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Le indicó a Sidney que se sentara. Ella acercó una silla y ambos miraron la pantalla. Fisher tecleó las órdenes y el directorio con los archivos del disquete aparecieron en la pantalla. Miró a Sidney.

– Una docena de archivos. Por el número de bytes calculo que son unas cuatrocientas páginas más o menos de texto. Pero si hay gráficos, no hay manera de calcular la extensión. -Escribió una orden. Cuando el texto apareció en pantalla, le brillaron los ojos.

En el rostro de Sidney apareció una expresión de desencanto. Todo aquello era un galimatías, un montón de jeroglíficos de alta tecnología. Miró a su amigo.

– ¿Le pasa algo a tu ordenador?

Fisher tecleó a gran velocidad. La pantalla se quedó en blanco y luego reaparecieron las mismas imágenes. Entonces al pie de la pantalla apareció una línea de mando que reclamaba la contraseña.

– No, y tampoco hay nada mal en el disquete. ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo enviaron. Un cliente -respondió en voz baja.

Por fortuna, Fisher estaba demasiado ocupado con su tarea como para hacer más preguntas. Continuó intentándolo con todos los demás archivos. La jerigonza en la pantalla reaparecía una y otra vez, y también el mensaje que reclamaba la contraseña. Por fin, Fisher se volvió sonriente.

– Está cifrado -le informó.*

– ¿Cifrado?

– El cifrado es un proceso -le explicó Fisher- mediante el cual coges un texto legible y lo conviertes en otro no legible antes de enviarlo.

– ¿Y de qué sirve sí la persona que lo recibe no puede leerlo?

– Ah, pero sí que puedes si tienes la clave que te permite descifrarlos.

– ¿Cómo consigues la clave?

– Te la tiene que enviar el remitente, o ya la tienes en tu poder.

Sidney se echó hacia atrás en la silla y aflojó los músculos. Jason tenía la clave.

– No la tengo.

– Eso no tiene sentido.

– ¿Alguien se enviaría un mensaje cifrado a sí mismo? -preguntó Sidney.

– No, quiero decir, en circunstancias normales no lo haría. Si ya tienes el mensaje en la mano, ¿por qué cifrarlo y enviártelo a ti mismo por Internet a otro destino? Le daría a alguien la oportunidad de interceptarlo y quizá de dar con la clave. Pero ¿no me has dicho que te lo ha enviado un cliente?

Sidney se estremeció de frío.

– Jeff, ¿tienes café? Aquí dentro hace frío.

– Acabo de preparar una cafetera. Mantengo la temperatura de la habitación un poco más baja por el calor que emiten los equipos. Ahora vuelvo.

– Gracias.

Sidney estaba abstraída en la contemplación de la pantalla cuando volvió Fisher con dos tazas de café.

El joven bebió un trago del líquido caliente mientras Sidney se echaba hacia atrás en la silla y cerraba los ojos. Ahora fue Fischer quien se dedicó a estudiar la pantalla. Retomó la conversación donde la había dejado.

– Nadie cifraría un mensaje para mandárselo a sí mismo. -Bebió más café-. Sólo lo haces si se lo mandas a otra persona.

Sidney abrió los ojos y se irguió bruscamente. La imagen del correo electrónico en la pantalla del ordenador de Jason como un fantasma electrónico pasó por su mente. Había desaparecido en una fracción de segundo. ¿La clave? ¿Era la clave? ¿Él se la había enviado? Cogió a Fisher del brazo.

– Jeff, ¿es posible que una carta electrónica aparezca en tu pantalla y después desaparezca? No está en el buzón. No aparece en el sistema. ¿Cómo es posible?

– Muy fácil. El remitente tiene una ventana de oportunidad para cancelar la transmisión. No puede hacerlo después de que el correo huya sido abierto y leído. Pero en algunos sistemas, depende de la configuración, puedes retener un mensaje hasta que lo abre el destinatario. En ese aspecto es mejor que el correo público. -Fisher sonrió-. Venís, te cabreas con alguien, le escribes una carta donde lo pones verde y la envías, pero entonces te arrepientes. Una vez que está dentro de la saca, no la puedes recuperar. De ninguna manera. En cambio, con el correo electrónico sí que puedes. Hasta cierto punto.

– ¿Qué me dices si está fuera de la red? ¿O metida en Internet?

– Es más difícil de hacer por la cadena de transmisión que sigue el mensaje. -Fisher se rascó la barbilla-. Son como las barras en los parques infantiles. -Sidney le miró confusa-. Ya sabes, trepas por un lado, pasas por encima de la barra superior y bajas por el otro lado. Así más o menos es como viaja la correspondencia por Internet. Las partes son fluidas per se, pero no necesariamente forman una sola unidad coherente. El resultado es que, a veces, la información enviada no se puede recuperar.

– ¿Pero es posible?

– Si la carta electrónica se envió utilizando el mismo servidor en toda la ruta, digamos, America Online, puedes recuperarlo.

Sidney pensó deprisa. Estaban abonados a America Online. Pero ¿por qué Jason le iba a enviar la clave y después retirarla? Se estremeció. A menos que él no hubiese sido el que canceló la transmisión.

– Jeff, si estás enviando una carta electrónica y quieres transmitirla, pero otro no quiere, ¿te lo pueden impedir? ¿Cancelar la transmisión como tú dijiste, aunque el remitente quiera enviarla?

– Esa es una pregunta muy rara. Pero la respuesta es sí. Lo único que necesitas es tener acceso al teclado. ¿Por qué lo preguntas?

– Sólo pensaba en voz alta.

Fisher la miró con curiosidad.

– ¿Pasa algo, Sidney?

– ¿Es posible leer el mensaje sin la clave? -replicó Sidney sin hacer caso a la pregunta.

Fisher miró a la pantalla y después se volvió para mirar a Sidney, pensativo.

– Se pueden emplear algunos métodos. -Lo dijo vacilante, con un tono mucho más formal.

– ¿Podrías intentarlo, Jeff?

– Escucha, Sidney, inmediatamente después de tu llamada de esta mañana, llamé a la oficina para preguntar sobre unos trabajos en marcha. Me dijeron… -Fischer hizo una pausa y se enfrentó a la mirada de preocupación de su amiga-. Me hablaron de ti.

Sidney se puso de pie con la cabeza gacha.

– También leí el periódico antes de que llegaras. ¿De qué va todo esto? No quiero meterme en líos.

Sidney volvió a sentarse y miró directamente a la cara de Fisher mientras le estrechaba una mano entre las suyas.

– Jeff, un mensaje electrónico apareció en el ordenador de mi casa. Creí que era de mi marido. Pero entonces desapareció. Creo que quizá contenga la clave de este mensaje porque Jason se envió el disquete a sí mismo. Necesito leer lo que está escrito en el disquete. No he hecho nada malo a pesar de lo que digan en la firma o en el periódico. Todavía no tengo ninguna prueba para demostrarlo. Tendrás que confiar en mi palabra.

Fisher la miró durante un buen rato y por fin asintió.

– Vale, te creo. Eres una de los pocos abogados de la firma que me cae bien. -Se enfrentó a la pantalla con aire decidido-. Tomaría un poco más de café. Si tienes hambre, busca algo en el frigorífico. Esto puede tardar un rato.