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– El otro tipo llevaba el sombrero de su marido. Con el sombrero era casi imposible distinguirlo de Jason.

Sidney inspiró con fuerza mientras asimilaba esta información.

– Su marido se puso en la cola del vuelo a Seattle. Llevaba el mismo sobre blanco que había llevado el otro tipo. En el sobre estaban el billete y la tarjeta de embarque para el vuelo a Seattle, y el otro se había quedado con los del vuelo a Los Ángeles.

– O sea que intercambiaron los billetes en los lavabos. El otro se vistió como Jason por si acaso alguien vigilaba.

– Eso es -asintió el desconocido-. Su marido quería que alguien creyera que había tomado el vuelo a Los Ángeles.

– Pero ¿por qué? -La pregunta sonó como si se la hiciera a sí misma.

– No lo sé. Lo que sí sé es que el avión donde supuestamente viajaba su marido se estrelló. Entonces, mis sospechas aumentaron todavía más.

– ¿Fue a la policía?

– ¿Para decirles qué? -El hombre meneó la cabeza-. No es como si hubiese visto que metían una bomba en el avión. Además, tenía mis propios motivos para mantener la boca cerrada.

– ¿Qué motivos?

El hombre levantó una mano y volvió a menear la cabeza.

– Dejemos eso por el momento.

– ¿Cómo descubrió la identidad de mi marido? Doy por hecho que usted no le conocía de vista.

– Nunca lo había visto. Me acerqué a él un par de veces antes de que se metiera en los lavabos. Llevaba una etiqueta con su nombre y la dirección en el maletín. Soy muy bueno leyendo las cosas al revés. No tardé mucho en averiguar dónde trabajaba, lo que hacía para ganarse la vida y muchas más cosas de las necesarias. También averigüé lo mismo de usted. Entonces fue cuando comencé a seguirla. Le seré honesto, no sabía si usted corría peligro o no. -Su tono era inexpresivo, pero a Sidney se le heló la sangre al enterarse de esta repentina intrusión en su vida privada.

»Entonces, mientras hablaba con un amigo mío en la jefatura de Fairfax llegó una orden de busca y captura con la foto de su marido. A partir de ese momento comencé a seguirla. Creía que quizá me llevaría hasta él.

– Ah. -Sidney se arrellanó en la butaca. Entonces se le ocurrió una pregunta-. ¿Cómo es que me siguió a Nueva Orleans?

– Lo primero que hice fue pinchar su teléfono. -No hizo caso de la expresión de asombro de Sidney-. Necesitaba saber sin más demoras dónde iba a ir. Escuché la conversación con su marido. Me pareció muy reservado.

El avión continuaba su viaje por el cielo nocturno. Sidney tocó la manga de la camisa del hombre.

– Dice que no es del FBI. ¿Quién es usted? ¿Por qué está metido en esto?

El hombre asomó la cabeza al pasillo y miró en ambas direcciones antes de responder. Miró a Sidney y exhaló un suspiro.

– Soy un investigador privado, señora Archer. El caso que me ocupa la jornada completa es su marido.

– ¿Quién le ha contratado?

– Nadie. -El hombre volvió a asomar la cabeza-. Creía que su marido quizá se pondría en contacto con usted. Y lo hizo. Por eso estoy aquí. Pero me parece que lo de Nueva Orleans fue un fracaso. Habló con él desde el teléfono público, ¿no? El limpiabotas le pasó un mensaje, ¿no es así?

Sidney vaciló un momento y acabó por asentir.

– ¿Le dio su marido alguna pista sobre su paradero?

– Dijo que se pondría en contacto conmigo más adelante. Cuando fuera más seguro.

– Eso podría ser dentro de mucho tiempo -replicó el hombre con un tono casi burlón-. Muchísimo tiempo, señora Archer. -El avión comenzó la maniobra de descenso para aterrizar en el aeropuerto de Washington-. Un par de cosas más, señora Archer. Cuando escuchaba la grabación de usted y su marido hablando por teléfono, había un ruido de fondo. Como si hubieran dejado un grifo abierto. No estoy seguro, pero creo que había alguien escuchando por otra línea. -En el rostro de Sidney apareció una expresión de desconcierto-. Señora Archer, hágase a la idea de que los federales saben que Jason está vivo.

