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– ¿El cambio? -Sawyer miró al conductor.

– Sí, eran tres dólares y medio. Ella le dio un billete de cinco y él le devolvió un dólar y medio. No quiso aceptar propina.

El agente se sujetó al tablero con tanta fuerza que dejó las marcas de los dedos en la superficie.

– Maldita sea, eso fue.

– El sólo le devolvió el cambio -protestó el otro, asombrado-. Los veía muy bien con los prismáticos. Escuchamos todo lo que dijeron.

– Déjame adivinar. El tipo le dio una moneda de cincuenta centavos en lugar de dos de veinticinco, ¿no?

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cuántos tipos de la calle conoces que rechacen una propina de un dólar y medio, y que tengan una moneda de cincuenta para dar la vuelta? ¿Y no te parece extraño que sean tres y medio en lugar de los tres o cuatro dólares habituales? ¿Por qué tres con cincuenta?

– Para obligarte a cambiar. -La voz del conductor sonó deprimida. Empezaba a entender lo ocurrido.

– Había un mensaje pegado a la moneda. -Sawyer dirigió una mirada lúgubre al taxi en el que viajaba Sidney-. Que busquen a nuestro generoso limpiabotas. Quizá pueda darnos una descripción del que lo contrató.

Los coches continuaron su trayecto hacia el aeropuerto. Sawyer no dijo nada más y se entretuvo en contemplar los aviones de colores brillantes que sobrevolaban la carretera a poca altura. Una hora más tarde, Sawyer y otros agentes subieron al reactor privado del FBI para el viaje de regreso a Washington. El vuelo directo de Sidney había despegado. Ningún agente del FBI iba en ese avión. Sawyer y los suyos habían revisado la lista de embarque y habían observado con discreción a los pasajeros mientras esperaban para embarcar. No habían visto a Jason Archer por ninguna parte. Estaban seguros de que no ocurriría nada durante el vuelo. No querían correr el riesgo de alertar todavía más a Sidney. Ya le seguirían el rastro en el aeropuerto.

El reactor que transportaba a Sawyer despegó y en unos minutos alcanzó la altitud de crucero. Sawyer se preguntó qué demonios había pasado. ¿Para qué este viaje a Nueva Orleans? No tenía sentido. Entonces se quedó boquiabierto. La niebla se había hecho menos espesa. Pero él también había cometido un error, quizás uno muy grande.

Capítulo 37

Sidney Archer probó el café que le acababan de servir. Se disponía a coger el bocadillo de la bandeja cuando vio las marcas azules en la servilleta de papel. Leyó lo escrito, y se llevó tal sorpresa que a punto estuvo de derramar el café.

«El FBI no está en el avión. Tenemos que hablar.»

La servilleta estaba en el lado derecho de la bandeja y volvió automáticamente la mirada en esa dirección. Por un momento, ni siquiera pudo pensar. Después, poco a poco, se fijó en su compañero de asiento. Tenía el pelo rubio rojizo; el rostro bien afeitado mostraba las huellas de las preocupaciones. El hombre aparentaba unos cuarenta y tantos años y vestía pantalones y camisa blanca. De una estatura aproximada de metro ochenta, sacaba las largas piernas al pasillo para estar más cómodo. El desconocido bebió un trago de su bebida, se secó los labios con una servilleta y se volvió.

– Usted me ha estado siguiendo -susurró Sidney-. En Charlottesville.

– Y en muchos otros lugares. En realidad, la vigilo desde poco después que se estrellara el avión.

La mano de Sidney voló hacia el botón para llamar a la azafata.

– Yo en su lugar no lo haría.

Sidney detuvo su mano a unos milímetros del botón.

– ¿Por qué no? -preguntó con un tono desabrido.

– Porque estoy aquí para ayudarla a buscar a su marido -respondió él.

Sidney tardó un segundo en replicarle y cuando lo hizo su tono de desconfianza era evidente.

– Mi marido está muerto.

– No soy del FBI y no pretendo tenderle una trampa. Sin embargo, no puedo demostrar lo contrario, así que no lo intentaré. Pero le daré un número de teléfono donde podrá localizarme a cualquier hora del día o de la noche. -Le entregó una tarjeta con un número de teléfono de Virginia.

