Le dio unos cuantos pasos de ventaja y comenzó a seguirla. La persecución acabó en la cola delante del mostrador de United Airlines. Fuera de la vista de Sawyer y Sidney, Paul Brophy arrastraba el carrito de equipaje hacia la puerta de embarque de American Airlines. En un bolsillo de la chaqueta llevaba todo el itinerario de viaje de Sidney, que había obtenido gracias a la conversación telefónica con Jason. Siguió su camino sin prisa; se lo podía permitir. Incluso tendría tiempo para llamar a Goldman.
Después de cuarenta y cinco minutos de cola, Sidney recibió el billete y la tarjeta de embarque. Sawyer, que la vigilaba a distancia, se fijó en el grueso fajo de billetes que sacó para pagar. En cuanto la mujer desapareció de la vista, Sawyer se adelantó sin hacer caso de la cola, con la credencial del FBI en alto para acallar las protestas de los pasajeros.
La empleada miró la placa y después al agente.
– La mujer a la que le acaba de vender un billete, Sidney Archer. Alta, rubia, guapa, vestida de azul y con un abrigo blanco colgado del brazo -añadió Sawyer por las dudas de que su presa hubiese utilizado un alias-. ¿Cuál es su vuelo? Rápido.
La empleada permaneció inmóvil durante un segundo, y después comenzó a apretar las teclas del ordenador.
– Vuelo 715 a Nueva Orleans. Sale dentro de veinte minutos.
– ¿Nueva Orleans? -murmuró Sawyer. Ahora lamentaba haberse entrevistado personalmente con Sidney Archer. Ella le reconocería en el acto. Pero no había tiempo para llamar a otro agente-. ¿Cuál es la puerta de embarque?
– La once.
– ¿Qué asiento tiene?
– Veintisiete C -respondió la joven después de mirar la pantalla.
– ¿Hay algún problema? -preguntó la supervisora que se había acercado a ver el motivo de la demora en la atención a los otros pasajeros.
Sawyer le mostró sus credenciales y le explicó rápidamente cuál era la situación. La supervisora cogió el teléfono y avisó a la puerta de embarque y al control de seguridad, que, a su vez, informaría a la tripulación. La última cosa que deseaba Sawyer era que alguien viera su arma durante el viaje con el resultado de que la policía de Nueva Orleans le estuviera esperando al desembarcar del avión.
Unos minutos más tarde, Sawyer, con un sombrero viejo que había tomado prestado de un guardia de seguridad y el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba, caminaba a toda prisa por el enorme vestíbulo de la terminal, seguido por un oficial de seguridad de la compañía aérea. Le escoltaron a través de los detectores de metales mientras él buscaba a Sidney entre la multitud. La vio entre los pasajeros que hacían la cola para embarcar. De inmediato le volvió la espalda. Esperó hasta que el último pasajero estuvo a bordo y entonces cruzó la pasarela. Se instaló en un asiento de primera clase, uno de los pocos disponibles en el avión lleno, y se permitió una sonrisa. Nunca había tenido la ocasión de viajar rodeado de tanto lujo. Buscó en el billetero la tarjeta de teléfonos. Encontró la tarjeta de Sidney. Figuraban los números del teléfono directo del despacho, del busca, del fax y del teléfono móvil. Así era el sector privado. Necesitaban tener localizada a la gente a toda hora. Cogió el teléfono del avión y metió la tarjeta en la ranura.
El vuelo a Nueva Orleans era directo, y dos horas y media más tarde el reactor aterrizó en el aeropuerto internacional de la ciudad. Sidney Archer no se había movido de su asiento en todo el vuelo, algo que Lee Sawyer agradeció de todo corazón. Había hecho varias llamadas y su equipo ya estaba preparado. En cuanto se abrió la escotilla, Sawyer fue el primero en salir.
Sidney salió del aeropuerto. Hacía una noche cálida y la joven no se fijó en el coche negro con los cristales oscuros aparcado al otro lado de la estrecha carretera ocupada por la hilera de taxis. Subió a un Cadillac gris destartalado con el cartel de Cajún Cab Company pintado en un lado del mismo, se aflojó el cuello de la camisa y se secó unas gotas de sudor de la frente.
– Por favor, al Lafitte Guest House, en Bourbon Street.
El coche negro esperó un momento a que el taxi se apartara de la acera y después arrancó. En el interior, Sawyer informó de la situación a los demás agentes, sin apartar la mirada ni un momento del Cadillac destartalado.
