Изменить стиль страницы

– ¿Sí? -La voz de Sawyer vibró expectante. Se frotó los ojos inyectados en sangre; los veinticinco años de experiencia no aliviaban las penurias físicas.

– ¿Cómo van las cosas por allí? -La voz de Jackson era fresca y alerta.

Sawyer miró la habitación cochambrosa antes de contestar.

– Aquí donde estoy, todo parece necesitar un buen barrido y una mano de pintura.

– Consuélate -dijo Jackson-. Cómo pillaste a Sidney Archer en el aeropuerto es la comidilla del día. Todavía no sé cómo lo conseguiste.

– Mucho me temo que agoté la suerte de mi pata de conejo, Ray. Dime que tienes algo para mí. -Sawyer cambió el auricular a la oreja derecha y estiró el brazo izquierdo para aliviar el calambre.

– Sí, señor. ¿Quieres adivinar?

– Ray, tío, te quiero, de verdad que sí, pero anoche mi cama fue un saco de dormir sobre el suelo helado, y no hay ni una parte del cuerpo que no me duela. Para colmo, no tengo calzoncillos limpios, así que a menos que desees que te dispare cuando te vea, habla ya.

– Tranquilo, grandullón. Vale, tenías razón. Sidney Archer visitó el lugar de la catástrofe en mitad de la noche.

– ¿Estás seguro? -Sawyer estaba convencido de que tenía razón, pero por hábito quería una confirmación independiente.

– Uno de los agentes… -Sawyer escuchó el ruido de los papeles que hojeaba Jackson-, el agente Éugene McKenna, estaba de servicio la noche que apareció Sidney Archer. McKenna pensó que era un curioso y le dijo que se marchara, pero entonces ella le habló del marido que estaba en el avión. Sólo quería echar una ojeada; estaba hecha polvo. McKenna se compadeció. Ya sabes, eso de viajar toda la noche para llegar hasta allí y todo lo demás. Le pidió que se identificara, comprobó los datos y después la llevó hasta cerca del cráter para que echara una ojeada. -Jackson hizo una pausa.

– ¿Y de qué coño nos sirve todo eso? -exclamó Sawyer.

– Tío, sí que estás quisquilloso. Ya llego. Cuando iban hacia el cráter, Archer le preguntó por una bolsa con las iniciales del marido. La había visto en la televisión. Supongo que salió despedida en el momento del impacto, que la encontraron y la pusieron con los demás restos. Y ahora lo importante: ella quería recuperar la bolsa.

Sawyer se sentó, miró a través de la ventana y después volvió a prestar atención al teléfono.

– ¿Qué le dijo McKenna?

– Que se trataba de una prueba y que ni siquiera la tenían allí. Que se la devolverían cuando acabaran con la investigación, algo que podía lardar mucho tiempo.

Sawyer se levantó y, con un gesto mecánico, se sirvió otra taza de café mientras pensaba en la información recibida. Su vejiga tendría que aguantarse.

– Ray, ¿qué dijo exactamente McKenna del aspecto de Archer?

– Sé lo que estás pensando. ¿Creía que su marido estaba en el avión? Según McKenna, si ella mentía, entonces es mejor actriz que Katherine Hepburn con diferencia.

– Vale, a otra cosa. ¿Qué hay de la bolsa? ¿La tienes?

– Está aquí mismo, encima de mi mesa.

– ¿Y? -El agente tensó los músculos de los hombros y los volvió a aflojar con la misma rapidez cuando escuchó la respuesta de su compañero.

– Nada. Al menos nada que nosotros podamos descubrir. La gente del laboratorio la repasó tres veces. Algunas prendas, un par de libros, una libreta con las páginas en blanco. Ninguna sorpresa, Lee.

– ¿Quieres decir que viajó toda la noche sólo por eso?

– Quizá creía que había algo más, pero no estaba.

– Eso cuadraría si el marido la estaba traicionando.

– No lo entiendo.

– Si Archer había decidido escapar, las posibilidades serían que pensara llevarse a su familia más tarde o abandonarla definitivamente. ¿Sí?

– Vale, te sigo.

– Así que si su esposa creía que él estaba en el avión, quizás al menos en la primera etapa de la fuga, eso encajaría con su desesperación en el escenario de la catástrofe. Ella creía de verdad que estaba muerto.

