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– Sólo hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que está en la casa de la playa, junto con todo lo demás.

Sidney se dio una palmada en la frente.

– ¡Maldita sea!

– Bueno, vayamos a por él.

Ella negó con un violento gesto de la cabeza.

– Nada de eso, papá. Es demasiado arriesgado.

– ¿Por qué? Estamos armados hasta los dientes. Hemos despistado a quienes te seguían, fueran quienes fuesen. Probablemente, creerán que hemos abandonado la zona hace tiempo. Sólo tardaré un momento en conseguirlo y luego podemos regresar al motel, conectarlo y conseguir la contraseña.

– No sé, papá -dijo Sidney, vacilante.

– Mira, no sé lo que piensas tú, pero yo quiero ver lo que hay en este chisme. -Sostuvo el paquete en alto-. ¿Tú no?

Sidney se volvió a mirar el paquete y se mordió un labio. Finalmente, encendió el intermitente y se dirigió hacia la casa de la playa.

El avión de propulsión a chorro atravesó la capa de nubes bajas y se detuvo en el aeropuerto privado. Las extensas instalaciones situadas frente a las costas de Maine habían sido en otro tiempo el lugar de retiro veraniego de uno de los reyes del robo. Ahora se habían convertido en un destino solicitado entre las gentes acomodadas. Toda la zona se hallaba desierta en diciembre, donde sólo se efectuaban trabajos semanales de mantenimiento, a cargo de una empresa local. Al no haber nada en varios kilómetros a la redonda, su aislamiento era precisamente uno de sus principales atributos. Apenas a trescientos metros de distancia de la pista, el Atlántico rugía y aullaba. Del avión descendió un grupo de personas de aspecto ceñudo, que fueron recibidas por un coche que les esperaba para conducirlas a la mansión, situada a un minuto de distancia. El avión giró y rodó hacia el extremo opuesto de la pista. Una vez allí se abrieron de nuevo sus puertas y otro hombre descendió y se dirigió andando rápidamente hacia la mansión.

Sidney forcejeaba con el Cadillac y se abría paso por la carretera nevada. Las máquinas quitanieves habían pasado varias veces por la dura superficie, pero estaba claro que la madre naturaleza les ganaba la partida. Incluso el gran Cadillac se balanceaba sobre la superficie desigual. Sidney se volvió hacia su padre.

– Papá, esto no me gusta. Deberíamos ir a Boston. Podemos estar allí en cuatro o cinco horas. Nos reuniremos con mamá y Amy y mañana por la mañana encontraremos otro ordenador.

El rostro de su padre adoptó una expresión muy tenaz.

– ¿Con este tiempo? La autopista estará probablemente cerrada. Demonios, si la mayor parte del estado de Maine cierra en esta época del año. Ya casi estamos allí. Tú te quedas en el coche, dejando el motor en marcha, y yo regresaré antes de que puedas contar hasta diez.

– Pero papá…

– Sidney, no hay nadie por los alrededores. Estamos solos. Me llevaré la escopeta. ¿Crees que alguien puede intentar algo? Limítate a esperar en la carretera. No entres en el camino de acceso, así no nos quedaremos atrapados por la nieve.

Sidney consintió finalmente e hizo lo que se le decía. Su padre salió del coche, se inclinó y con una sonrisa en el rostro, le dijo:

– Empieza a contar hasta diez.

– ¡Date prisa, papá!

Observó angustiada mientras su padre avanzaba sobre la nieve, con la escopeta en la mano. Luego, empezó a escudriñar la calle. Probablemente, su padre tenía razón. Al mirar el paquete que contenía el disquete, lo tomó y se lo guardó en el bolso. No estaba dispuesta a perderlo de nuevo. Se sobresaltó de repente cuando una luz se encendió en la casa. Luego, contuvo la respiración. Su padre necesitaba ver por dónde se movía. Ya casi lo habían conseguido. Un minuto más tarde miró de nuevo hacia la casa en el momento en que se cerraba la puerta delantera y unos pasos se aproximaban al coche. Su padre había sido rápido.

– ¡Sidney! -Ladeó la cabeza de golpe y miró horrorizada mientras su padre salía precipitadamente a la terraza del segundo piso-. ¡Corre!

