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– Lo intuyo -dijo él con voz suave y tranquilizadora, animándola a confiar en él, esperando atisbar así sus debilidades. Si quería conseguir su objetivo último, necesitaba que la doctora Gwen Patterson no se sintiera amenazada. La buena doctora tenía fama por su capacidad para sumergirse en la mente de algunos de los criminales más famosos y depravados. Él se preguntaba qué pensaría si supiera que, esta vez, iba a ser ella el conejillo de indias.

– Permítame decirle que hace mucho tiempo que soy psicóloga -ella intentó explicar con naturalidad su reacción, pero él notó que seguía ruborizada-. He oído cosas muy extrañas, mucho más que el problema que usted me plantea. No se preocupe, señor Harding. No voy a escandalizarme.

Bien, así pues, prefería mantener las distancias, negándole el acceso a su verdadero yo. De todos modos, la idea seguía excitándolo. A él le gustaban los desafíos.

– Quizá -continuó ella-, debería empezar por decirme por qué ya no disfruta del sexo.

– ¿No es obvio? -utilizó el tono que había ensayado hasta la perfección. Un tono que lo hacía parecer enojado, ofendido y sin embargo lo bastante triste como para invocar su justo derecho a la piedad. Normalmente, funcionaba.

– Por supuesto que no es obvio.

Él dejó que una de sus manos se perdiera bajo la chaqueta doblada. Ella se lo estaba haciendo muy fácil. Se estaba poniendo en sus manos, por así decirlo. Él extendió la mano sobre su miembro erecto.

– Si piensa que su… -ella vaciló- su discapacidad…

– No se preocupe. Puede llamarla por su nombre. Soy ciego. La palabra no me molesta.

– Está bien, pero su ceguera ciertamente no debería significar una pérdida de libido.

Le gustó su forma de decir «libido». Le gustaba su boca, a pesar de que era pequeña y de labios finos. Disfrutaba mirando su labio superior curvarse levemente en la comisura. Detectaba un leve acento, pero no lograba identificarlo. ¿Sería tal vez de clase alta neoyorquina? Estaba deseando oírla decir «pene» y «felación», y se preguntaba cómo se curvarían sus labios alrededor de esas palabras.

– ¿Es a eso a lo que se refiere, señor Harding? -dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos-. ¿A que su pérdida de visión le ha producido impotencia?

– Los hombres somos criaturas eminentemente visuales, sobre todo cuando se trata de excitarse sexualmente.

– Muy cierto -dijo ella y, extendiendo el brazo hacia atrás, tomó la carpeta con su historial-. ¿Cuándo empezó a perder la vista?

– Hace unos cuatro años. ¿Tenemos que hablar de eso?

Ella alzó la mirada sobre la carpetilla abierta. Se había movido hasta el otro lado del escritorio, pero él mantenía la mirada fija en el lugar que ocupaba antes.

– Nos ayudará a afrontar su problema actual, de modo que sí, creo que deberíamos hablar de ello.

Le gustaba su firmeza, su tono franco. La doctora Patterson no andaría sigilosamente a su alrededor, como una gata. Qué expresión tan maravillosa: andar como una gata. Se frotó con la mano la bragueta hinchada bajo la chaqueta.

– ¿Tiene alguna objeción al respecto, señor Harding? No parece usted hombre que huya de un desafío.

Él vaciló únicamente porque no quería interrumpir su placer. Bien. Así, ella pensaría que necesitaba un momento para pensárselo.

– No tengo objeción alguna -dijo, conteniendo a duras penas una sonrisa. No, nadie que conociera a Walker Harding podría acusarlo nunca de huir. Pero, si iba a aceptar aquel nuevo reto, tendría que apoyarse en la maestría de una mente criminal que la doctora Patterson aún no había tenido el privilegio de examinar. Sí, a pesar de representar aquel nuevo papel, tendría que seguir confiando en la genialidad de su viejo amigo Albert Stucky.

