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– ¿Amenazó con delatarte? -preguntó Sidney.

– Habíamos llegado demasiado lejos, trabajado demasiado duro. Steven ya no podía pensar con claridad y una noche… -Rowe sacudió la cabeza, sumido en el más completo abatimiento-. Una noche acudió a mi apartamento. Estaba muy bebido. Me dijo lo que iba a hacer. Iba a contarle a todo el mundo lo de Lieberman, el plan de chantaje. Todos iríamos a la cárcel. Le dije que hiciera lo que le pareciera más correcto. -Rowe hizo una nueva pausa, con la voz quebrada-. A menudo le administraba sus dosis diarias de insulina, y tenía una reserva en mi apartamento, porque a él siempre se le olvidaba. -Rowe miró las lágrimas que ahora caían sobre sus manos-. Steven se tumbó en el sofá. Mientras dormía, le inyecté una sobredosis de insulina, lo desperté y lo envié en un taxi a su casa. -Tras una pausa, Rowe añadió con voz serena-: Y murió. Mantuvimos nuestra relación en secreto. La policía ni siquiera me interrogó. -Miró a Sidney-. Lo comprendes, ¿verdad? Tenía que hacerlo. Todo por mis sueños, por mi visión del futuro. -Su tono de voz era casi suplicante. Sidney no le dijo nada. Finalmente, Rowe se levantó y se limpió las lágrimas-. La CyberCom era la última pieza que necesitaba. Pero tuve que pagar un alto precio por ello. Con todos los secretos que había entre nosotros, Gamble y yo estábamos unidos de por vida. -Ahora, Rowe sonrió con una mueca repentina, al tiempo que se volvía a mirar a Gamble-. Afortunadamente, le sobreviviré.

– ¡Eres un hipócrita bastardo!

Gamble trató de llegar junto a Rowe, pero Lucas se lo impidió.

– Pero Jason lo descubrió todo cuando repasaba los datos en el almacén, ¿verdad? -preguntó Sidney.

Rowe explotó de nuevo y dirigió sus palabras contra Gamble.

– ¡Idiota! En ningún momento has sabido respetar la tecnología y todo ocurrió por culpa tuya. No te diste cuenta de que los correos electrónicos secretos que enviaste a Lieberman podrían ser captados en una copia de seguridad en cinta, aunque luego tú los borraras. Estabas tan condenadamente obsesionado por el dinero que mantuviste tus propios libros, en los que se documentaban los beneficios obtenidos mediante las acciones de Lieberman. Todo eso estaba guardado en el almacén. ¡Idiota! -exclamó de nuevo. Luego se volvió a mirar a Sidney-. Nunca quise que ocurriera nada de todo esto. Te ruego que me creas.

– Quentin, si cooperaras con la policía… -empezó a decir Sidney.

Rowe estalló en una risotada y las esperanzas de Sidney se desvanecieron por completo. Regresó junto al ordenador portátil y extrajo el disquete.

– Ahora soy el jefe de Tritón Global. Acabo de conseguir la única acción que me permitirá conseguir un mejor futuro para todos nosotros. Y no tengo la intención de perseguir ese sueño desde una celda en la cárcel.

– Quentin…

Pero lo que iba a decir Sidney se quedó congelado cuando Rowe se volvió a mirar a Kenneth Scales.

– Procura que sea rápido. Quiero decir que no hay por qué hacerla sufrir. -Luego hizo un gesto hacia donde se encontraba Gamble-. Arroja los cuerpos al océano, tan lejos como puedas. Que parezca una desaparición misteriosa. Dentro de unos meses, nadie se acordará de ti -le dijo a Gamble, y sus ojos se iluminaron sólo de pensarlo.

Gamble fue sacado lentamente de la estancia, a pesar de sus forcejeos y maldiciones.

– ¡Quentin! -gritó Sidney cuando Scales se le acercó.

Pero Quentin Rowe no se volvió a mirarla.

– ¡Quentin, por favor!

Finalmente, él la miró.

– Sidney, lo siento mucho. De veras que lo siento.

Con el disquete en la mano, se dispuso a abandonar la estancia. Al pasar junto a ella, le dio una suave palmadita sobre el hombro.

Con la mente y el cuerpo aturdidos, Sidney dejó caer la cabeza hacia su pecho. Al levantarla de nuevo, vio unos ojos fríos y azules que parecían flotar hacia ella. El rostro de aquel hombre estaba totalmente desprovisto de emociones. Ella miró a su alrededor. Todos los presentes observaban intensamente el metódico avance de Scales, a la espera de ver cómo la mataría. Sidney rechinó los dientes e hizo denodados esfuerzos por mantener la imagen de su hija fija en su mente. Amy estaba a salvo. Sus padres estaban a salvo. Teniendo en cuenta las circunstancias, eso era lo mejor que había podido conseguir. «Adiós, cariño. Mamá te deja. -Las lágrimas empezaron a resbalar sobre su rostro-. Te ruego que no me olvides, Amy. Te lo ruego.»

