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La oficina era sencilla pero contaba con todo lo necesario. Dedicaron la media hora siguiente a registrar el pequeño espacio, sin encontrar nada fuera de lugar o extraordinario. En un cajón había papel de carta donde figuraba el domicilio particular de Page: un apartamento en Georgetown. Sawyer se apoyó en el canto de la mesa y contempló el despacho.

– Ojalá mi oficina estuviese así de ordenada. Pero creo que no encontraremos nada útil -comentó con una expresión lúgubre-. Hubiera preferido encontrarlo todo patas arriba. Así sabríamos que alguien más estaba interesado.

Mientras Sawyer hacía sus comentarios, Sidney continuó con su paseo por la habitación. De pronto retrocedió hasta una esquina donde había una hilera de archivadores metálicos. Miró la moqueta de un color beige desvaído. «¡Qué extraño!» Se puso de rodillas, con el rostro casi tocando la moqueta. Miró la pequeña brecha ente los dos archivadores más cercanos al punto que observaba. No había ninguna separación entre el resto de los archivadores. Apoyó las manos contra el mueble y empujó sin conseguir moverlo.

– ¿Puede echarme una mano? -le pidió a Sawyer. El agente le indicó que se apartara y movió el archivador-. Encienda aquella luz -dijo Sidney.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sawyer después de encender la luz.

Sidney se hizo a un lado para que el agente del FBI pudiera ver. En el suelo donde había estado el archivador, se veía con toda claridad una mancha de óxido no muy grande. Sawyer miró perplejo a Sidney.

– ¿Y? Puedo mostrarle una docena de manchas iguales en mi oficina. El metal se oxida, el orín se cuela en la moqueta y ya está: manchas de óxido.

– ¡No me diga! -Sidney señaló el suelo con expresión triunfante. Había unas marcas débiles pero todavía visibles en la moqueta como una prueba de que los archivadores habían estado unidos sin ninguna grieta. Señaló el archivador que había movido Sawyer-. Túmbelo y mire la parte de abajo.

El agente tumbó el archivador.

– No hay manchas de óxido. Así que alguien lo movió para tapar la mancha en la moqueta. ¿Por qué?

– Porque la mancha de óxido la dejó otro archivador, uno que ahora ya no está aquí. Los que se lo llevaron hicieron todo lo posible para eliminar las huellas en la moqueta, pero no pudieron quitar la mancha de óxido. Entonces optaron por la segunda solución. Tapar la mancha con otro archivador y esperar que nadie se fijara en la rendija.

– Pero usted se fijó -dijo Sawyer sin disimular la admiración.

– Es que no se me ocurrió ningún motivo para explicar cómo un hombre ordenado como nuestro señor Page toleraba una rendija en la hilera de archivadores. Respuesta: algún otro lo hizo por él.

– Y eso significa que alguien está interesado en Page y en el contenido del archivador ausente. Por lo tanto, todo indica que nos movemos en la dirección correcta. -Sawyer cogió el teléfono. Habló con Ray Jackson para que su compañero averiguara todo lo que pudiera sobre Edward Page. Colgó y miró a Sidney-. Dado que no hemos encontrado gran cosa en su oficina, ¿qué le parece si hacemos una visita a los aposentos del difunto señor Page?

Capítulo 45

El hogar de Page estaba en la planta baja de un caserón de principios de siglo en Georgetown que había sido transformado en un edificio de apartamentos. El adormilado propietario de la casa no puso ningún reparo al deseo de Sawyer de ver el apartamento de Page. El hombre estaba enterado de la muerte de su inquilino y manifestó su pesar. Dos inspectores de homicidios habían visitado el apartamento después de entrevistarse con el arrendatario y algunos vecinos. También había recibido una llamada de la hija de Page desde Nueva York. El detective privado había sido un inquilino modelo. Sus horarios eran un tanto irregulares, y en ocasiones se ausentaba durante algunos días, pero pagaba el alquiler puntualmente el primero de cada mes, era discreto y no causaba problemas. El propietario no conocía a ninguno de sus amigos.

Sawyer abrió la puerta del apartamento con una llave que le dio el propietario, entró con Sidney y encendió la luz. Esperaba tener aquí mejor fortuna aunque no se hacía muchas ilusiones.

