– A Stucky le gusta mirar. No se divierte si no ve con sus propios ojos el efecto que causa. La mitad de esos agentes no saben qué aspecto tiene. Si hace bien su papel, puede que ni siquiera reparen en él. Tiene una habilidad especial para pasar inadvertido.
Maggie siguió en pie, quieta y callada, mirando. Sentía que Nick la estaba observando. Estaba cansada de que todo el mundo buscara en ella señales de deterioro mental, aunque sabía que la preocupación de Nick era sincera.
– Estoy bien -dijo sin mirarlo, respondiendo a la pregunta que él no había formulado.
– Lo sé. Pero aun así estoy preocupado -él se inclinó sobre la barandilla y comenzó a mirar hacia abajo. Su hombro rozó el de Maggie.
– El director adjunto Cunningham cree que, manteniéndome apartada de la investigación, me está protegiendo.
– Me preguntaba por qué ahora te dedicabas a la enseñanza. John me dijo que se rumoreaba que te habías quemado, que habías perdido tu talento.
Ella había adivinado aquellos rumores, pero oírlos nombrar en voz alta fue como una bofetada en plena cara. Evitó mirarlo. Se apartó el pelo de los ojos y se lo sujetó tras las orejas. Seguramente parecía encajar en el estereotipo de la agente desquiciada, con el pelo revuelto y la ropa suelta.
– ¿Es eso lo que crees? -preguntó, sin saber si quería conocer la respuesta.
Permanecían uno al lado del otro, apoyados sobre la baranda, rozándose los hombros, con los ojos fijos hacia delante, evitando cuidadosamente mirarse. El silencio de Nick duró demasiado.
– Le dije a John que la Maggie O'Dell que yo conozco es dura como el pedernal. Te he visto con un cuchillo clavado en las tripas, y aun así no ceder.
Otra de sus cicatrices. El asesino de niños al que Nick y ella habían perseguido en Nebraska la había apuñalado y dejado por muerta en un cementerio.
– Que la apuñalen a una es mucho más fácil de soportar que lo que me está haciendo Stucky.
– Sé que no es lo que quieres oír, Maggie, pero creo que puede que Cunningham tenga razón al mantenerte fuera de esto.
Esta vez, ella se volvió para mirarlo.
– ¿Cómo puedes decir eso? Es evidente que Stucky está jugando otra vez conmigo.
– Exacto. Quiere arrastrarte de nuevo a su juego. ¿Por qué darle lo que quiere?
– Pero tú no lo entiendes, Nick -la cólera le bullía casi a flor de piel. Maggie procuró mantener la voz en calma. Hablar de Stucky podía ponerla al borde de parecer histérica-. Stucky seguirá acosándome aunque no esté en el caso. Cunningham no puede protegerme. Lo que está haciendo es quitarme el único modo que tengo de contraatacar.
– Supongo que habrá sido él quien te ha dicho que regreses a Washington esta misma noche, ¿no?
– El agente Turner va a escoltarme -¿por qué molestarse en ocultar su ofuscación?-. Es ridículo, Nick. Albert Stucky está aquí, en Kansas City. Debería quedarme aquí.
De nuevo, otro silencio. Escudriñaron nuevamente la multitud, de pie el uno junto al otro, apoyados los codos en la barandilla, manteniendo los ojos y las manos cuidadosamente apartados. Nick se acercó un poco más, como si buscara el contacto de su cuerpo. Su hombro ya no la rozaba accidentalmente. Ahora, permanecía apoyado contra el de Maggie. Ella extraía de aquella leve caricia, de aquel ligero contacto, una extraña sensación de consuelo; sentía, quizá, que no estaba del todo sola.
– Todavía me importas, Maggie -dijo él suavemente, sin moverse, ni mirarla-. Pensaba que ya no. He intentado olvidarme de ti. Pero cuando te vi esta mañana, me di cuenta de que no habías dejado de importarme en absoluto.
