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– Eh, vive y deja vivir. Ese es mi lema. Por mí el tipo puede salir con quien más le guste.

– Quentin Rowe tiene unos trescientos millones de dólares, y al paso que va, tendrá los mil millones antes de cumplir los cuarenta -apuntó Hardy sin apartar la mirada de la pareja-. Yo diría que es un soltero muy codiciado.

– Estoy seguro de que hay mil mujeres dándose de hostias para ver quién lo pilla.

– Y que lo digas. Pero el tipo es un genio. Se merece el éxito.

– Sí, me acompañó en una visita por la compañía. No comprendí ni la mitad de lo que me dijo, pero era muy interesante. Sin embargo, no puedo decir que vea claro dónde nos está llevando tanta tecnología.

– No puedes detener el progreso, Lee.

– No quiero pararlo, Frank, sólo quiero escoger mi parte en el mismo. Si le hago caso a Rowe, al parecer no tendré esa oportunidad.

– Sí, asusta un poco, pero, desde luego, ganas un pastón.

Sawyer volvió a mirar hacia la mesa de Rowe.

– Y ya que hablamos de parejas. Rowe y Gamble forman una muy extraña.

– Vaya, ¿por qué lo dices? -Hardy sonrió-. Ahora, en serio, se cruzaron en el momento oportuno. El resto es historia.

– Es lo que me han dicho. Gamble tenía el dinero y Rowe el cerebro.

– No te equivoques con Nathan Gamble -replicó Hardy-. No es fácil ganar tanto dinero en Wall Street. Es un tipo brillante y un gran empresario.

Sawyer se secó los labios con la servilleta.

– Fantástico, porque el tipo no saldrá adelante sólo con el encanto.

Capítulo 42

Eran las ocho cuando Sidney llegó al hogar de Jeff Fisher, una casa pareada en la elitista parte antigua de Alexandria. Fisher, un joven bajo y regordete, vestido con un chándal del MIT, zapatillas de tenis raídas y una gorra de los Red Sox que le cubría la cabeza casi calva, le dio la bienvenida y la acompañó hasta una habitación grande atiborrada con equipos informáticos de toda clase que llegaban hasta el techo, cables por todas partes y una multitud de regletas de enchufes, todas ocupadas. Sidney pensó que todo eso parecía más propio de la sala de guerra del Pentágono que de una casa particular en esta tranquila zona residencial. Fisher observó con orgullo el asombro de Sidney.

– En realidad, he tenido que sacar algunas cosas -comentó sonriente-. Me había pasado de la raya.

Sidney sacó el disquete del bolsillo.

– Jeff, ¿podrías meterlo en tu ordenador y leer lo que pone?

Fisher cogió el disquete, desilusionado.

– ¿Es lo único que necesitas? Lo podrías haber leído en el ordenador que tienes en la oficina, Sidney.

– Lo sé, pero me dio miedo meter la pata. Llegó por correo y quizás esté dañado. Yo no entiendo de ordenadores como tú, Jeff. Por eso he venido al mejor.

La alabanza de Sidney provocó la expresión radiante de Fisher.

– Vale. Tardaré un segundo.

Fue a introducir el disquete en el ordenador pero Sidney le detuvo.

– Jeff, ¿el ordenador está on-liné?

Fisher miró al ordenador y después miró a Sidney.

– Sí, utilizo tres servicios diferentes, y además tengo mi propia entrada a Internet a través del MIT como servidor. ¿Por qué?

– ¿Podrías utilizar un ordenador que no esté on-line? ¿La gente no puede conseguir información de tu base de datos si estás on-line?

– Sí, es una calle de dos direcciones. Tú envías información y otros se enganchan. Esa es la transacción. Pero es una transacción muy grande, y algunas veces no estoy seguro de que valga la pena.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Alguna vez has oído mencionar la radiación de Van Eck? -replicó Fisher. Sidney meneó la cabeza-. Es la escucha electromagnética.

– ¿Qué es eso? -Sidney le miró con la expresión en blanco.

Fisher se volvió en el sillón giratorio y miró a la abogada.

