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– Lo siento, chicos, pero es todo lo que hemos podido conseguir en tan poco tiempo para acomodaros a los ocho.

Los agentes del FBI subieron a la parte trasera de la furgoneta.

El vehículo tenía una pequeña ventanilla de alambre y cristal que comunicaba con la cabina delantera. Jackson la abrió para que el policía pudiera oírle.

– ¿No puede poner algo de calefacción aquí atrás?

– Lo siento -contestó el hombre-. Un detenido que transportábamos se volvió loco y estropeó los ventiladores. Todavía no hemos tenido tiempo de arreglarlos.

Acurrucado en el banco, Sawyer vio nubes de aliento tan espeso que parecía como si se hubiera declarado un incendio. Dejó el rifle sobre el suelo y se frotó los ateridos dedos para calentárselos. Una fría corriente procedente de alguna grieta invisible de la caja de la furgoneta le daba directamente entre los omóplatos. Sawyer se estremeció. «Santo Dios -pensó-, es como si alguien hubiera puesto la refrigeración a toda potencia.» No había sentido tanto frío desde que investigara las muertes de Brophy y Goldman, en el garaje. En ese momento, recordó aquel otro reciente encuentro con los gélidos efectos del aire acondicionado…, el depósito de combustible del avión. La expresión de su rostro fue de la mayor incredulidad al establecer mentalmente la conexión.

– Oh, Dios mío.

Sidney se imaginó que los hombres que habían secuestrado a su padre sólo tenían una forma de ponerse en contacto con ella. Se detuvo ante una tienda abierta, bajó del coche y se dirigió hacia el teléfono. Marcó el número de su casa, en Virginia. Al ponerse en marcha el contestador automático, hizo todo lo posible por reconocer la voz, pero no pudo. Se le dio un número al que tenía que llamar. Supuso que se trataba de un teléfono celular, antes que de un teléfono fijo. Respiró profundamente y marcó el número. Alguien contestó inmediatamente. Era una voz diferente a la del contestador automático, pero tampoco pudo identificarla. Tenía que conducir durante veinte minutos al norte de Bell Harbor, por la carretera 1, y tomar la salida hacia Port Haven. Luego, se le dieron instrucciones detalladas que la llevarían hasta un terreno aislado, entre Port Haven y la ciudad, más grande, de Bath.

– Quiero hablar con mi padre. -La petición le fue negada-. En ese caso no voy -aseguró-. Puedo imaginar que ya está muerto.

Se encontró ante un extraño silencio. El corazón le latía alocadamente en la caja torácica. El aire pareció desaparecer de sus pulmones al escuchar la voz.

– Sidney, cariño.

– Papá, ¿estás bien?

– Sid, lárgate de…

– ¿Papá? ¿Papá? -gritó Sidney al teléfono.

Un hombre que salía de la tienda en ese momento, con una taza de café en la mano, se la quedó mirando, miró después hacia el Cadillac gravemente dañado y la escudriñó de nuevo. Sidney le devolvió la mirada y su mano se deslizó instintivamente hacia el arma de nueve milímetros que llevaba en el bolsillo. El hombre regresó apresuradamente a su furgoneta y se alejó.

Escuchó de nuevo la voz. Sidney disponía de treinta minutos para llegar a su destino.

– ¿Cómo sé que lo dejarán cuando se lo entregue?

– No lo sabrá.

El tono de la voz no admitía oposición.

La abogada que había en Sidney, sin embargo, salió a relucir.

– Eso no es suficiente. Usted quiere el disquete, de modo que vamos a tener que llegar a un acuerdo.

– Tiene que estar bromeando. ¿Quiere que le devolvamos a su querido papaíto en una bolsa de plástico?

– ¿Así que nos encontramos en medio de ninguna parte, yo le entrego el disquete y usted nos deja marcharnos porque tiene un corazón bondadoso? Si acepto su propuesta, usted tendrá el disquete, mientras que mi padre y yo nos encontraremos en alguna parte del Atlántico, sirviendo de pasto para los tiburones. Tendrá que proponer algo mucho mejor si quiere lo que yo tengo.

Aunque el hombre cubrió el receptor con la mano, Sidney escuchó voces al otro lado de la línea; un par de ellas parecían enojadas.

