Изменить стиль страницы

– Te prometo -habló con énfasis- que nadie te ha querido tanto como te quiero yo ni nadie puede hacerte el amor tan bien como yo. Me enterraré dentro de ti tan profundamente que cuando no esté allí, sentirás que has perdido una parte vital de tu cuerpo -bajó la cabeza y puso la boca sobre los senos de Kyla-. Cuando te libres de esos fantasmas que te acechan, dímelo y estaré encantado de mostrarte de qué estoy hablando.

La soltó, giró sobre sus talones y fue hasta la puerta.

– Que duermas bien -se despidió, y salió dando un portazo.

Diez

– Buenos días.

No era el tono de voz que ella esperaba ni el que probablemente se merecía, admitió para sí.

Malhumorado, arisco, sarcástico, cruel. Kyla habría esperado que él se mostrara de cualquiera de esas maneras, pero no agradable y de buen humor.

– Buenos días.

Rodeó la mesa a la que él estaba sentado leyendo el periódico y se dirigió directamente a la cafetera que había sobre la encimera. Había una taza vacía esperándola. Se sirvió el café recién hecho.

– Espero que no te resulte demasiado fuerte.

Kyla dio un sorbo.

– Está bien. Me gusta fuerte.

– A mí también.

Ella no se dio cuenta de que él se había levantado y se había acercado hasta que notó su aliento en el cuello. Se dio la vuelta inmediatamente para mirarlo. Los brazos de Trevor rodearon su cintura y la estrechó contra él. Inclinó la cabeza hacia un lado y besó su sorprendida boca. No fue un beso apasionado sino tierno, que casi no duró.

– ¿Qué tal has pasado la noche? -preguntó solícito.

Había pasado una noche horrible. Después de que Trevor cerrara de un portazo la puerta perfectamente lacada del dormitorio, Kyla se había derrumbado sobre la cama y había estado llorando durante lo que a ella le parecieron horas. Echaba de menos su habitación, a Aaron, la presencia consoladora de sus padres. Deseaba ardientemente poder volver atrás en el tiempo, deseaba estar con Richard.

Y anhelaba estar con Trevor.

Ese anhelo en particular había hecho que se pusiera a llorar de nuevo.

Al final, poco antes de que amaneciera, se había quedado dormida, y se había despertado con dolor de cabeza y los ojos hinchados. Cuando salió del dormitorio envuelta en una vieja bata que había conseguido ocultar al ojo atento de Babs, no sabía qué esperar de su recién estrenado marido, al que con su actitud había negado poder disfrutar de una noche de bodas. Estaría hecho una furia.

No estaba preparada para el cálido abrazo en el cual la envolvía en ese instante. Ni para los besos leves que sembraba en su frente, ni para el delicado masaje que con las manos le estaba dando en la espalda.

Kyla sintió que su ansiedad desaparecía. Dejó la mejilla apoyada en los pectorales, marcados por la camiseta blanca que llevaba encima de los pantalones cortos.

– ¿Sabes cocinar?

– ¿Qué? -murmuró ella medio dormida.

– Que si sabes cocinar.

Ella levantó la cabeza y retrocedió un paso.

– Claro que sé -respondió con algo de aspereza.

Su bigote se curvó en una sonrisa.

– Entonces, ¿qué te parece si desayunamos?

– ¿Qué te gustaría comer?

– ¿Qué me puedes preparar?

– Lo que sea -se ahuecó un poco el pelo en un gesto coqueto-. Si te quitas de en medio, te demostraré lo buena cocinera que soy.

Él hizo una reverencia y extendió el brazo en dirección a la cocina.

– La cocina es toda suya, señora. Si no me necesita, volveré a mi periódico.

Al cabo de unos minutos, ella le puso delante un vaso de zumo de naranja. Él bajó una de las esquinas del periódico.

– Gracias.

Ella sonrió.

– De nada.

– Huele bien.

– Está casi listo.

Él dobló el periódico y lo dejó a un lado para contemplar la mesa. Al parecer lo había encontrado todo. Había sacado unos manteles individuales y la vajilla de diario. Trevor miró sus manos mientras, con pericia, doblaban las servilletas y las ponían formando un círculo encima de los platos. Antes de que ella pudiera darse la vuelta, le agarró una mano, se la llevó a la boca y le besó el dorso.