– Todas las corrientes eléctricas producen un campo magnético. Los ordenadores emiten campos magnéticos bastante fuertes. Esas transmisiones se pueden captar y grabar sin muchas dificultades. Esta pantalla -Fisher señaló la unidad- envía señales de vídeo claras si tienes el equipo de recepción adecuado, algo que está a disposición de cualquiera. Podría ir al centro de la ciudad con una antena direccional, un televisor en blanco y negro y algunos dólares de componentes electrónicos y robar la información de todas las redes informáticas de los bufetes de abogados, empresas financieras y del Estado que estén en funcionamiento. La mar de fácil.

Sidney le miró estupefacta.

– ¿Me estás diciendo que puedes ver lo que está en la pantalla de otra persona? ¿Cómo es posible?

– Muy sencillo. Las formas y líneas en la pantalla de un ordenador están compuestas de millones de pequeños puntos llamados píxeles. Cuando tecleas una orden, los electrones se disparan hacia el punto de la pantalla donde están los pixeles apropiados; es como pintar un cuadro. La pantalla debe estar sometida a un bombardeo constante de electrones para mantener los píxeles encendidos. Da lo mismo que estés jugando o que utilices un procesador de textos, esa es la manera que tienes de ver las cosas en la pantalla. ¿Me sigues?

Sidney asintió.

– Vale. Cada vez que se disparan los electrones contra la pantalla, producen un impulso de alto voltaje de emisiones electromagnéticas. Un monitor de televisión puede recibir esos impulsos píxel a píxel. Sin embargo, como un monitor de televisión normal no puede organizar estos pixeles de una forma adecuada para reconstruir lo que está en tu pantalla, se utiliza una señal de sincronización artificial para que la imagen reproducida sea clara.

Fisher hizo una pausa para mirar otra vez el ordenador.

– ¿La impresora? ¿El fax? Lo mismo. ¿El teléfono móvil? Si me dejas usar el escáner un minuto, tendré el número de serie electrónico interno, el número de tu teléfono, los datos de tu estación y del fabricante del aparato. Programo todos estos datos en algunos chips reconfigurados y puedo comenzar a vender llamadas a larga distancia y cargarlas en tu cuenta. Cualquier información que circule a través de un ordenador, ya sea por línea telefónica o por el aire, es caza libre. ¿Y qué no lo es en estos días? No hay nada seguro. ¿Sabes cuál es mi teoría? Que muy pronto dejaremos de utilizar los ordenadores por los problemas de seguridad. Volveremos a las máquinas de escribir y al «mensaca».

Sidney miró a Fisher para que le aclarara el término.

– «Mensaca» es el término despectivo que utilizan los informáticos para referirse al servicio de correos. Sin embargo, quizá sean ellos los que rían los últimos. Acuérdate de lo que te digo. Ese día se aproxima.

De pronto, a Sidney se le ocurrió una idea.

– Jeff, ¿qué me dices de los teléfonos normales? ¿Puede ser que yo llame a un número, pongamos el número de mi oficina, y me conteste una persona que es imposible que esté allí?

– Alguien se conectó al conmutador -respondió Fisher en el acto.

– ¿El conmutador? -Sidney no salía de su asombro.

– Es la red electrónica a través de la cual viajan por el país todas las comunicaciones entre teléfonos normales y móviles. Si estás enganchada, puedes comunicarte con total impunidad. -Fisher volvió a mirar su ordenador-. De todas maneras, Sid, tengo instalado un sistema muy seguro.

– ¿Es absolutamente seguro? ¿Nadie puede entrar?

– Creo que nadie en su sano juicio haría esa afirmación, Sidney.

Sidney miró el disquete, y deseó poder arrancarle las páginas y leerlas.

– Disculpa si parezco paranoica.

– Tranquila. No pasa nada, pero la mayoría de los abogados que conozco rayan en la paranoia. Supongo que en la facultad les deben dar clases sobre el tema. Sin embargo, podemos hacer esto. -Desenchufó la línea telefónica de la unidad central-. Ahora estamos oficialmente of-line. Tengo instalado un antivirus de primera en el sistema, por si acaso han puesto algo antes. Ahora mismo acabo de hacer la comprobación, así que estamos seguros.