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Frustrado, Sawyer bajó los pies de la mesa y cogió otro informe. Riker había sido sometido a una infinidad de operaciones plásticas. Las fotos tomadas a Riker en la última detención no se parecía en nada con el hombre al que habían asesinado en un discreto apartamento de Virginia.

Sawyer hizo una mueca. Su corazonada sobre Riker había sido correcta. No había suplantado a otra persona. Sinclair había sido creado con cuatro datos de ordenador y poco más, con el resultado de que Robert Sinclair había sido contratado como una persona viva con excelentes recomendaciones para trabajar de gasolinera en una reputada compañía de combustibles que tenía contratos con varias de las principales líneas aéreas que operaban en el aeropuerto Dulles, incluida la Western. Sin embargo, Vector había cometido algunos errores en la comprobación de los antecedentes. No habían verificado los números de teléfono de los anteriores patrones de Riker, sino que habían utilizado los teléfonos que les había suministrado el propio Riker, alias Sinclair. Todas las referencias entregadas por el muerto correspondían a pequeñas empresas de combustibles que operaban en el estado de Washington, en el sur de California y una en Alaska. En realidad, ninguna de estas compañías había existido. Cuando los agentes de Sawyer las investigaron, descubrieron que los teléfonos habían sido desconectados. Las direcciones de sus lugares de trabajo también resultaron falsas. En cambio, cuando verificaron el número de la Seguridad Social encontraron que era válido.

También habían pasado sus huellas digitales por el AFIS de la policía de Virginia. Riker había cumplido condena en una prisión del estado y se suponía que sus huellas aparecerían en los archivos, pero no estaban. Esto sólo podía significar una cosa. Alguien había entrado en las bases de datos de la administración de la Seguridad Social y de la policía de Virginia. Quizá habían quemado todo el sistema. Ahora, ¿cómo podían estar seguros de nada? Sin una seguridad absoluta, los sistemas se convertían en inservibles. Y si alguien podía hacer eso con los ficheros de la Seguridad Social y de la policía, ¿quién estaba a salvo? Sawyer apartó los informes con un gesto de furia y se sirvió otra taza de café. Después inició otro de sus típicos paseos por la sala.

Jason Archer les llevaba muchísima ventaja. Sólo había habido una razón para que Sidney Archer viajara a Nueva Orleans. De hecho, podría haber ido a cualquier otra ciudad. Lo importante era que saliera de la ciudad. Y cuando lo hizo, el FBI se había ido con ella. Su casa había quedado sin vigilancia. El agente se había enterado a través de los vecinos de que los padres y la hija de Sidney se habían marchado poco después que ella.

Sawyer cerró y abrió los puños. Una trampa. Y él había caído como cualquier novato. No tenía ninguna prueba directa, pero sabía como que se llamaba Sawyer que alguien había entrado en aquella casa y se había llevado algo. Asumir semejante riesgo significaba que algo importantísimo se le había escapado de entre los dedos.

No había sido una buena mañana y amenazaba con ser mucho peor. No estaba acostumbrado a que le dieran un puntapié en el culo en cada esquina. Había informado a Frank Hardy de los resultados conseguidos hasta ahora. Su amigo estaba haciendo averiguaciones sobre Paul Brophy y Philip Goldman. Hardy, como era de esperar, se había extrañado al enterarse de la visita clandestina de Brophy a la habitación de Sidney.

Sawyer cogió el periódico y leyó el titular. Calculó que en aquel momento, la mujer se sentiría dominada por el pánico. A la vista de que Jason Archer estaba enterado de la persecución, habían decidido hacer públicos sus presuntos delitos: espionaje industrial y malversación de fondos de Tritón Global. No se aludía a su participación directa en la catástrofe aérea, pero sí que aparecía en la lista de pasajeros aunque no había llegado a embarcar. Cualquiera podía leer entre líneas lo que faltaba. También se mencionaban con amplitud las recientes actividades de Sidney Archer. Miró su reloj. Se disponía a visitar a Sidney Archer por segunda vez. Y a pesar de su simpatía personal por la mujer, no pensaba marcharse de su casa hasta haber conseguido unas cuantas respuestas.