– Uno se acostumbra enseguida a que lo mimen. Creo que ya me he acostumbrado a que mi mujer me prepare el desayuno.

La miró de un modo que hizo que ella sintiera que se derretía por dentro, como si una ola de placer la arrastrara. Sintió que un calor le subía por el pecho y la cara.

Trató de cerrarse el cuello de la bata.

– Eh, no quiero que empieces a arder -le soltó la mano y ella se escabulló. Volvió al cabo de unos instantes con una fuente en las manos. La puso en la mesa y esperó, nerviosa, su reacción-. ¡Huevos a la benedictina! -exclamó Trevor encantado. La fuente estaba adornada con rodajas de naranja y un poco de perejil.

– ¿Te gustan?

– Comería cualquier cosa que no se mueva del plato, excepto colinabos. Nunca intentes que coma colinabos.

Ella se echó a reír.

– Debe ser lo único que no había en el cajón de verdura del frigorífico.

Mientras hablaban, ella llevó la cafetera a la mesa, volvió a servirle café a Trevor y la dejó encima de un salvamanteles. Él se levantó y le retiró una silla para que se sentara. Ella lo miró sorprendida y él le dio un beso en la nariz.

– Gracias por el desayuno.

– De nada -se sentó. Las manos le temblaban un poco, pero se las arregló para servirle y servirse ella.

– ¡Buenísimo! -aseguró Trevor después de engullir un gran bocado-. ¿Cuándo aprendiste a cocinar así?

– Mi madre me enseñó las nociones básicas. Y fui a unas clases de cocina mientras… -se detuvo en seco.

Trevor levantó la cabeza con expresión inquisitiva.

– ¿Mientras? -repitió.

– Mientras mi ma… mientras Richard estaba destinado en el extranjero.

Él se preguntó por qué ella no habría mencionado nunca las clases de cocina en sus cartas.

– ¿Le dijiste que estabas tomando clases? -¿sería que no tenía todas las cartas? De repente estaba celoso, tremendamente celoso de cualquier cosa que pudiera haberle escrito a su marido y que él, Trevor, ignorara. ¿Qué otras cosas ignoraba?

– No se lo dije.

Los dedos de Trevor se relajaron alrededor de los cubiertos.

– ¿Por qué?

Ella tomó un sorbo de zumo de naranja y se limpió la boca con la servilleta antes de responder.

– Porque quería sorprenderlo cuando volviera a casa -respondió, y cortó un trozo de beicon-. Babs y yo íbamos juntas a clase. Era muy divertido. Babs era la peor del grupo, todo le salía mal, pero el curso no fue una pérdida de tiempo para ella. Al final logró salir con el cocinero que nos enseñaba.

Estaba charlando así porque estaba nerviosa. Trevor se daba cuenta porque no lo miraba nunca a los ojos, clavaba los ojos en un punto en el vacío, justo encima de su hombro. Ni siquiera habían llegado al punto en que ella pudiera mencionar el nombre de Trevor sin ponerse nerviosa.

– Apuesto a que eras la primera de la clase. Esto está buenísimo.

Ella alzó la cabeza y esbozó una tímida sonrisa que derritió el corazón de Trevor y la redimió por la noche infernal que había pasado en el cuarto de invitados.

– Yo siempre me burlaba de los deportistas que se casaban y engordaban. Ahora entiendo cómo -le guiñó un ojo.

– ¿Hacías deporte?

– En la escuela.

– ¿Qué deporte?

– Mmm, veamos -dio un sorbo de café-. Baloncesto, remo…

– ¿Remo?

– Me temo que en Texas no tenéis remo.

– Por eso tienes los hombros y los muslos tan desarrollados -bajó la vista hacia sus piernas y se fijó en las cicatrices. Allí estaban, la piel atravesada de costuras rosas, brillantes. Se entrecruzaban y formaban una malla que le bajaba por toda la pierna.

Trevor dejó el cuchillo en el plato y la observó. Apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos delante de la boca y se preparó para la mirada de repulsión que esperaba ver en sus ojos. Pero ésta nunca llegó. Cuando ella levantó la vista, en sus ojos marrones sólo había compasión.