Capítulo 29

Tully recogió el último fax que acababa de llegar del departamento de policía de Kansas City. Revisó su contenido mientras reunía las carpetas, las notas y las fotografías de la escena del crimen. Diez minutos después iba a entrevistarse con el director adjunto Cunningham, y sin embargo seguía pensando en la discusión que había tenido con su hija menos de una hora antes. Emma había esperado hasta que llegaron a la puerta del instituto para dejar caer la bomba. Maldición, qué bien se le daba aquello. Pero ¿qué esperaba? Emma había aprendido el arte del ataque por sorpresa de una consumada maestra: su propia madre.

– Ah, por cierto -anunció con naturalidad-, Josh Reynolds me ha pedido que vaya con él al baile de graduación. Es el viernes de la semana que viene. Así que tendré que comprarme un vestido nuevo. Y seguramente también unos zapatos.

Él se había enfadado de inmediato. Emma sólo tenía catorce años. ¿Cuándo había decidido que podía salir con chicos?

– ¿Me he perdido esa conversación? -le había preguntado él con tanto sarcasmo que, al recordarlo ahora, se avergonzó.

Ella le había lanzado su mejor mirada de indignación. ¿Cómo era posible que no confiara en ella? Tenía «casi quince años». Era prácticamente una solterona en comparación con sus amigas, que, según decía, llevaban dos o tres años saliendo con chicos. Él prescindió de esgrimir el viejo argumento de que sólo porque tus amigos salten por un puente… Además, el verdadero problema no era que no confiara en ella. Tully tenía cuarenta y tres años, pero aún recordaba lo salido que estaba un chico de quince o dieciséis. Deseaba poder discutir aquella cuestión con Caroline, pero sabía que se pondría de parte de Emma. ¿Se estaría comportando de veras como un padre excesivamente protector?

Metió las hojas del fax en una carpeta, la añadió a las que llevaba bajo el brazo y salió al pasillo. Tras hablar con el detective Ford de Kansas City la noche anterior, iba preparado para encontrarse a Cunningham de pésimo humor. El asesinato de la camarera parecía cada vez más obra de Albert Stucky. Ningún otro habría enviado el riñón de la víctima a la habitación de la agente O'Dell. Lo cierto era que Tully no entendía por qué no estaba en un avión de camino a Kansas City para unirse a O'Dell.

– Buenos días, Anita -le dijo a la secretaria de pelo gris que parecía alerta e impecable a cualquier hora del día.

– ¿Un café, agente Tully?

– Sí, gracias. Con leche pero…

– Sin azúcar. Lo recuerdo. Pase, ahora mismo se lo llevo -dijo ella, indicándole con la mano que entrara. Todo el mundo sabía que no debía poner el pie en el despacho del director adjunto Cunningham a menos que Anita le diera el visto bueno.

Cunningham estaba al teléfono, pero asintió al ver a Tully y le señaló una de las sillas que había frente a su mesa.

– Sí, comprendo -dijo Cunningham al teléfono-. Lo haré, por supuesto -colgó sin decir adiós, como era su costumbre. Se ajustó las gafas, bebió un sorbo de café y miró a Tully. A pesar de la camisa blanca y almidonada y de la corbata perfectamente anudada, sus ojos lo traicionaban. Hinchados por la falta de sueño, sus venillas rojas parecían magnificadas por los cristales bifocales de las gafas.

– Antes de que empecemos -dijo, mirando su reloj-, ¿tiene usted algún dato sobre Walker Harding?

– ¿Harding? -Tully intentó pensar, olvidándose de adolescentes calenturientos y vestidos rosas-. Lo siento, señor, no me suena ese nombre.

– Era el socio empresarial de Albert Stucky -dijo una voz femenina desde la puerta.

Tully se giró en la silla y miró a la joven de pelo oscuro. Era atractiva y llevaba una chaqueta de traje azul marino y unos pantalones a juego.

– Agente O'Dell, pase, por favor -Cunningham se levantó y señaló la silla junto a Tully.

Éste levantó la vista hacia ella y, recogiendo torpemente sus carpetas, las puso a un lado.

– Agente especial Margaret O'Dell, éste es el agente especial R. J. Tully.

La silla se tambaleó cuando Tully se levantó para estrechar la mano que le tendía la agente O'Dell. Al instante lo sorprendió la firmeza de su apretón y el modo en que lo miraba directamente a los ojos.