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La segunda especie de viaje falso es el viaje para la conversación, o sea el que se hace para poder conversar después. He visto visitantes de Hupao, en Hangchow, lugar famoso por su té y el agua de sus manantiales, que se hacían sacar retratos en el acto de alzar tazas de té a los labios. Es cierto que hay un sentimiento sumamente poético en mostrar a los amigos un retrato obtenido cuando bebíamos té en Hupao. El peligro está en que piense uno menos en el sabor del té que en la fotografía misma. Esto puede convertirse en una obsesión, especialmente para los viajeros provistos de cámaras fotográficas, como lo advertimos tan a menudo en los ómnibus de turistas que recorren París y Londres. Los turistas están tan atareados con sus cámaras que les falta tiempo para mirar los lugares que recorren. Es claro que tienen el privilegio de verlos en las fotografías, cuando vuelven a casa, pero es evidente que se puede comprar fotografías, de Trafalgar Square o de los Champú Elysées, en Nueva York o en Peiping. Y como estos lugares históricos se convierten en lugares de los que se habla después, y no son lugares que hay que mirar, es natural que cuantos más lugares visite uno tanto más ricos serán los recuerdos, y tantos más lugares habrá de los que hablar más adelante. Esta manía de aprender y estudiar impele, pues, a los turistas a recorrer todos los puntos que sea posible en un día. Tienen en sus manos un programa de sitios que visitar, y al llegar a uno lo marcan con un lápiz en el programa. Sospecho que tales viajeros tratan de ser eficientes hasta en sus vacaciones.

Esta tonta manera de viajar produce necesariamente el tercer tipo de falsos viajeros, los que viajan a horario, sabiendo de antemano cuántas horas van a pasar en Viena o en Budapest. Antes de partir, estos viajeros hacen un horario perfecto y lo respetan religiosamente. Atados al reloj y al calendario están en su casa, y siguen atados al reloj y al calendario cuando salen de ella.

En lugar de estos falsos tipos de viajes, estimo que los verdaderos motivos de los viajes son, o deben ser, otros. En primer lugar, el verdadero motivo debe ser el de viajar para perderse y ser desconocido. Más poéticamente, podríamos decir que es el de viajar para olvidar. Todos son muy respetables en su lugar natal, piensen lo que piensen de ellos en los círculos sociales más elevados. Están atados allí por una serie de convenciones, reglas, costumbres y deberes. El banquero comprende que es difícil que se le trate como a un ser humano común, cuando está en su lugar de residencia, y que no logrará olvidar que es banquero, y me parece que la verdadera excusa de un viaje es la de que podrá encontrarse en una comunidad en la que es apenas un ser humano. Las cartas de presentación están muy bien para la gente en viaje de negocios, pero los viajes de negocios están, por definición, fuera de la categoría del viaje puro. Un hombre cualquiera tiene menos probabilidades de descubrirse como ser humano si lleva consigo cartas de recomendación, y de saber exactamente cómo le hizo Dios, como ser humano, fuera de los accidentes artificiales de la posición social. Contra la comodidad de ser bien recibido por amigos en un país extranjero y de ser guiado eficientemente a través de las capas sociales de la clase de cada uno, existe una excitación mayor, la de sentirse explorador en la selva, reducido a sus propios medios. Tiene así la oportunidad de demostrarse que puede ordenar un pollo frito con el idioma de las manos, o de encontrar el camino en la ciudad, comunicándose, sin ayuda, con un agente de policía en Tokio. Al menos, este viajero puede volver a su casa con el sentimiento de que es menos novato, que no depende tanto de su chofer y su mayordomo.

