela lee el Star. Se cree todo lo que lee y es capaz de jurar que vio a Liz Taylor y a Elvis subir al transbordador espacial.

– Eso es. No es verdad en absoluto, pero la gente te dirá que sí, lo creen con los ojos cerrados, sólo porque lo leyeron o alguien se lo dijo, sobre todo si lo oyen de más de una persona.

– ¿Estás diciendo…?

– Digo que no creo que la amante rubia existiera, Ray. En cambio, sí creo que la inventaron con un propósito específico.

– ¿Cuál?

Sawyer inspiró con fuerza antes de responder.

– Para ocultar el hecho de que Arthur Lieberman y Steven Page eran amantes.

Jackson se sentó mientras miraba a su compañero, boquiabierto.

– ¿Lo dices en serio?

– ¿Qué me dices de la foto de Page junto a la de sus hijos? ¿De las cartas de amor que encontraste en el apartamento? ¿Por qué no estaban firmadas? Te apuesto la paga de la semana a que la escritura coincide con la de Steven. Y para acabar, ¿cómo llegó Steven Page a millonario con el sueldo de empleado? En cambio, es algo muy factible si por una de esas tú estás durmiendo con el tipo que convierte a mucha gente en millonaria.