La cicatriz comenzaba justo bajo el pecho. Se obligó a tocarla con la punta del dedo índice, a trazar su línea fruncida a través del abdomen.
«Puedo destriparte en un abrir y cerrar de ojos», recordaba que le había dicho él. No, en realidad, no se lo había dicho: se lo había prometido. Para entonces, ella ya se había resignado a morir. Stucky ya la había acorralado. La había obligado a mirar mientras golpeaba y destripaba a dos mujeres hasta la muerte. La había amenazado con que, si cerraba los ojos, sacaría a otra y empezaría de nuevo. Y había mantenido su palabra.
Seguía sin haber escapatoria posible a aquellas imágenes y aquellos sonidos: pechos ensangrentados, crujido de huesos, el ruido sordo de un bate de béisbol contra un cráneo. Las arterias seccionadas, los cuchillos hundiéndose en la carne, en el vientre, en la vagina, en sitios donde nunca debían entrar los cuchillos, habían producido un alud de sangre. Para Stucky no había límites. Ningún lugar del cuerpo de una mujer era sagrado. Horadaba y seccionaba, satisfecho y alentado por los gritos.
Tras sentir las salpicaduras de la sangre, los fragmentos de hueso y de cerebro, tras oír los gritos enloquecedores de súplica y el estallido de la carne sanguinolenta, ¿qué más podía haberle hecho? La muerte habría sido un alivio. De modo que, en lugar de matarla, le había dejado un recuerdo perpetuo de sí mismo: una cicatriz.
Ansiosa por cubrirse, Maggie tomó una camiseta y se la puso, a pesar de que aún tenía la piel húmeda. Se acercó a la cómoda y sacó ropa interior limpia y unos pantalones chinos. Aún le goteaba el pelo mientras rebuscaba en el minibar de la habitación, donde encontró, aliviada, dos pequeñas botellas de whisky. Gracias a Dios por la eficiencia del servicio de habitaciones.
Se sobresaltó al oír que llamaban suavemente a la puerta. Entró en el baño para recoger el revólver. Antes de apartar la silla, miró por la mirilla. Nick tenía el pelo húmedo y revuelto. Llevaba unos vaqueros limpios y una tiesa camisa Oxford arremangada.
Maggie colocó de nuevo la silla junto al escritorio y se metió el revólver en la parte de atrás de la cinturilla. Sólo cuando abrió la puerta y los ojos de Nick recorrieron su cuerpo, se dio cuenta de que no llevaba puesta más que la fina camiseta que se le adhería a la piel húmeda.
– Te has dado prisa -dijo, ignorando el hormigueo que aquel hombre parecía producirle con sólo mirarla.
– Estaba deseando quitarme la ropa -él volvió a mirarla a la cara; parecía un tanto turbado-. Creo que tendré que tirar los zapatos. Tienen pegada una cosa que no quiero ni saber qué es.
Se miraron el uno al otro. La presencia y el olor de Nick parecían desbaratar los procesos mentales de Maggie. Se sentía húmeda y sofocada. Se dijo que era por la ducha y el agua caliente que había usado para lavarse.
– He pensado que podíamos salir a comer o a beber algo -dijo él finalmente-. ¿Todavía tienes tiempo antes del vuelo?
– Debería… eh… ponerme algo.
Él siguió mirándola. De pronto, la asustó cuánto deseaba tocar a Nick. Tenía que cerrar la puerta, tomar las riendas de sus sentidos, recomponerse. Pero se oyó decir:
– ¿Por qué no pasas?
Él vaciló el tiempo suficiente para que ella pudiera retirar la invitación. Sin embargo, Maggie se apartó de la puerta. Se acercó de nuevo a la cómoda, sacó algunas cosas al azar, fingiendo buscar algo mientras se daba una excusa para no mirarlo.
Él entró y cerró la puerta a su espalda.
– Parece que siempre estamos en una habitación de hotel.
Ella lo miró, turbada por aquel recuerdo que sofocó sus mejillas. En una pequeña habitación de hotel, en Platte City, Nebraska, habían estado a punto de hacer el amor. Cinco meses después, ella aún podía sentir la misma turbación. ¿Cómo era posible que la aparición de Nick Morrelli provocara de pronto en ella una marea de emociones completamente distintas a las que había experimentado en los días anteriores?
