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«Hola, Sidney, soy tu tío George. Martha y yo estaremos en Canadá esta semana. Disfrutaremos mucho, aunque hace bastante frío. Os envié a ti y a Amy los regalos de Navidad, tal como os dije que haría. Pero os llegarán por correo, porque no pudimos llegar a tiempo a la condenada Federal Express, y no queríamos esperar. Procura estar a la espera. Lo enviamos en primera clase, por correo certificado, así que tendrás que firmar para recibirlos. Espero que se trate de lo que deseabas. Te queremos mucho y esperamos volver a verte pronto. Un beso a Amy de nuestra parte.»

Sidney colgó lentamente el teléfono. No tenía unos tíos que se llamaran George y Martha, pero no había ningún misterio en aquella llamada telefónica. Jeff Fisher había fingido bastante bien la voz de un anciano. Sidney regresó al coche corriendo y se metió dentro. Su padre la miró intensamente.

– ¿Te llamó?

Sidney asintió con un gesto, al tiempo que ponía el coche en marcha y lo lanzaba hacia delante con un chirrido de ruedas, lo que impulsó a su padre contra el respaldo del asiento.

– ¿Adonde demonios vamos ahora con tanta rapidez?

– A la oficina de Correos.

La oficina de Correos de Bell Harbor se hallaba situada en pleno centro de la ciudad, y la bandera de Estados Unidos ondeaba de un lado a otro, impulsada por el fuerte viento. Sidney se detuvo junto a la acera y su padre se bajó del coche. Entró en el edificio y salió al cabo de un par de minutos, agachando la cabeza para introducirse en el interior del coche. Venía con las manos vacías.

– Todavía no ha llegado el correo del día.

– ¿Estás seguro? -le preguntó Sidney mirándolo fijamente.

– Jerome es jefe de la oficina desde que tengo uso de razón -asintió él-. Dijo que volviera a probar hacia las seis. Mantendrá la oficina abierta para nosotros. Pero sabes que quizá no venga en el correo de hoy si Fisher lo envió hace sólo dos días.

Sidney golpeó ferozmente el volante con las dos manos, antes de apoyar cansadamente la cabeza sobre él. Su padre le colocó suavemente una mano sobre el hombro.

– Sidney, ese paquete acabará por llegar aquí. Sólo espero que el contenido de ese disquete contribuya a librarte de esta pesadilla.

Sidney se volvió a mirarlo, con el rostro pálido y los ojos hinchados.

– Tiene que ser así, papá. Tiene que ser así -dijo con el tono de voz dolorosamente quebrado.

«¿Y si no llegaba? No, no podía pensar eso.» Se apartó el cabello de la cara, puso el coche en marcha y avanzó.

La furgoneta blanca esperó un par de minutos antes de salir a la calzada y seguirlos.

– No puedo creerlo -rugió Sawyer.

Jackson lo miró con una clara expresión de frustración.

– Lo único que puedo decirte, Lee, es que hay una ventisca. El National, el Dulles y el BWI están cerrados. También se han cerrado los aeropuertos Kennedy, La Guardia y Logan, y lo mismo sucede con Newark y Philly. Se han interrumpido los vuelos en todo el país. Y toda la costa Este parece haberse convertido en Siberia. En la oficina no están dispuestos a permitir que un avión vuele con este tiempo.

– Ray, tenemos que llegar a Bell Harbor. Deberíamos estar allí ahora mismo. ¿Qué me dices del tren?

– Los de Amtrak todavía están dejando la vía expedita. Además, he comprobado que el tren no llega hasta allí. Tendríamos que tomar un autobús para recorrer el último tramo. Y, con este tiempo, seguro que están cerrados algunos tramos de la autopista interestatal. Además, no todo es autopista. Tendríamos que tomar algunas carreteras secundarias. Estamos hablando de por lo menos quince horas.

Sawyer parecía estar a punto de explotar.

– Todos ellos podrían estar muertos en una hora, así que no digamos lo que podría suceder en quince horas.

– No tienes necesidad de recordármelo. Si pudiera extender los brazos y echar a volar, lo haría ahora mismo. Pero, maldita sea, no puedo hacerlo -replicó Jackson, enojado.

Sawyer se tranquilizó rápidamente.

– Está bien. Lo siento, Ray. -Se sentó-. ¿Has podido conseguir la ayuda de los locales?

