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Llegaron ante una puerta.

– Ábrela y entra -le dijo.

El hombre abrió la puerta y ella lo empujó hacia el interior. Con una mano, tanteó la pared, en busca del interruptor de la luz. Una vez encendidas las luces, cerró la puerta y miró el rostro del hombre.

Richard Lucas le devolvió fijamente la mirada.

– No pareces sorprendida -le dijo Lucas, con voz serena e inexpresiva.

– Digamos que ya nada me sorprende -replicó Sidney-. Siéntate -le ordenó con un movimiento del arma, indicándole una silla de respaldo recto-. ¿Dónde están los otros?

– Aquí, allá, por todas partes -contestó Lucas con un encogimiento de hombros-. Hay muchos, Sidney.

– ¿Dónde está mi hija? ¿Y mi madre? -Lucas guardó silencio. Sidney sujetó el arma con las dos manos y le apuntó directamente al pecho-. No quiero tonterías contigo. ¿Dónde están?

– Cuando era agente de la CIA fui capturado y torturado por la KGB durante dos meses, antes de que pudiera escapar. En ningún momento les dije nada, y no voy a decírtelo a ti tampoco -contestó Lucas con serenidad-. Y si piensas utilizarme para cambiarme por tu hija, olvídalo. Así que ya puedes ir apretando ese gatillo si quieres, Sidney.

El dedo de Sidney tembló sobre el gatillo y ella y Lucas entablaron un forcejeo de miradas. Finalmente, ella lanzó un juramento por lo bajo y bajó el arma. Una sonrisa se extendió sobre los labios de Lucas.

Ella pensó con rapidez. «Muy bien, hijo de puta.»

– ¿De qué color es el sombrero que llevaba Amy? ¿De colores llamativos? Si la tenéis, deberías saberlo.

La sonrisa desapareció de los labios de Lucas. Hizo una pausa y finalmente contestó:

– Es algo así como beige.

– Buena respuesta. Algo neutral, que puede aplicarse a muchos colores diferentes. -Hizo una pausa y una enorme oleada de alivio se extendió sobre ella-. Sólo que Amy no llevaba ningún sombrero.

Lucas empezó a moverse para lanzarse desde la silla. Un segundo más rápida que él, Sidney le aplastó la pistola contra la cabeza. Lucas cayó al suelo hecho un ovillo, inconsciente. Ella se irguió sobre el cuerpo caído.

– Eres un verdadero asno.

Sidney salió de la habitación y avanzó por el pasillo. Oyó que unos hombres se acercaban desde la dirección por donde había penetrado en la casa. Cambió de dirección y se dirigió de nuevo hacia la habitación iluminada que había visto antes. Miró a la vuelta de la esquina. La luz procedente del interior era suficiente para permitirle mirar el reloj. Rezó una oración en silencio y entró en la habitación, agachada, para situarse por detrás de un alargado sofá con respaldo de madera tallada. Miró a su alrededor y vio una pared con puertas correderas que daba visiblemente al lado del océano. La habitación era enorme, con techos muy altos, de por lo menos seis metros. Una segunda terraza interior corría a lo largo de un lado de la estancia. En otra pared había una colección de libros exquisitamente encuadernados. Había muebles muy cómodos situados por todas partes.

Sidney se encogió todo lo que pudo, ocultándose, cuando un grupo de hombres armados, todos vestidos con monos negros, entraron en la habitación por otra puerta. Uno de ellos ladró algo por un walkie-talkie. Al oír sus palabras, se dio cuenta de que ellos ya sabían de su presencia. Sólo era una cuestión de tiempo que terminaran por encontrarla. Con la sangre martilleándole en los tímpanos, salió de la habitación, manteniéndose fuera de la vista, oculta tras el sofá. Una vez en el pasillo, regresó rápidamente hacia la habitación donde había dejado a Lucas, con la intención de utilizarlo como su pase de salida. Quizá no les importara matar a Lucas con tal de apoderarse de ella, pero ahora era la única opción que le quedaba.

Su plan se encontró inmediatamente con un problema en cuanto descubrió que Lucas ya no estaba en aquella habitación. Le había golpeado muy fuerte, y le extrañó la capacidad de recuperación de aquel hombre. Al parecer, no bromeaba con aquella historia sobre la KGB. Salió nuevamente de la habitación y echó a correr dirigiéndose hacia la puerta por donde había entrado en la casa. Sin duda alguna, Lucas daría la alarma. Probablemente, sólo disponía de unos pocos segundos para escapar. Se encontraba ya a poca distancia de la puerta cuando lo oyó.

