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– Vale, pero ¿a qué viene inventarse una amante? Podría haberle costado el cargo de presidente.

– En estos tiempos, Ray, ¿quién sabe? Si ése fuera el criterio, una buena parte de los líderes políticos de este país tendrían que hacer las maletas y volverse a casa. Y la cuestión es que no le impidió ser el presidente de la Reserva. Pero ¿cuál crees que hubiera sido el resultado si se descubría que Lieberman era homosexual y que tenía un amante veinteañero? No olvides que la comunidad financiera de este país es una de las más conservadoras del mundo.

– De acuerdo, le hubieran dado por el culo, eso está claro. Es la historia de la doble moral. No pasa nada si cometes adulterio siempre que sea con alguien del sexo opuesto.

– Eso es. Te inventas un ligue heterosexual falso para tapar el homosexual verdadero. Solían hacerlo en Hollywood con los grandes actores que no se sentían atraídos por el sexo opuesto. Los estudios organizaban falsos matrimonios. Un montaje de lo más complicado para preservar una carrera lucrativa. La historia de Lieberman no era perfecta, pero le consiguió el puesto. No sabemos si la esposa estaba enterada o no, pero él le dio una pasta, así que no creo que esté dispuesta a hablar del asunto. Los dos implicados están muertos. Por lo tanto, ¿quién dirá algo?

– Joder. -Jackson se enjugó el sudor de la frente mientras miraba a Sawyer, intrigado-. Si ese es el caso, entonces la muerte de Steven Page fue un suicidio; no había ningún motivo para asesinarle.

– Había todos los motivos del mundo para matarle, Ray -replicó Sawyer.

– ¿Por qué?

Sawyer hizo una pausa, se miró las manos por un momento, antes de responder a la pregunta en voz baja.

– ¿Quieres que intente adivinar cómo contrajo el Sida Steven Page?

– ¿Lieberman? -dijo Jackson, atónito.

– Me gustaría saber si Lieberman era seropositivo.

La confusión de Jackson se aclaró en el acto.

– Si Page sabía que era un enfermo terminal, no tenía ningún motivo para mantenerse callado.

– Eso es. Que tu amante te contagie una enfermedad mortal no es algo que inspire lealtad. Steven Page tenía en sus manos el destino profesional de Arthur Lieberman. A mi modo de ver eso equivale a un motivo de asesinato.

– Por lo que parece, tendremos que enfocar este caso desde una perspectiva absolutamente nueva.

– Correcto. Ahora mismo tenemos un montón de sospechas, pero ni una sola cosa concreta que presentar a un fiscal.

Jackson se levantó de la silla y comenzó a ordenar los expedientes.

– ¿Entonces crees que Lieberman mandó matar a Page?

Jackson se volvió al ver que Sawyer no le respondía. Su compañero miraba al vacío.

– ¿Lee?

– Yo nunca dije eso, Ray.

– Pero…

– Nos veremos por la mañana. Vete a dormir, te vendrá bien descansar un poco. -Sawyer caminó hacia la puerta-. Tengo que hablar con alguien.

– ¿Con quién?

– Con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco -le respondió Sawyer por encima del hombro-. Lieberman no tuvo la oportunidad de hablar con él. Creo que es hora de que alguien lo haga.

Sawyer salió mientras Jackson continuaba ordenando los expedientes.

Capítulo 48

Sidney se levantó del suelo. Un instinto muy fuerte, el de supervivencia, reemplazó a la desesperación y al miedo que la habían dominado hasta ahora. Abrió uno de los cajones de la mesa escritorio y sacó el pasaporte. En más de una ocasión había tenido que realizar viajes urgentes al extranjero por asuntos legales. Pero ahora el motivo era mucho más imperioso: proteger su vida. Entró en la oficina contigua a la suya, que pertenecía a un joven abogado, forofo de los Atlanta Braves; muchos de los objetos que ocupaban una de las estanterías testimoniaban esa lealtad. Cogió la gorra de béisbol, se recogió el cabello y se encasquetó la gorra.