Sacó del cajón un sujetador y un jersey blanco de cuello redondo, de punto de algodón fresco, pero grueso y confortable.
– Enseguida estoy -dijo desapareciendo en el cuarto de baño lleno de vaho.
Se cambió rápidamente, prescindiendo de cualquier retoque extra. Se secó el pelo con una toalla y se lo cepilló hacia atrás; agarró el secador, pero al fin decidió no usarlo. Fue a quitarse la pistola, vaciló y la dejó metida en la cinturilla, se bajó el amplio jersey y comprobó en el espejo que el arma no se veía. Sabía que tenía que recoger su placa antes de salir.
Nick estaba junto a la ventana y la miró mientras se ponía los calcetines y los zapatos. Ella notó que tenía los dos botellines de whisky en la mano.
– ¿Sigues teniendo pesadillas? -sus ojos la escudriñaron mientras volvía a dejar las botellas sobre la mesa.
– Sí -dijo ella secamente, y le dio la espalda mientras recogía su identificación y algo de dinero. No quería que Nick Morrelli se inmiscuyera en su vida y pensara que tenía derecho a compartir o exponer sus debilidades-. ¿Listo? -le preguntó dirigiéndose hacia la puerta, y la abrió antes de mirarlo.
Estuvo a punto de pisar la bandeja del servicio de habitaciones colocada en el suelo, justo delante de la puerta. Miró el plato cubierto con una campana plateada. Los dos vasos vacíos y los cubiertos brillaban sobre la tiesa servilleta de hilo blanco.
– ¿Has pedido algo al servicio de habitaciones? -le preguntó, girándose, pero Nick ya estaba a su lado.
– No. Y tampoco he oído llamar.
Pasó por encima de la bandeja y, saliendo al pasillo, miró en ambas direcciones. Maggie aguzó el oído. No se oían puertas que se cerraran, ni pasos, ni el silbido de los ascensores.
– Seguramente será un error -dijo Nick, pero ella percibió su tensión.
Maggie se arrodilló junto a la bandeja. Se le había acelerado el pulso. Sacó cuidadosamente la servilleta de debajo de los cubiertos, utilizando el índice y el pulgar. La desdobló y la usó para agarrar el asa de la campana. La levantó lentamente y al instante un hedor repugnante se extendió por el pasillo.
– Dios mío -dijo Nick, retirándose.
En medio de la reluciente fuente de plata había una masa sanguinolenta que Maggie sabía era el riñon perdido de Rita.
Capítulo 27
En cuestión de minutos, el vestíbulo del hotel se llenó de agentes de policía de todo el Medio Oeste. Todas las entradas y salidas fueron selladas. Se comprobaron los ascensores uno a uno. Se registraron las escaleras de las veinticinco plantas. Se invadió la cocina y se interrogó al personal. A pesar de aquel despliegue de efectivos, Maggie sabía que no encontrarían nada.
La mayoría de los criminales considerarían un suicidio presentarse en un hotel en el que se hospedaban cientos de policías, sheriffs, detectives y agentes del FBI. Para Albert Stucky, aquello no sería más que un nuevo desafío dentro del juego. Maggie se lo imaginaba sentado en alguna parte, observando divertido la conmoción, el alboroto, los intentos infructuosos de atraparlo. Por eso, ella estaba comprobando los lugares más obvios.
En el segundo piso había un mirador que daba al vestíbulo. Permaneció junto a la barandilla, escudriñando desde aquella altura la fila junto al mostrador de recepción, al hombre sentado junto al enorme piano, a los pocos clientes acomodados en las mesas del café de paredes de cristal, al hombre tras el mostrador de la conserjería, al taxista que sacaba el equipaje… Stucky estaría mezclado entre la gente. Pasaría desapercibido. Ni siquiera el personal del servicio de habitaciones habría reparado en él si hubiera entrado en la cocina con una chaqueta blanca y una corbata.
– ¿Ha habido suerte?
Maggie se sobresaltó, pero consiguió refrenar el impulso de echar mano al arma.
– Lo siento -Nick parecía preocupado-. Estaría loco si se hubiera quedado por aquí. Imagino que se habrá ido hace rato.