– Pero ¿y el dinero?

– Correcto. Si Sidney Archer sabía lo que había hecho su marido, quizás incluso le ayudó a cometer el robo, seguramente querría hacerse con el dinero. Le ayudaría a sobrellevar la pena. Entonces, vio la bolsa en la televisión.

– ¿Qué podía haber en la bolsa? La pasta, no.

– No, pero quizá había algo que la llevara hacia el dinero. Archer era un genio de la informática. Quizás un disquete con toda la información referente al lugar donde está guardado el dinero. El número de una cuenta en Suiza. La tarjeta para abrir una taquilla del aeropuerto. Podría ser cualquier cosa, Ray.

– No encontramos nada parecido a eso.

– No tenía por qué estar necesariamente en la bolsa. La vio en la televisión y decidió que podía hacerse con ella.

– Entonces, ¿crees de verdad que estuvo en este asunto desde el principio?

Sawyer se sentó, cansado.

– No lo sé, Ray. Tampoco lo tengo muy claro. -Esto no era del todo cierto, pero Sawyer no quería ponerse a discutir con su compañero.

– ¿Y qué me dices del sabotaje al avión? ¿Cómo encaja?

– ¿Quién sabe si encaja? -contestó Sawyer con un tono brusco-. Quizá no están relacionados. Tal vez él pagó para que sabotearan el avión y tapar el rastro. Eso es lo que Frank Hardy cree que sucedió. -Sawyer se había acercado a la ventana mientras hablaba. Lo que vio en la calle lo llevó a finalizar la conversación casi en el acto.

– ¿Alguna cosa más, Ray?

– No, es todo.

– Bien, porque tengo que correr.

Sawyer colgó el teléfono, cogió la cámara y comenzó a sacar fotos. Después, se apartó de la ventana y observó mientras Paul Brophy miraba a un lado y a otro de la calle, subía los escalones del Lafitte Guest House y entraba en el hotel.

Capítulo 36

El ruido y la alegría asociados con Jackson Square marcaban un fuerte contraste con la actividad mucho más modesta que reinaba en las calles del barrio francés a esa hora de la mañana. Músicos, malabaristas, equilibristas en velocípedos, intérpretes del Tarot y artistas de un talento que iba de lo soberbio a lo mediocre competían por la atención y los dólares de los pocos turistas que paseaban a pesar del mal tiempo.

Sidney pasó por delante de la catedral de San Luis con sus tres torres en busca de una cafetería. También seguía las instrucciones de su marido. Si él no se había puesto en contacto con ella en el hotel a las 10, Sidney debía ir a Jackson Square. La estatua ecuestre de Andrew Jackson, que había dignificado la plaza durante los últimos ciento cuarenta años, pareció cernirse sobre Sidney cuando pasó frente a ella camino del Frech Market Place en Decatur Street. Sidney había visitado la ciudad en varias ocasiones, durante sus años de estudiante, a una edad en que había sido capaz de sobrevivir al Mardi Gras e incluso disfrutar y participar en el beber sin ton ni son.

Se sentó en la terraza del café con vistas al río y, mientras bebía un café bien caliente y mordisqueaba sin mucho entusiasmo un cruasán con demasiada mantequilla, se entretuvo contemplando el paso de las barcazas y los remolcadores que navegaban lentamente por el poderoso Misisipí en dirección al enorme puente que se veía a lo lejos. A menos de cien metros de ella y apostados a cada lado, estaban los equipos del FBI. Los aparatos de escuchas que apuntaban discretamente hacia ella podían captar cualquier palabra que dijera o le dijeran.

Sidney Archer permaneció sola durante unos minutos. Acabó el café y siguió sumida en sus pensamientos con la mirada puesta en las crestas blancas de las olas.

– Tres dólares con cincuenta a que puedo decirle dónde guarda los zapatos.

Sidney salió de su ensimismamiento y miró asombrada el rostro de su interlocutor. Detrás de ella, los agentes avanzaron un paso, alertas. Se hubieran lanzado a la carrera cuando el hombre se acercaba pero no lo hicieron porque el tipo era negro, bajo y rondaba los setenta años. Aquel no era Jason Archer. Pero podía ser algo.