Revisó el contenido del bolso. Se sorprendió al ver que tenía el billetero lleno de billetes de cien dólares del viaje a Nueva Orleans. El asesino los había dejado. Salió del edificio, llamó a un taxi, le indicó al taxista la dirección y se arrellanó en el asiento mientras el vehículo se ponía en marcha. Con mucho cuidado, sacó el revólver del difunto Philip Goldman, lo metió en la cartuchera que le había dado Sawyer y se abrochó la gabardina.

El taxi la dejó delante de Union Station. Sidney sabía que no era imposible pasar el arma por los controles de seguridad del aeropuerto, pero no tendría ningún problema si viajaba en tren. En principio, su plan era sencillo: buscar un lugar seguro donde disponer de tiempo para pensar las cosas con claridad. Pensaba llamar a Lee Sawyer, sólo que lo haría después de salir del país. El problema estaba en que ella había intentado ayudar a su marido. Le había mentido al FBI. Visto en perspectiva había sido una estupidez, pero en aquel momento era lo único que podía hacer. Tenía que ayudar a su marido. Estar a su lado. ¿Y ahora? Su pistola estaba en la escena del crimen; la cinta grabada con la conversación con Jason, también. A pesar de haberse sincerado en parte con Sawyer, ¿qué pensaría ahora el agente? Estaba convencida de que no vacilaría en arrestarla. Por un momento, volvió a hundirse en la desesperación, pero recobró el valor, se subió el cuello de la gabardina para protegerse del viento helado y entró en la estación de ferrocarril.

Compró un pasaje para el siguiente tren expreso con destino a Nueva York. El tren saldría dentro de media hora y la dejaría en Penn Station a las cinco y media de la mañana. Desde allí, cogería un taxi hasta el aeropuerto Kennedy, donde sacaría un pasaje de ida a algún país, todavía no tenía claro cuál. Bajó al último nivel de la estación y sacó más dinero del cajero automático. En cuanto dieran la orden de busca y captura, las tarjetas de crédito quedarían anuladas. De pronto recordó que no llevaba ropa para cambiarse y que tendría que viajar de incógnito. El problema estaba en que ninguna de las tiendas de ropa de la estación seguía abierta a estas horas de la noche. Tendría que comprar lo necesario en Nueva York.

Entró en una cabina de teléfono y consultó su agenda; la tarjeta de Lee Sawyer apareció entre las hojas. La contempló durante un buen rato. ¡Maldita sea! Tenía que hacerlo, se lo debía. Marcó el número de la casa de Sawyer. Al cabo de treinta segundos se puso en marcha el contestador automático. Sidney vaciló por un instante antes de colgar. Marcó otro número. Tuvo la sensación de que habían pasado horas antes de que le respondiera una voz somnolienta.

– Jeff?

– ¿Quién es?

– Sidney Archer.

Sidney oyó el rumor de las sábanas y la manta, mientras Fisher buscaba algo, probablemente el reloj.

– Estuve esperando tu llamada, pero al final me entró sueño.

– Jeff, no tengo mucho tiempo. Ha ocurrido algo terrible.

– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?

– Cuanto menos sepas, mejor. -Sidney hizo una pausa para poner orden en sus pensamientos-. Jeff, te daré un número donde me puedes encontrar ahora mismo. Quiero que vayas a un teléfono público y me llames.

– Caray, son… son más de las dos de la mañana.

– Jeff, por favor, haz lo que te pido.

Después de protestar un poco, Fisher asintió.

– Dame unos cincos minutos. ¿Cuál es el número?

No habían pasado los seis minutos cuando sonó el teléfono. Sidney atendió en el acto.

– ¿Estás en una cabina? ¿Me lo juras?

– Sí. Y me estoy pelando de frío. Ahora dime qué quieres.

– Jerry, tengo la contraseña. Estaba en el correo electrónico de Jason. Yo tenía razón; la envió a una dirección equivocada.

– Fantástico. Ahora podemos leer el archivo.

– No, no podemos.

– ¿Por qué?

– Porque perdí el disquete.

– ¿Qué? ¿Cómo es posible?

– Eso no importa. Está perdido y no puedo recuperarlo. -El desconsuelo de Sidney se reflejaba en su voz. Pensó por un momento. Iba a decirle a Fisher que dejara la ciudad por algún tiempo. Si lo ocurrido en el garaje era un aviso, él podía estar en peligro. Se quedó helada al escuchar las palabras de Fisher.