Henry Wharton permanecía delante de la ventana, con la barbilla apoyada en el pecho y la mirada puesta en el cielo cubierto de nubes. Sobre la mesa había un ejemplar del Post, con la portada boca abajo; así, al menos, no se veían los terribles titulares. Al otro lado de la mesa, cómodamente instalado en una silla, estaba Philip Goldman, que miraba la espalda de Wharton.

– En realidad, no veo que tengamos ninguna otra opción, Henry -Goldman hizo una pausa y, por un momento, una expresión complacida apareció en sus facciones habitualmente impasibles-. Comprendo que Nathan Gamble estuviese muy enfadado cuando llamó esta mañana. ¿Quién puede culparlo? Dicen por ahí que podría retirar toda la cuenta.

Wharton torció el gesto al escuchar el comentario. Se volvió con la mirada baja. Era obvio que Wharton vacilaba. Goldman se echó un poco hacia delante, ansioso por aprovechar la ventaja.

– Es por el bien de la firma, Henry. Será doloroso para mucha gente, y a pesar de mis diferencias con ella en el pasado, me incluyo en ese grupo, sobre todo porque es una profesional brillante. -Esta vez Goldman consiguió reprimir una sonrisa-. Pero el futuro de la firma, el futuro de centenares de personas, no se puede sacrificar en beneficio de una sola, Henry, y tú lo sabes. -Goldman se reclinó en la silla y cruzó las manos sobre los muslos con una expresión plácida. Exhaló un suspiro-. Yo hablaré con ella, Henry, si lo prefieres. Sé lo unidos que estabais.

Wharton alzó la mirada. Su asentimiento fue rápido, breve, como el descenso del hacha del verdugo. Goldman salió del despacho en silencio.

Sidney Archer salió a recoger el periódico cuando sonó el teléfono. Corrió hacia el interior de la casa con el Post sin abrir en la mano. Estaba casi convencida de que no podía ser su marido, pero ya no podía estar segura de nada. Lanzó el periódico encima de otro montón que aún no había tenido tiempo de leer.

La voz de su padre sonó como un trueno. ¿Había leído el periódico? ¿De qué demonios estaban hablando? Esas acusaciones… Su padre proclamó furioso que los demandaría. Los demandaría a todos, incluidos Tritón y el FBI. Sidney consiguió apaciguarlo y abrió el periódico. El titular le quitó la respiración como si alguien le hubiera pisado el pecho. Se dejó caer sobre una silla en la penumbra de la cocina. Leyó de una ojeada el artículo de primera plana que implicaba a su marido en el robo y la venta de secretos de un valor incalculable y del fraude de centenares de millones de dólares a su empresa. Y como si esto fuera poco, Jason Archer era presunto sospechoso del sabotaje del avión, al parecer con la intención de engañar a las autoridades simulando su muerte. Según el FBI, estaba vivo y era un fugitivo.

Sidney sintió que iba a vomitar cuando leyó su propio nombre en el artículo. Ella había viajado a Nueva Orleans, decía el periódico, poco después del funeral de su marido, algo que resultaba muy sospechoso. Desde luego que era sospechoso. Cualquiera, incluida Sidney Archer, habría considerado ese viaje cargado de motivos dudosos. Toda una vida de escrupulosa honestidad acababa de ser destruida para siempre. Dominada por la angustia, le colgó el teléfono a su padre. A duras penas consiguió llegar al fregadero. Las arcadas le producían mareo. Se mojó la nuca y la frente con agua fría.

Volvió a la silla y se echó a llorar. Jamás se había sentido tan indefensa. Entonces la dominó una emoción súbita: una furia tremenda. Corrió al dormitorio, se vistió y un par de minutos después abría la puerta del Ford. «Mierda.» La correspondencia cayó al suelo y, automáticamente, se agachó a recogerla. Comenzó a ordenar los sobres y se detuvo cuando cogió el paquete destinado a Jason Archer. Se tambaleó al reconocer la escritura de su marido en el sobre. Notó que había algo plano en el interior. Miró el matasellos. Lo habían enviado desde Seattle el mismo día en que Jason había salido para el aeropuerto. Se estremeció. Su marido tenía muchos sobres como éste en el estudio. Estaban diseñados específicamente para enviar disquetes por correo. Pero ahora no tenía tiempo para pensar en este asunto. Dejó la correspondencia sobre el asiento, se sentó al volante y arrancó.