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«Tienes que contárselo», le recordaba su conciencia.

– Pero antes tengo que ganármela.

No tenía que contárselo esa noche, ni a la mañana siguiente. Ni siquiera la semana siguiente. Viviría al día. Cuando ella comprendiera cuánto la amaba, entonces se lo contaría. Cuando llegara el momento oportuno.

«¿Y si no llega nunca?», inquirió su conciencia.

No quería seguir oyendo. Empezó a pensar en la mujer que dormía en su cama. Se imaginó un reloj de arena. La arena era del color del pelo de Kyla y caía por el estrecho paso. Los granos caían de uno en uno, cada grano era una caricia. Y su resistencia se iba reduciendo.

– Se te está acabando el tiempo, Kyla -el suspiro ronco no era una amenaza. Era una promesa.

– Siento llegar tarde -se disculpó Kyla casi sin respiración mientras empujaba la puerta trasera de Traficantes de pétalos. Tenía los brazos ocupados, llenos de catálogos, libros de contabilidad y órdenes de pedido, que se caían al suelo a pesar de que se esforzaba por retenerlas entre los brazos y el pecho. Dejó todo encima del escritorio y se detuvo a tomar aire. El viento la había despeinado y Aaron le había babeado la blusa.

– ¿Qué te ha pasado esta mañana? -preguntó Babs con dulzura-. ¿Algo te ha retenido en la cama?

Kyla fingió no captar el doble sentido.

– No te puedes imaginar el lío que hemos organizado para vestirnos, desayunar y salir de casa los tres a la vez -Kyla se dejó caer en la silla y respiró hondo.

Babs se rió.

– ¿El síndrome de la luna de miel?

– ¿Qué? -Kyla frunció el ceño mientras Babs se sentaba de medio lado en una esquina del escritorio y se inclinaba hacia ella con expresión ávida.

– Yo sé muy bien por qué llegas tarde. ¿Es tan bueno como parece?

Kyla se levantó con el pretexto de recoger los papeles que se le habían caído.

– ¿Quién?

– ¿Quién? Por amor de Dios, Kyla, ¿con quién acabas de casarte? Trevor, ¿quién va a ser?

– Ah, Trevor -dijo Kyla, ausente, dando la espalda deliberadamente a su perspicaz amiga-. Bueno, ¿en qué sentido?

– No me vas a contar nada, ¿verdad?

Kyla se encaró con Babs.

– ¿Sobre mi vida sexual? No. En primer lugar, no es asunto tuyo. Y en segundo, no se me ocurre por qué te puede interesar.

– Pues me interesa -dijo Babs, brincando de la mesa y siguiendo a Kyla al interior de la tienda-. Con todos los detalles que puedas aportar.

– ¿Tenemos algún pedido?

– ¿Es del tipo ruidoso, impulsivo, tempestuoso?

– A lo mejor deberíamos cambiar el escaparate esta semana.

– ¿O del tipo lento, lánguido, pausado?

– No te estoy oyendo.

– ¿Es de los que gime?

– ¿Ha llegado el correo?

– ¿O de los que habla? Seguro que habla. ¿Qué te dice?

– ¡Babs! -gritó Kyla para detener el torrente de preguntas-. No hemos tenido una conversación tan tonta desde que estábamos en el instituto.

– Y en esa época me lo contabas todo.

– Me he hecho mayor. ¿Por qué no haces tú lo mismo?

– Incluso me contaste cómo eran los besos de Richard la primera vez que lo besaste. ¿No podrías contarme eso por lo menos, cómo son los besos de Trevor?

– Indescriptibles -contestó Kyla con sinceridad-. Ahora ¿podemos cambiar de tema, por favor?

– Una última cosa.

Dando un suspiro, Kyla se cruzó de brazos y puso cara de aburrida.

– ¿Qué?

– Desnudo… ¿es de los que te corta la respiración?

Kyla tragó saliva. Luego, como no quería ni imaginar cuál sería la reacción de su amiga si le dijera que no lo sabía, se limitó a contestar.

– ¿Tú qué crees?

Y Babs tuvo que sacar sus propias conclusiones.

Once

Estaban aprendiendo a vivir juntos. Kyla descubrió que su marido dormía muy poco. Le gustaba acostarse tarde pero era madrugador y se levantaba de buen humor. A ella siempre le costaba levantarse por las mañanas hubiera dormido tres horas o trece. Trevor se habituó a evitarla por las mañanas, al menos hasta que se hubiera tomado la primera taza de café.