– Mamá, mamá.

Sidney se giró en redondo. Los gemidos de Amy se escuchaban pasillo abajo.

– ¡Oh, Dios mío!

Sidney se volvió y echó a correr hacia el lugar de donde procedía el sonido.

– ¿Amy! ¡Amy!

Las puertas de la habitación grande en la que antes había estado se hallaban ahora cerradas. Las abrió de golpe y entró precipitadamente en la estancia, respirando entrecortadamente, buscando atolondradamente a su hija.

Nathan Gamble la miró fijamente, al tiempo que Richard Lucas aparecía tras ella. No estaba sonriendo. Mostraba un lado de la cara visiblemente hinchado. Sidney fue rápidamente desarmada y sujetada por los hombres de Gamble. Le quitaron el disquete del bolso y se lo entregaron a Gamble.

Gamble sostenía en la mano un sofisticado artilugio reproductor de sonidos, del que brotó de nuevo la voz de Amy: «¿Mamá? ¡Mamá!».

– En cuanto descubrí que su esposo me seguía la pista, hice poner dispositivos de escucha en su casa -le explicó Gamble-. De ese modo se consiguen buenas cosas.

– Hijo de puta -exclamó Sidney, mirándolo con ojos encendidos-. Sabía que era un truco.

– Debería haberle hecho caso a sus instintos, Sidney. Yo siempre lo hago.

Gamble apagó la grabadora y se dirigió hacia una mesa de despacho situada contra la pared. Por primera vez, Sidney observó que allí había un ordenador portátil, ya preparado. Gamble tomó el disquete y lo introdujo. Luego se sacó un trozo de papel del bolsillo y la miró.

– Su esposo tuvo una buena idea con lo de la contraseña. Todo hacia atrás. Usted es inteligente, pero me imagino que eso no llegó a adivinarlo, ¿verdad? -Su rostro se arrugó en una sonrisa cuando desvió la mirada desde el trozo de papel hasta Sidney-. Siempre supe que Jason era un tipo listo.

Utilizando un solo dedo, Gamble pulsó una serie de teclas sobre el teclado y estudió la pantalla. Mientras lo hacía, encendió un puro. Satisfecho con el contenido del disquete, se sentó en la silla, cruzó las manos sobre el pecho y arrojó la ceniza del puro al suelo.

Ella no apartaba la mirada de él.

– Hay buenos cerebros en la familia. Lo sabía todo, Gamble.

– Creo que no sabe una mierda -replicó él con serenidad.

– ¿Qué me dice de los miles de dólares que ganó especulando con las variaciones de las tasas de interés de los fondos federales? Los mismos miles de millones de dólares que utilizó para construir Tritón Global.

– Interesante. ¿Cómo lo averiguó?

– Conocía las respuestas antes de que se dieran las pruebas. Estaba chantajeando a Arthur Lieberman. El poderoso hombre de negocios incapaz de ganar un solo centavo sin engañar a alguien. -Casi escupió aquellas últimas palabras. Los ojos de Gamble relucieron ominosamente al mirarla-. Entonces, Lieberman amenaza con descubrirle y su avión se estrella.

Gamble se levantó y avanzó lentamente hacia Sidney, con la mano convertida en un puño que parecía cargado de plomo.

– Gané miles de millones por mi propia cuenta. Entonces, unos competidores celosos pagaron a un par de mis intermediarios para obtener información secreta sobre mí. No podía demostrar nada, pero ellos terminaron con trabajos muy cómodos y yo perdí todo lo que tenía. ¿Lo considera justo? -Dejó de avanzar hacia ella y respiró profundamente-. Sin embargo, tiene razón. Me enteré de la pequeña vida secreta de Lieberman. Conseguí dinero suficiente como para rodearme de lujos y esperar a que llegara mi momento. Pero no fue tan sencillo. -Sus labios se curvaron en una sonrisa maligna-. Esperé a que las personas que me habían jodido tomaran sus posiciones de inversión en las tasas de interés, y luego yo mismo tomé la posición contraria y le dije a Lieberman por dónde tenía que ir. Una vez que todo hubo terminado, volví a encontrarme en lo más alto y aquellos tipos no podían permitirse ni una taza de café. Todo muy bonito y muy limpio, y condenadamente dulce.