Scales levantó su cuchillo y una sonrisa se extendió sobre su rostro al contemplar la brillante hoja. La luz que reflejaba daba al metal un duro color rojizo, tal como había tenido en tantas otras ocasiones en el pasado. La sonrisa de Scales desapareció al observar la fuente de donde procedía aquella luz rojiza y vio entonces el diminuto punto rojo del láser sobre su pecho y el rayo apenas visible, del grosor de un lápiz, que emanaba a partir de aquel punto rojo.

Scales retrocedió, con los asombrados ojos fijos en Lee Sawyer, que le apuntaba con el rifle de asalto dotado con un dispositivo de láser. Desconcertados, los mercenarios contemplaron las armas con que les apuntaban Sawyer, Jackson y los hombres del equipo de rescate de rehenes, así como un grupo de la policía estatal de Maine.

– Tirad las armas, caballeros, o ya podéis empezar a buscar vuestros cerebros por el suelo -aulló Sawyer, que apretó el rifle con fuerza-. ¡Tirad las armas! ¡Ahora mismo!

Sawyer se adelantó unos pasos, entrando en la habitación, con el dedo engarfiado sobre el gatillo. Los hombres empezaron a deponer las armas. Por el rabillo del ojo, Sawyer distinguió a Quentin Rowe, que trataba de desaparecer discretamente. Sawyer hizo oscilar su arma hacia el hombre.

– Me parece que usted no va a ninguna parte, señor Rowe. Siéntese. -Un Quentin Rowe totalmente asustado se volvió a sentar en la silla, con el disquete apretado contra el pecho. Sawyer se volvió a mirar a Ray Jackson-. Acabemos con esto -le dijo.

Sawyer avanzó hacia donde estaba Sidney, para liberarla. En ese preciso instante sonó un disparo y uno de los agentes del FBI cayó al suelo. El intercambio de disparos se desató de inmediato cuando los hombres de Rowe aprovecharon la oportunidad para recoger sus armas y abrir fuego. Los representantes de la ley buscaron rápidamente algún lugar donde cubrirse y respondieron al fuego. Los cañones de las armas refulgieron en toda la estancia y la muerte instantánea pareció abalanzarse sobre los presentes desde todos los rincones. Sólo pasaron unos segundos antes de que las luces de la estancia quedaran apagadas por los disparos de quienes disparaban desde los dos lados, dejando la habitación sumida en la más completa oscuridad.

Atrapada en el fuego cruzado, Sidney se arrojó al suelo, con las manos tapándose las orejas, mientras las balas silbaban por encima.

Sawyer se dejó caer de rodillas y gateó hacia donde estaba Sidney. Desde la otra dirección, Scales, con el cuchillo entre los dientes, reptó por el suelo, hacia ella. Sawyer la alcanzó primero, y la tomó de la mano para conducirla a lugar seguro. Sidney gritó al ver la hoja de Scales, que emitió un destello en el aire. Sawyer extendió el brazo y recibió la parte más fuerte del golpe; el cuchillo le cortó la gruesa chaqueta que llevaba y le desgarró la carne del antebrazo. Con un gruñido de dolor, le lanzó una patada a Scales, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Scales se abalanzó de inmediato sobre el agente del FBI e hizo descender dos veces la hoja sobre su pecho. La hoja, sin embargo, se encontró con el moderno chaleco antibalas de Teflón que Sawyer llevaba puesto y no causó ningún daño. Scales pagó su error recibiendo en plena boca uno de los enormes puños de Sawyer, mientras Sidney le golpeaba con un codo en la nuca. El hombre aulló de dolor cuando su ya maltrecha boca y su nariz rota recibieron una serie adicional de heridas.

Furioso, Scales se desprendió violentamente de Sidney, que se deslizó sobre el suelo impulsada por el empujón y se estrelló contra la pared. El puño de Scales se aplastó repetidas veces contra el rostro de Sawyer y luego levantó de nuevo el cuchillo, apuntando hacia el centro de la frente del agente del FBI. Sawyer sujetó con una mano la muñeca de Scales y se fue levantando poco a poco, con seguridad. Scales sintió la extraña fortaleza de la corpulencia de Sawyer, compuesta de pura fuerza, que él, mucho más pequeño, no podía contrarrestar. Acostumbrado a ver muertas a sus víctimas antes de que pudieran replicar, Scales descubrió bruscamente que acababa de pescar a un gran tiburón blanco que estaba demasiado vivo para su gusto. Sawyer aplastó la mano de Scales contra el suelo, hasta que el cuchillo salió volando y se perdió en la oscuridad. Luego, Sawyer se echó hacia atrás y lanzó un mazazo que Scales recibió en pleno rostro. El hombre se tambaleó hacia atrás, gritando de dolor, con la nariz ahora aplastada contra su mejilla izquierda.