Él era propenso a dejar la ropa encima del mueble que tuviera más a mano cuando se desvestía, y a ir dejando olvidadas las páginas del periódico según iba acabando de leerlas, o a dejar vasos vacíos por las mesas. Pero luego recogía todo lo que había ido dejando desperdigado y la ayudaba con las tareas de la casa sin que ella tuviera que pedírselo.

La primera semana Kyla acabó agotada tratando de que Aaron estuviera tranquilo y se portara bien. Trevor no estaba acostumbrado a tener niños pequeños alrededor. Ella temía que la constante actividad de Aaron y su parloteo incesante lo molestaran.

Pero Trevor nunca daba señales de irritación, ni siquiera cuando Aaron se portaba peor. Pasaba con el niño mucho de lo que los psicólogos denominan «tiempo de calidad», haciendo de todo, desde jugar con él en el porche mientras Kyla preparaba la cena hasta leerle libros o bañarlo si ella tenía ambas manos ocupadas. No podría haber encontrado un padre mejor para Aaron que Trevor Rule.

Y tampoco podía quejarse de él como marido. Era considerado y tenía buena disposición. Todas las noches, después de dejarla en el dormitorio, se iba a dormir a la habitación de invitados. No tenía pudor en cambiarse de ropa delante de ella. A menudo, el uno sorprendía al otro medio desnudo por abrir la puerta en el momento inoportuno. Ese tipo de situaciones no dejaban de desconcertar a Kyla, pero Trevor se lo tomaba con tranquilidad.

No escatimaba besos y abrazos. Cualquiera pensaría que estaban felizmente casados. A menudo la abrazaba por detrás y le revolvía el pelo de la nuca con la nariz, le alababa el peinado, el color del cutis o su figura. Con frecuencia, su beso de buenas noches era tan seductor que cuando se encerraba en el dormitorio, Kyla se decía que era una estúpida.

– Es mi marido. Tiene derecho a esperar que me acueste con él. Y si haciéndolo consigo aliviar estos nervios, ¿por qué no?

Entonces abría el cajón de la mesilla donde había guardado la foto de Richard. Cuando contemplaba su rostro, se prometía de nuevo que lo mantendría para siempre vivo en su corazón, que nunca traicionaría su memoria enamorándose de otro hombre y que siempre sería su verdadero marido.

Pero no era tan fácil convencer a su cuerpo. Tumbada en la enorme cama vacía, no era la cara de Richard la que se le aparecía, sino la de Trevor. Su sonrisa. Su pelo. Sus rasgos bronceados. Su beso. Vividamente.

A medida que pasaban los días y las semanas, aquella agitación interna continuó creciendo en su interior hasta que, como en una olla a presión, empezó a salir el vapor.

Fue después de un día particularmente arduo. Había discutido con un proveedor de Dallas que les había facturado un cargamento de rosas que nunca habían recibido. Para colmo, se había peleado con Babs, la cual se había ofrecido a quedarse con Aaron el fin de semana para que Kyla y Trevor se marcharan a uno de esos hoteles de Dallas que ofrecían precios especiales para el fin de semana.

– Creo que necesitas un descanso. Pareces un funámbulo al que se le hubiera olvidado el truco para andar en la cuerda floja -observó Babs importunándola-. Estoy esperando a ver cuándo vas a perder el equilibrio y te vas a caer.

– Estoy bien.

– Algo te pasa, y pienso averiguar de qué se trata, aunque tenga que preguntar a Trevor.

– ¡Ni se te ocurra! -gritó Kyla, dándose la vuelta rápidamente para encararse con su amiga-. No te metas en mi vida, Babs.

Lamentó haber dicho aquello en cuanto las palabras salieron de sus labios y se disculpó inmediatamente, pero el resto del día Babs se mostró resentida. Trevor se había ofrecido a recoger a Aaron en la guardería, pero a ella le tocó ir al supermercado. No encontró todo lo que necesitaba porque habían cambiado la distribución de los productos. Había muchísima gente y los dependientes que pesaban y etiquetaban iban muy lentos. Varias veces estuvo tentada de dejar la fruta y la verdura en la cesta y marcharse sin ellas.