En el cegador blanco de la nieve, pudo ver unas manos que sujetaban a su padre y lo tiraban rudamente al suelo. Le oyó gritar de nuevo contra el viento y luego ya no lo volvió a oír. Unos faros se encendieron y la deslumbraron. Al darse media vuelta para mirar por el parabrisas, la furgoneta blanca ya casi se le había echado encima. Tuvo que haber avanzado hasta ese momento con las luces apagadas.

Entonces vio a la figura siniestra junto al coche y observó horrorizada cómo el cañón de una ametralladora empezaba a elevarse hacia su cabeza. Con un solo movimiento, apretó el dispositivo de cierre automático de las puertas, puso marcha atrás y apretó el acelerador. Al tiempo que se arrojaba de lado sobre el asiento, una ráfaga de ametralladora barrió la parte delantera del Cadillac, haciendo añicos la ventanilla del pasajero y la mitad del parabrisas. El extremo delantero del pesado vehículo se deslizó de lado bajo el repentino impulso, chocó contra carne humana y envió por los aires al que había disparado, en medio de un remolino de nieve. Finalmente, las ruedas del Cadillac se abrieron paso por entre las capas de nieve, se agarraron sobre el asfalto y el vehículo saltó hacia atrás. Cubierta por fragmentos de cristal, Sidney se enderezó en el asiento, tratando de controlar el coche que giraba, al tiempo que observaba la furgoneta que seguía avanzando sobre ella. Retrocedió a lo largo de la calle hasta que pasó ante el cruce que se alejaba de la playa. Luego, cambió la marcha, apretó el acelerador y coleteó a través del cruce. El coche se lanzó hacia delante, dejando tras de sí una estela de nieve, sal y gravilla. Al poco tiempo se encontró avanzando por la carretera, con la nieve y el viento aullando a través de las múltiples aberturas del Cadillac. Miró por el espejo retrovisor. Nada. ¿Por qué no la seguían? Casi se contestó inmediatamente a su propia pregunta, al tiempo que su mente empezaba a funcionar aceleradamente. Porque ahora tenían a su padre.

Capítulo 57

– Allá vamos, muchachos. Agarraos.

Kaplan redujo la velocidad del aire, manipuló los controles del avión, y el aparato, bamboleándose de un lado a otro, apareció de repente por entre la capa de nubes bajas. A unos pocos kilómetros por delante, unas linternas encendidas, fijadas al endurecido suelo, señalaban los confines de la pista. Kaplan observó el iluminado camino que conducía a la seguridad y una sonrisa de orgullo se extendió sobre su rostro.

– Maldita sea, qué bueno soy.

El Saab aterrizó apenas un minuto más tarde, entre un remolino de nieve. Sawyer ya había abierto la puerta antes de que el avión dejara de rodar sobre la pista. Absorbió enormes cantidades del aire helado y las náuseas se le pasaron con rapidez. Los miembros del equipo de rescate de rehenes se tambalearon al bajar, y varios de ellos tuvieron que sentarse sobre la pista cubierta de hielo, respirando profundamente. Jackson fue el último en descender. Un ya recuperado Sawyer lo miró.

– Maldita sea, Ray, estás casi blanco.

Jackson empezó a decir algo, señaló con un dedo tembloroso a su compañero, se cubrió la boca con la otra mano y, sin decir nada, se dirigió con los otros miembros del equipo hacia el vehículo que les esperaba cerca. Al lado había un policía del estado de Maine, haciendo oscilar una linterna para guiarlos.

Sawyer inclinó la cabeza para introducirla por la portezuela del avión.

– Gracias por el paseo, George. ¿Vas a quedarte por aquí? No sé cuánto tiempo puede durar esto.

Kaplan no pudo ocultar la mueca.

– ¿Bromeas? ¿Y perderme la oportunidad de llevaros a todos de regreso a casa? Estaré aquí mismo, esperando.

Con un gruñido por toda respuesta, Sawyer cerró la portezuela y echó a correr hacia el vehículo. Los otros ya estaban allí, esperándole. Al ver cuál era su vehículo de transporte, se detuvo en seco. Todos miraban la furgoneta de transporte de presos. El policía estatal los miró.