– He hecho algunas llamadas. La oficina más cercana está en Boston. A unas cinco horas de distancia. Y con este tiempo, ¿quién sabe? Hay pequeñas agencias en Portland y Augusta. Les he dejado mensajes, pero no he recibido contestación por el momento. La policía estatal podría ser una posibilidad, aunque probablemente tendrán mucho trabajo con los accidentes de tráfico.

– ¡Mierda! -Sawyer sacudió la cabeza, desesperado, y tamborileó con los dedos sobre la mesa, impaciente-. Un avión es la única forma. Tiene que haber alguien dispuesto a volar con esta tormenta.

– Quizá un piloto de combate. ¿Conoces a alguno? -preguntó sarcásticamente Ray.

Sawyer pegó un bote en su asiento.

– Pues claro que sí.

La furgoneta negra se detuvo cerca de un pequeño hangar en el aeropuerto del condado de Manassas. La nevada era tan intensa que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos centímetros de distancia. Media docena de miembros del equipo de rescate de rehenes, todos ellos fuertemente armados y vestidos de negro, siguieron a Sawyer y Jackson. Portaban rifles de asalto y echaron a correr en fila hacia el avión que les esperaba sobre la pista, con los motores ya en marcha. Los agentes subieron velozmente al Saab turbopropulsado. Sawyer se instaló junto al piloto, mientras Jackson y los miembros del equipo se ponían los cinturones de seguridad, en los asientos de atrás.

– Confiaba en volver a verte antes de que terminara todo esto, Lee -le gritó George Kaplan por encima del rugido de los motores, sonriente.

– Demonios, no olvido a mis amigos, George. Además, eres el único hijo de puta lo bastante loco como para atreverse a volar con un tiempo como éste.

Sawyer miró por la ventanilla del Saab. Lo único que vio extenderse ante él fue un enorme manto blanco. Se volvió a mirar a Kaplan, que se ocupaba de los controles, mientras el avión rodaba hacia la pista de despegue. Una máquina quitanieves acababa de despejar una corta franja de la pista, pero ésta volvía a cubrirse rápidamente de nieve. Ningún otro avión funcionaba con aquel tiempo porque el aeropuerto estaba oficialmente cerrado. Y todas las personas sensatas hacían caso de aquella orden.

Al fondo, Ray Jackson abrió unos ojos como platos y se sujetó al asiento mientras observaba fijamente por la ventanilla las infernales condiciones del tiempo. Miró a uno de los miembros del equipo de rescate de rehenes.

– Estamos como cabras, ¿lo sabías?

Sawyer se volvió en su asiento y sonrió burlonamente.

– Eh, Ray, sabes que puedes quedarte aquí si quieres. Ya te contaré la juerga cuando regrese.

– ¿Quién demonios cuidaría entonces de tu sucio trasero? -le replicó Jackson.

Sawyer se echó a reír y se volvió a mirar a Kaplan. La sonrisa del agente se tornó en una repentina expresión de recelo.

– ¿Conseguirás que este trasto despegue del suelo? -le preguntó.

– Prueba a volar a través del napalm para ganarte la vida. Entonces sabrás lo que es bueno -dijo Kaplan con una sonrisa burlona.

Sawyer logró devolverle una débil sonrisa, pero observó lo intensamente concentrado que estaba Kaplan en los mandos, y cómo observaba continuamente las ráfagas de nieve. Finalmente, la mirada de Sawyer se detuvo en la vena palpitante situada en la sien derecha del piloto. Emitió un profundo suspiro, se abrochó el cinturón de seguridad todo lo apretadamente que pudo y se sujetó al asiento con ambas manos, mientras Kaplan hacía avanzar el regulador de potencia. El avión cobró rápidamente velocidad, dando tumbos y balanceándose a lo largo de la pista nevada. Sawyer miró hacia delante. Los focos del avión iluminaron un campo de tierra que indicaba el final de la pista; se acercaba hacia ellos a toda velocidad. Mientras el avión forcejeaba contra la nieve y el viento, se volvió de nuevo para mirar a Kaplan. La mirada del piloto registraba constantemente lo que tenía por delante, y luego se deslizó brevemente sobre su panel de instrumentos. Cuando Sawyer volvió a mirar hacia delante, el estómago se le subió a la garganta. Estaban al final de la pista. Los dos motores del Saab funcionaban a toda potencia, pero parecía como si eso no fuera a ser suficiente.