Media hora después, Sidney Archer, hecha un basilisco, entró en el despacho de Nathan Gamble, escoltada por Richard Lucas. Detrás de la pareja venía Quentin Rowe, con una expresión de asombro. Sidney se acercó a la enorme mesa de Gamble y le arrojó el ejemplar del Post sobre la falda.
– Espero que tenga algunos abogados muy buenos en juicios por calumnias. -Estaba tan furiosa que Lucas se adelantó, pero Gamble le hizo retroceder con un gesto. El presidente de Tritón cogió el periódico y les echó una ojeada a los titulares. Después miró a Sidney.
– Yo no escribí esto.
– ¡Y una mierda!
Gamble apagó el cigarrillo y se puso de pie.
– Perdone, señora, pero o mucho me equivoco o aquí el cabreado tendría que ser yo.
– Aquí dice que mi marido saboteó a un avión, vendió secretos y le robó dinero. No es más que una sarta de mentiras y usted lo sabe.
Gamble rodeó la mesa y se acercó a Sidney con una expresión feroz.
– Deje que le diga lo que sé, señora. Me han robado una montaña de dinero; eso es un hecho. Y su marido le dio a RTG todo lo que necesita para hundir mi compañía. Eso es otro hecho. Qué se supone que debo hacer, ¿darle a usted una maldita medalla?
– No es verdad.
– ¡Sí que lo es! -Gamble le acercó una silla-. ¡Siéntese!
Gamble abrió un cajón de la mesa, sacó una cinta de vídeo y la arrojó a Lucas. Luego, apretó un botón de la consola y se deslizó un tabique de la pared para dejar a la vista un equipo de televisor y vídeo. Mientras Lucas cargaba la cinta, Sidney se sentó; le temblaban las piernas. Miró a Quentin Rowe, quieto como una estatua en un rincón del despacho. El joven no le quitaba la mirada de encima. Nerviosa, se pasó la lengua por los labios resecos y volvió a centrar la mirada en la pantalla gigante del televisor.
El corazón le dio un vuelco al ver a su marido. Sólo había escuchado su voz desde aquel horrible día, y era como si hubiese pasado una eternidad. Al principio, sólo se fijó en los movimientos ágiles que le eran tan conocidos. Después se centró en el rostro y soltó una exclamación ahogada. Nunca le había visto tan nervioso, sometido a tanta tensión. La entrega del maletín, el estruendo del avión, las sonrisas de los hombres, la lectura de los documentos, todas esas cosas estaban en un segundo plano, mientras miraba a Jason. Sus ojos enfocaban de cuando en cuando la hora y la fecha que aparecían en una esquina de la imagen, y sufrió otra sacudida cuando comprendió el significado de los números. Se acabó la cinta y la pantalla del televisor quedó a oscuras. Sidney volvió la cabeza y descubrió que las miradas de todos los presentes estaban centradas en ella.
– El intercambio tuvo lugar en unos locales de RTG en Seattle mucho después de que aquel avión se estrellara contra el suelo -manifestó Gamble detrás de Sidney-. Si todavía quiere demandarme, adelante, hágalo. Pero le aviso que si perdemos CyberCom le costará cobrar la indemnización.
Sidney se levantó. Gamble buscó algo detrás de la mesa.
– Aquí tiene su periódico.
El magnate le arrojó el periódico, y ella, aunque apenas podía mantenerse en pie, lo cogió al vuelo. Un segundo después, se había marchado.
Sidney entró en el garaje y oyó el ruido de la puerta automática al cerrarse. Temblaba de un modo convulso y le costaba trabajo respirar a causa del llanto. Fue a coger el periódico y entonces vio la mitad inferior de la portada. Sufrió otra conmoción, y ésta mezclada con un componente muy claro de miedo incontrolable.
La fotografía del hombre era de hacía unos años, pero el rostro era inconfundible. Ahora conoció su nombre: Edward Page. Había sido investigador privado en la ciudad durante cinco años después de haber pasado diez como agente de la policía neoyorquina. Había sido el fundador y único empleado de Prívate Solutions. Page había sido la víctima mortal de un robo en el aparcamiento del aeropuerto Nacional. Divorciado, dejaba atrás dos hijos.