– Se hace a nuestro modo o no hay trato.

– Muy bien, entonces me dirijo a la comisaría de la policía del estado. Procure enterarse de las noticias de la noche. Estoy segura de que no querrá perderse nada. Adiós.

– ¡Espere!

Sidney no dijo nada durante un rato. Cuando lo hizo, habló con mucha más seguridad en sí misma de la que sentía en aquellos momentos.

– Estaré en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, en pleno centro de Bell Harbor, dentro de treinta minutos. Estaré sentada en mi coche. Será fácil de ver… Es el único que dispone de un sistema extra de aire acondicionado. Sólo tiene que hacer parpadear los faros dos veces. Deje salir a mi padre. Hay un restaurante justo en frente. En cuanto lo vea entrar allí, abriré la puerta del coche, dejaré el disquete sobre la acera y me marcharé. Tenga en cuenta que voy fuertemente armada y estoy más que preparada para enviar al infierno a tantos de ustedes como pueda.

– ¿Cómo sabemos que es el disquete correcto?

– Quiero recuperar a mi padre. Será el disquete correcto. Sólo espero que se atraganten con él. ¿De acuerdo?

Ahora fue el tono de voz de Sidney el que no admitía réplica. Esperó la respuesta con ansiedad. «Dios mío, por favor, no dejes que se den cuenta de mi farol.» Emitió un suspiro de alivio cuando finalmente le llegó la respuesta.

– Está bien. En treinta minutos.

Luego se cortó la comunicación.

Sidney regresó al coche y golpeó el tablero de mandos, frustrada. ¿Cómo demonios habían podido encontrarla a ella y a su padre? Era imposible. Le parecía como si la hubieran estado vigilando a ella y a su padre durante todo el tiempo. La furgoneta blanca también estuvo en la gasolinera. Probablemente, el ataque se habría producido allí de no haber sido por la oportuna llegada de los policías estatales. Se tumbó a lo largo del asiento delantero, al tiempo que trataba de controlar sus nervios. Apartó el bolso y lo abrió, sólo para asegurarse de que el disquete seguía allí. El disquete a cambio de su padre. Pero una vez que se quedara sin él, se pasaría el resto de la vida huyendo de la policía. O, al menos, hasta que la pillaran. Menuda alternativa. Pero, en realidad, no tenía dónde elegir.

Al volver a sentarse, empezó a cerrar el bolso. Entonces se detuvo y sus pensamientos regresaron a aquella noche, la noche en la limusina. Habían ocurrido tantas cosas desde que escapara por tan poco… Y sin embargo, no había escapado en realidad, ¿verdad? El asesino la había dejado marchar y también le permitió conservar su bolso, muy cortésmente. De hecho, lo habría olvidado por completo si él mismo no se lo hubiera arrojado. Se había sentido tan feliz de salir de aquello con vida que en ningún momento llegó a considerar por qué habría hecho él algo así… Empezó a revisar el contenido del bolso. Tardó un par de minutos, pero finalmente lo encontró, en el fondo. Había sido insertado a través de un corte en el forro del bolso. Lo sostuvo en la mano y lo miró fijamente. Un diminuto dispositivo de seguimiento.

Miró hacia atrás, al tiempo que un estremecimiento le recorría la columna. Volvió a poner el coche en marcha y aceleró. Por delante de ella, un camión volquete, convertido en máquina quitanieves, acababa de detenerse junto a la acera. Miró por el espejo retrovisor. No había nadie por detrás de ella. Bajó la ventanilla del lado del conductor, se acercó al camión y echó la mano hacia atrás, preparándose para arrojar el dispositivo de seguimiento hacia la parte trasera del camión. Entonces, con la misma rapidez, detuvo el movimiento del brazo y volvió a subir la ventanilla. El dispositivo de seguimiento seguía en su mano. Apretó el acelerador y dejó atrás el camión. Observó su pequeño compañero de viaje de los últimos pocos días. ¿Qué podía perder? Se dirigió rápidamente hacia el centro de la ciudad. Tenía que llegar lo antes posible al lugar acordado para la cita. Pero antes necesitaba algo de la tienda de comestibles.