Había leído el registro de entradas y salidas del edificio antes de dejar la oficina de Page. El archivador se lo habían llevado el día anterior dos tipos con uniformes de una empresa de mudanzas que traían las llaves de la oficina y una orden de trabajo aparentemente en regla. Sawyer estaba seguro de que la compañía no existía, y que ahora los valiosos documentos que había contenido el archivador, eran un montón de cenizas.

El hogar de Page mostraba la misma sencillez y orden que su oficina. El agente y Sidney recorrieron las diversas habitaciones. Una bonita chimenea con la repisa de estilo Victoriano dominaba el salón. Una de las paredes estaba cubierta por una biblioteca que llegaba hasta el techo. A juzgar por la diversidad de los títulos, Page había sido un lector voraz y ecléctico. Sin embargo, no había ningún diario, agenda o facturas que dieran pista alguna sobre las actividades de Page, aparte de seguir a Sidney y Jason Archer. Acabaron de revisar la sala y el comedor, y se ocuparon de la cocina y el baño.

Sawyer buscó en los lugares habituales como el depósito del inodoro y en la nevera, donde revisó las latas de gaseosa y los cogollos de lechuga para asegurarse de que eran auténticos y no escondrijos de pistas que pudieran aclarar por qué habían asesinado a Ed Page. Sidney entró en el dormitorio para realizar una revisión a fondo que comenzó mirando debajo de la cama y el colchón y acabó en el armario. Las pocas maletas que había no tenían las etiquetas de embarque antiguas. Las papeleras estaban vacías. Ella y Sawyer se sentaron en la cama y contemplaron la habitación. El agente miró las fotos en una mesa auxiliar. Edward Page y su familia en tiempos más felices.

Sidney cogió una de las fotos. «Una bonita familia», pensó, y entonces recordó las fotos que tenía en su casa. Le pareció que había pasado una eternidad desde que esa misma frase había sido válida para su propia familia. Le pasó la foto al agente.

La esposa era muy guapa, opinó Sawyer para sus adentros, y el hijo una imagen en miniatura del padre. La hija era preciosa. Una pelirroja de piernas muy largas; aparentaba unos catorce años. Según la fecha estampada en el dorso la habían tomado hacía cinco años. Ahora debía ser algo espectacular. Pero según el dueño de la casa, toda la familia estaba en Nueva York y Page vivía aquí. ¿Por qué?

En el momento en que se disponía a dejar la foto en su lugar, notó un pequeño bulto en el dorso. Levantó el soporte y varias fotos más pequeñas cayeron al suelo. Sawyer las recogió; todas eran de la misma persona. Un hombre joven, veinteañero. Bien parecido, quizá demasiado para el gusto de Sawyer, que lo calificó de inmediato como un niño bonito. Las prendas eran demasiado elegantes, el peinado demasiado perfecto. Le pareció ver un leve parecido en la línea de la mandíbula y los ojos castaño oscuro. Miró el dorso de las fotos. Todos excepto uno estaban en blanco: alguien había escrito el nombre de Stevie. Quizás era el hermano de Page. En ese caso, ¿por qué había ocultado las fotos?

– ¿Qué opina? -le preguntó Sidney.

– Algunas veces -respondió Sawyer mientras se encogía de hombros-, creo que todo este asunto supera con creces mí capacidad.

El agente metió otra vez las fotos donde las había encontrado, pero se quedó con la que llevaba escrito el nombre. Después cerraron la puerta principal con llave y se marcharon.

Sawyer acompañó a Sidney hasta su casa y después, en un alarde de precaución, revisó todas las habitaciones para asegurarse de que no había nadie más y comprobó que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas.

– De día o de noche, si oye cualquier cosa, si tiene un problema, si le entran ganas de charlar, llámeme. ¿De acuerdo? -Sidney asintió-. Tengo a dos hombres de guardia afuera. Si los necesita estarán aquí en un segundo. -Caminó hasta la puerta principal-. Voy a ocuparme de unas cosas y volveré por la mañana. -Se volvió para mirarla-. ¿Estará bien?