Los ojos conocidos la contemplaron desde las profundidades de la página, y un estremecimiento helado le recorrió todo el cuerpo. Para ella era evidente que la muerte de Page no era obra de un ladrón que buscaba tarjetas de crédito y unos cuantos dólares. Unos pocos minutos después de hablar con ella, el hombre estaba muerto. Tenía que ser muy tonta para atribuir el asesinato a una coincidencia. Salió del Ford y entró corriendo en la casa.
Sacó la brillante Smith amp; Wesson Slim Nine niquelada que guardaba en una caja metálica dentro del armario del dormitorio y se apresuró a cargarla. Las balas HydraShok de punta hueca serían muy efectivas contra cualquiera que intentara atacarla. Sacó el billetero. El permiso para llevar armas estaba vigente.
En el momento en que devolvía la caja a su sitio, en el estante superior del armario, el arma se le cayó del bolsillo y golpeó contra el borde de la mesita de noche antes de aterrizar sobre la alfombra. Gracias a Dios tenía el seguro puesto. Al recogerla, advirtió que se había saltado un trocito del plástico de la culata, pero todo lo demás estaba intacto. Pistola en mano, volvió al garaje y subió al Ford.
De pronto se quedó inmóvil. Acababa de oír un ruido procedente de la casa. Quitó el seguro del arma y apuntó hacia la puerta interior. Con la otra mano intentó meter la llave de contacto. Con las prisas, se cortó un dedo con una de las llaves. Apretó el botón del mando a distancia colocado en la visera. Su corazón parecía estar a punto de estallar mientras esperaba que la puerta acabara de subir. Mantuvo la mirada en la puerta interior, atenta a que se abriera en cualquier momento.
Recordó los detalles del artículo sobre el asesinato de Edward Page. Había dejado dos hijos. Su rostro perdió todo el color. No dejaría a su niñita sin madre. Empuñó con fuerza la culata del arma. Apretó el botón colocado en el reposabrazos de la puerta y bajó la ventanilla del pasajero. Ahora disponía de una línea de tiro despejada hacia la puerta interior. Nunca había utilizado el arma para disparar contra otra cosa excepto las dianas de práctica. Pero haría todo lo posible por matar a aquel que cruzara la puerta.
No vio al hombre que se agachó para pasar por la abertura de la puerta del garaje que continuaba subiendo. El hombre se acercó sin perder un segundo a la puerta del conductor, con un arma en la mano. En aquel instante, la puerta interior comenzó a abrirse. Sidney apretó con tanta fuerza la culata que las venas se le marcaron en el dorso de las manos. El dedo índice tiró suavemente del gatillo.
– ¡Por amor de Dios, señora! ¡Bájela, ahora! -gritó el hombre que estaba junto al Ford, con el arma apuntada a través de la ventanilla a la sien izquierda de Sidney.
La muchacha volvió la cabeza y se encontró con el agente Ray Jackson. De pronto, la puerta interior se abrió de golpe y se estrelló contra la pared. Sidney volvió a mirar en aquella dirección y vio cruzar por la abertura el corpachón de Lee Sawyer, que trazaba grandes arcos con la pistola apuntando a los vehículos.
Ray Jackson, con la pistola preparada, abrió la puerta del Ford y miró a Sidney y al arma que había estado a un punto de abrirle un agujero en el cuerpo de su compañero.
– ¿Se ha vuelto loca? -exclamó Jackson.
El agente tendió una mano por encima de la falda de Sidney, cogió el arma y le colocó el seguro. Sidney no hizo nada por impedirlo, pero entonces una expresión de furia iluminó su rostro.
– ¿Cómo se les ocurre entrar en mi casa sin avisar? Podría haber disparado contra usted.
Lee Sawyer guardó su pistola en la cartuchera y se aproximó al vehículo.
– La puerta principal estaba abierta, señora Archer. Creímos que le había pasado algo cuando no respondió a nuestra llamada.
La sinceridad en el tono apaciguó en el acto la furia de Sidney. Había dejado la puerta abierta cuando corrió a atender la llamada de su padre. Hizo un esfuerzo para no vomitar. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Se estremeció cuando un viento helado se coló en el garaje por la puerta abierta.