Sidney miraba ansiosa por la ventanilla del taxi. Salieron de la autopista y se dirigieron al Vieux Carré. A lo lejos, el perfil urbano resplandecía contra el cielo oscuro. La inmensa mole del Superdome destacaba sobre todos los demás edificios.
Bourbon Street era angosta y estaba flanqueada por edificios de aspecto chillón que, al menos para las normas americanas, pertenecían al «viejo» barrio francés. En esta época del año, las treinta y seis manzanas del barrio estaban relativamente tranquilas, aunque el olor a cerveza predominaba por doquier. Los turistas que paseaban por las aceras llevaban jarras de cerveza que bebían mientras caminaban. Sidney se apeó del taxi delante de la puerta del Lafitte Guest House. Echó una rápida ojeada a ambos lados y después entró en el hotel.
En el interior olía a muebles y objetos antiguos. A la izquierda había un salón grande, decorado con buen gusto. El recepcionista enarcó un tanto las cejas al ver que Sidney no traía equipaje, pero asintió con una sonrisa cuando ella le explicó que se lo traerían más tarde. Le dieron a elegir entre subir en el pequeño ascensor o por las escaleras, y optó por estas últimas. Subió los dos pisos con la llave en la mano. Su habitación tenía una cama con cuatro postes, una mesa escritorio, bibliotecas en tres de las paredes y un sofá de estilo Victoriano.
En el exterior, el coche negro aparcó en una callejuela media manzana más allá del hotel. Un hombre vestido con pantalón vaquero y un anorak se bajó del coche, caminó hasta el hotel y entró en el edificio. Al cabo de cinco minutos estaba otra vez en el coche.
– ¿Qué pasa allí dentro? -preguntó Sawyer.
El hombre se desabrochó el anorak y dejó a la vista la pistola metida en la pretina del pantalón.
– Sidney Archer ha alquilado una habitación para dos días. La habitación está en el segundo piso, directamente en frente del rellano. Dijo que el equipaje llegaría más tarde.
El conductor miró a Sawyer, que ocupaba el asiento del pasajero.
– ¿Crees que ha venido a encontrarse con Jason Archer? -le preguntó.
– Digamos que me sorprendería mucho que hubiese venido hasta aquí sólo para relajarse y pasear un poco.
– ¿Qué quieres que hagamos?
– Vigilaremos este lugar con discreción. En cuanto Jason Archer aparezca lo detenemos. Mientras tanto, a ver si podemos meter el equipo de vigilancia en la habitación contigua a la suya. Después encárgate de pincharle el teléfono. Utiliza un equipo mixto para que los Archer no sospechen. Sidney Archer no es una persona a la que se pueda subestimar. -El tono de Sawyer reflejaba una admiración forzada. Miró a través de la ventanilla-. Salgamos de aquí. No quiero darle a Jason Archer ningún motivo para no presentarse.
El coche salió lentamente del callejón.
Sidney Archer se sentó en una silla junto a la cama y contempló a través de la ventana que daba a uno de los balcones laterales del edificio. Esperaba a su marido. Cuando no pudo aguantar más, se levantó para pasearse arriba y abajo. Creía haber despistado a los agentes del FBI en el metro pero no estaba completamente segura. ¿Y si la habían seguido? Tembló. Desde aquella llamada telefónica su vida había sufrido un segundo cataclismo. Tenía la sensación de que unas paredes invisibles la encajonaban.
Sin embargo, las instrucciones de Jason habían sido muy explícitas y estaba dispuesta a seguirlas al pie de la letra. Creía firmemente que su marido no había hecho nada malo, algo que él le había corroborado. Necesitaba su ayuda; por ese motivo había tomado un avión y ahora se paseaba por un cuarto de hotel en la ciudad más famosa de Luisiana. Todavía tenía fe en su marido, a pesar de unos acontecimientos que muy a su pesar habían sacudido esa confianza, pero nada que no fuera la muerte podría impedir que lo ayudara. ¿La muerte? Su marido ya había escapado de sus tentáculos en una ocasión. Por el sonido de su voz, ella tenía algunas dudas sobre su seguridad actual. El no había podido darle más detalles. Al menos, no por teléfono; había dicho que se los daría personalmente. Ella deseaba tanto verle, tocarlo, confirmar que no era una aparición…