Unos cinco minutos más tarde, el avión tocó tierra y reinó el bullicio en la cabina.

– Dijo que quería decir dos cosas. ¿Cuál es la segunda?

El hombre se inclinó para recoger un pequeño maletín de debajo del asiento que tenía delante. Después, se acomodó en el asiento y la miró a los ojos.

– La gente capaz de derribar un avión puede hacer cualquier cosa. No confíe en nadie, señora Archer. Y tenga más cuidado que nunca. Incluso eso puede no ser suficiente. Lamento si el consejo no le parece gran cosa, pero es el único que le puedo dar.

El hombre se levantó y desapareció entre los pasajeros que desembarcaban. Sidney fue una de las últimas en salir del avión. A esas horas no había tanta gente en el aeropuerto. Caminó hacia la parada de taxis. No olvidó el consejo del hombre y procuró en todo momento mantener la vigilancia sin llamar demasiado la atención. El único consuelo era que entre los individuos que la seguían, al menos algunos pertenecían al FBI.

El hombre, después de dejar a Sidney, cogió el autobús interior que le llevó hasta el aparcamiento. Eran casi las diez de la noche. La zona estaba desierta. Llevaba una maleta con una etiqueta color naranja que indicaba que en el equipaje había un arma de fuego descargada. En cuanto llegó al coche, un Gran Marquis último modelo, abrió la maleta para sacar la pistola y cargarla antes de meterla en la cartuchera.

La hoja del puñal le atravesó el pulmón derecho, y luego el mismo proceso se repitió con el pulmón izquierdo para evitar cualquier posibilidad de que lanzara un grito. A continuación, la hoja le rebanó el lado derecho del cuello. La maleta y la pistola, ahora inútil para su dueño, cayeron al suelo. Un segundo después, el hombre se desplomó con los ojos vidriosos en una última mirada a su asesino.

Apareció una furgoneta y Kenneth Scales se sentó en el asiento del pasajero. Un segundo más tarde, el hombre muerto estaba solo.

Capítulo 38

Lee Sawyer estaba sentado en la sala del SIOC en el edificio del FBI. Sobre la mesa había una multitud de informes. Se pasó una mano por el pelo revuelto, inclinó la silla para atrás y puso los pies sobre la mesa, absorto en el análisis de los últimos hechos. El informe de la autopsia de Riker consignaba que llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas cuando encontraron el cadáver. Pero Sawyer sabía que al ser la temperatura de la habitación cercana a los cero grados, el cálculo del tiempo desde que se iniciara el proceso de putrefacción no podía tener la misma precisión.

El agente miró las fotos de la pistola Sig P229 que habían recuperado en la escena del crimen. Los números de serie habían sido limados y después acabados de borrar con una broca. A continuación, contempló las fotos de los proyectiles de punta hueca extraídos del cadáver. Riker había recibido once balas además, de la que lo había matado. El número de disparos tenía desconcertados a los agentes del FBI. El asesinato de Riker tenía todas las características de un asesino profesional, y éstos nunca necesitaban más de un disparo. En este caso, señalaba el dictamen del forense, el primer disparo había provocado la muerte al instante. El corazón había dejado de latir cuando los restantes proyectiles le atravesaron el cuerpo.

Las manchas de sangre en la mesa, la silla y el espejo señalaban que a Riker le habían disparado por la espalda mientras estaba sentado. Al parecer, el asesino había sacado a Riker de la silla, lo había arrojado boca abajo en el rincón del dormitorio y después le había vaciado el cargador del arma de pie y desde una distancia de un metro. Pero ¿por qué? Sawyer no podía contestar a esa pregunta por el momento. Pensó en otra cosa.

A pesar de las numerosas investigaciones y posibles pistas, no habían averiguado nada sobre los movimientos de Riker en los últimos dieciocho meses. No tenía dirección, amigos, trabajos o tarjetas de crédito. Nada. Mientras tanto, la Operación Rápida procesaba millones de datos al día sobre la tragedia aérea, sin sacar nada en limpio. Sabía cómo se había producido, tenían el cadáver del desgraciado responsable de la catástrofe, pero todo acababa con el cuerpo.