– ¿Por qué voy a llamarle? Ni siquiera sé quién es usted ni lo que hace. Sólo que me ha estado siguiendo. Eso no dice mucho a su favor -dijo Sidney cada vez más enojada a medida que desaparecía el miedo. El hombre no se atrevería a hacerle nada en un avión atestado.

– Tampoco tengo una buena respuesta para eso. -Encogió los hombros-. Pero sé que su marido no está muerto y usted también lo sabe. -Hizo una pausa. Sidney le miró atónita, sin saber qué decir-. Aunque no lo crea, estoy aquí para ayudarla a usted y a Jason, si no es demasiado tarde.

– ¿Qué quiere decir con «demasiado tarde»?

El hombre se echó hacia atrás y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, su dolor era tan evidente que las sospechas de Sidney comenzaron a desaparecer.

– Señora Archer, no sé muy bien en qué estaba metido su esposo. Pero sí sé lo suficiente para comprender que, donde sea que esté, corre un gran peligro. -Volvió a cerrar los ojos mientras Sidney se sumía una vez más en la desesperación-. El FBI la tiene sometida a vigilancia las veinticuatro horas del día. -Cuando Sidney escuchó las palabras que dijo después la dejaron helada-. Tendría que estarles muy agradecida, señora Archer.

Sidney tardó en contestar, y, cuando lo hizo, su voz sonó tan débil que el hombre tuvo que inclinarse hacia ella para escucharla.

– ¿Sabe dónde está Jason?

– Si lo supiera no estaría en este avión. -Miró su expresión desconsolada-. Lo único que puedo decirle, señora Archer, es que no estoy seguro de nada. -Exhaló un suspiro y se pasó la mano por la frente. Por primera vez, Sidney se fijó en que le temblaba la mano-. Yo estaba en el aeropuerto Dulles y vi a su marido.

Sidney abrió mucho los ojos y apretó los brazos de la butaca.

– ¿Usted seguía a mi marido? ¿Por qué?

– No he dicho que estuviera siguiendo a su marido. Bebió un trago de su bebida para refrescarse la garganta que, de pronto, se le había quedado seca-. El estaba sentado en la zona de salidas para el vuelo a Los Ángeles. Parecía nervioso y agitado. Por eso me fijé en él. Se levantó y fue al lavabo. Otro hombre le siguió unos minutos después.

– ¿Qué tiene eso de extraño?

– El segundo hombre llevaba en la mano un sobre blanco cuando entró en la zona de salidas. Aquel sobre destacaba mucho; el tipo lo movía como si fuera un farolillo. Creí que era una señal para su marido. Ya he visto utilizar esa técnica antes.

– ¿Una señal? ¿Para qué? -La respiración se le había acelerado tanto que tuvo que hacer un esfuerzo consciente para controlarla.

– Para que actuara su marido. Cosa que hizo. Fue a los lavabos. El otro hombre salió un poco más tarde. Me olvidé mencionarle que llevaba casi las mismas prendas que su marido y el mismo tipo de equipaje. Su marido no volvió a salir.

– ¿Cómo que mi marido no volvió a salir? Tuvo que hacerlo.

– Quiero decir que no volvió a salir como Jason Archer.

Sidney le miró confusa, y el hombre se apresuró a explicárselo.

– Lo primero que me llamó la atención en su marido fueron los zapatos. Vestía de traje, pero llevaba zapatillas de tenis negras. ¿Recuerda si se las puso aquella mañana?

– Estaba dormida cuando se fue.

– Cuando salió de los lavabos su apariencia era completamente distinta. Parecía un estudiante universitario; con una cazadora, el pelo diferente, y todo lo demás.

– Entonces, ¿cómo supo que era él?

– Por dos razones. La primera, que acababan de abrir los lavabos después de limpiarlos cuando entró su marido. Vigilé aquella puerta como un halcón. Nadie remotamente parecido al tipo que salió después había entrado allí. Segundo, las zapatillas de tenis negras eran inconfundibles. Tendría que haber llevado un calzado menos llamativo. Era su marido, estaba muy claro. ¿Y quiere saber algo más?

– Dígalo -le pidió Sidney sin poder contenerse.