El verdadero viajero es siempre un vagabundo, con las alegrías, las tentaciones, y el sentido de aventura que tiene el vagabundo. Viajar es "vagabundear" o no es viajar. La esencia del viaje es no tener deberes, ni horas fijas, ni correspondencia, ni vecinos inquisidores, ni comisiones de recepción, ni destino fijo. Un buen viajero es el que no sabe adonde va, y un viajero perfecto es el que no sabe de dónde viene. No sabe siquiera su nombre y apellido. Este punto ha sido destacado por T'u Lung en su idealizado esbozo de los Viajes de Mingliaotsé, que he traducido en la próxima sección. Es probable que este viajero no tenga un solo amigo en una tierra extraña, pero como lo expresó una monja china: "No estimar a nadie en particular es estimar a la humanidad en general". No tener un amigo particular es tener a todos por amigos. Este viajero, que ama a la humanidad en general, se mezcla con ella y ambula observando el encanto de la gente y sus costumbres. Esta especie de beneficio se pierde completamente para los viajeros que hacen turismo en ómnibus, que permanecen en el hotel, conversan con sus compañeros de viaje y, como se da el caso de muchos viajeros que van a París, se preocupan por comer en el sitio donde se reúnen sus compatriotas, donde están seguros de encontrar a quienes llegaron en el mismo barco, y de comer cosas que saben exactamente como en la patria. Los viajeros ingleses que llegan a Shanghai se preocupan de instalarse en un hotel inglés donde pueden comer jamón con huevos y tostadas con dulce en el desayuno, y permanecen siempre en el salón de cocktails, y se asustan cuando se trata de inducirles a que den un paseo en palanquín. Son terriblemente higiénicos, por cierto, pero entonces, ¿para qué van a Shanghai? Estos viajeros no se dan tiempo jamás para entrar en el espíritu del pueblo, y así renuncian a uno de los mayores beneficios de los viajes.

Este espíritu de vagabundeo hace posible que las personas que salen de vacaciones se acerquen a la Naturaleza. Los viajeros de esta clase, pues, insistirán siempre en ir a los balnearios donde haya menos gente, y-donde podrán tener una verdadera soledad y una comunión con la Naturaleza. Los viajeros de esta especie, cuando se preparan para el viaje, no van a una tienda y dedican mucho tiempo a elegir un traje de baño azul o rojo. El lápiz para labios es admisible, porque quien sale de vacaciones, como sigue a Juan Jacobo Rousseau, quiere ser natural, y ninguna mujer puede ser natural sin un buen lápiz para los labios. Pero esto se debe a que cuando uno va a las playas y balnearios adonde van todos, se pierde o se olvida todo el beneficio de una asociación más íntima con la Naturaleza. Vamos a una estación termal famosa, y nos decimos: "Ahora vamos a estar a solas", pero después de comer en el hotel recogemos el diario y descubrimos que el lunes llegó la señora B. A la mañana siguiente, en nuestra caminata "solitaria", encontramos a toda la familia de los Dudley, llegada en tren la noche anterior. El jueves por la noche descubrimos, con gran deleite, que también el señor S. y su esposa están pasando sus vacaciones en este maravilloso valle escondido. La señora S. invita entonces a los Dudley a tomar el té, y los Dudley invitan a los esposos S. a un partido de bridge, y oímos a la señora S. que exclama: "¡Qué encantador es esto! Igual que en Nueva York, ¿verdad?"

Me atrevo a sugerir que hay otra manera de viajar, viajar para no ver nada ni a nadie, sino las ardillas y las ratas almizcleras y los picamaderos y los árboles y las nubes. Una amiga mía, una dama norteamericana, me contó cómo fue con algunos amigos chinos a una colina de las cercanías de Hangchow, con el fin de no ver nada. Era una mañana brumosa, y al subir la colina la niebla se hacía cada vez más densa. Se oía el suave golpeteo de las gotas de humedad en el césped. No se veía nada más que la niebla. La dama norteamericana estaba desalentada. "Pero tiene que seguir con nosotros; hay una vista maravillosa allí en lo alto", insistieron sus amigos chinos. Siguió subiendo, y al cabo de un rato vio a la distancia una peña muy fea, envuelta en nubes, que había sido anunciada como una gran vista. "¿Qué es eso?", preguntó. "Es el Loto Invertido", respondieron sus amigos. Algo mortificada, se disponía a emprender el descenso. "Pero hay una vista aun más maravillosa desde la cima", le dijeron. Tenía ya casi empapado el vestido, pero había renunciado a la lucha y siguió el ascenso. Por fin llegaron a la cumbre. Les rodeaba por todas partes un conjunto de nieblas y brumas, apenas visible en el horizonte el contorno de distantes montañas. "Pero si aquí no hay nada que ver", protestó mí amiga. "Precisamente. Subimos para no ver nada", le respondieron sus amigos chinos.