– No quiero hablar de eso, Nick. No puedo, de verdad. Ahora, no -le dolía el estómago de miedo, de nerviosismo, de ansiedad. No quería sentir nada más.
– Te llamé cuando me trasladé a Boston -continuó él como si no la hubiera oído.
Ella lo miró. ¿Estaría mintiendo? Aquel encanto infantil, aquella reputación de donjuán no podían haber desaparecido tan fácilmente.
– No recibí ningún mensaje -dijo, ansiosa por desvelar aquel embuste, si resultaba serlo.
– En Quantico no me dijeron dónde estabas, ni cuándo volverías. Hasta les dije que pertenecía a la oficina del fiscal del distrito del condado de Suffolk -la miró y sonrió-. Pero no parecieron muy impresionados.
Aquélla era una historia sin riesgos, imposible de confirmar o de desmentir. Maggie volvió a fijar su atención en el vestíbulo. Allá abajo, tres hombres portaban unas maletas tras una elegante señora de pelo cano que llevaba una gabardina sin una sola gota de lluvia en ella.
– Acabé llamando al bufete de Greg.
– ¿Qué?
Se apartó de la barandilla y esperó a que él hiciera lo mismo, clavando en ella sus ojos.
– Vuestros nombres no aparecen en la guía telefónica de Virginia -se defendió él-. Imaginé que en el bufete de Brackman, Harvey y Lowe se mostrarían más comprensivos. Supuse que a ellos sí les interesaría que un miembro de la oficina del fiscal se pusiera en contacto con uno de sus abogados. Aunque no fuera en horario de oficina.
– ¿Hablaste con Greg?
– No era ésa mi intención. Esperaba encontrarte en casa. Pensé que, si contestaba Greg, podía decirle que tenía que hablar contigo sobre un asunto que quedó pendiente en Nebraska. A fin de cuentas, sabía que seguías buscando al padre Keller.
– Pero Greg no se lo tragó.
– No -Nick parecía avergonzado. De todos modos, continuó-. Me dijo que estabais intentando rehacer vuestro matrimonio. Y me pidió que, si era un caballero, lo respetara y me mantuviera al margen.
– ¿Greg te dijo eso? ¿Que fueras un caballero? Como si él supiera lo que es eso -sacudió la cabeza y volvió a apoyarse en la barandilla, fingiéndose distraída por la actividad que reinaba allá abajo. Greg había llegado a mentir tan bien que Maggie se preguntaba si se creería sus propias mentiras-. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Un par de meses -Nick se inclinó a su lado, pero esta vez mantuvo la distancia.
– ¿Un par de meses? -no podía creer que Greg no se lo hubiera dicho, o que no se le hubiera escapado en una de sus discusiones.
– Fue justo después de mudarme, así que tuvo que ser más o menos la última semana de enero. Me dio la impresión de que todavía vivíais juntos.
– Greg y yo decidimos quedarnos en el piso porque, a fin de cuentas, casi nunca estábamos allí. Pero le pedí el divorcio el día de Nochevieja. Seguramente parecerá despiadado. Me refiero a que debí esperar otra ocasión -vio que unos limpiadores empujaban unas enormes enceradoras por el vestíbulo-. Estábamos en la fiesta de Fin de Año de su bufete. Quería que hiciéramos el número de la pareja feliz.
El supervisor del equipo de limpieza llevaba un portafolios y unos zapatos de cuero relucientes. Maggie se inclinó sobre la barandilla para observar su cara. Demasiado joven y alto para ser Stucky.
– La gente de la fiesta me felicitaba y me daba la bienvenida a la empresa. Echaron a perder la sorpresa de Greg. Me había conseguido trabajo como jefa del departamento de investigación sin siquiera consultármelo. Luego no entendió por qué no me ponía a dar saltos de alegría por tener la oportunidad de pasarme la vida desenterrando informes empresariales o investigando malversaciones de fondos, en vez de hurgar en la basura en busca de restos humanos.
– Ya. Menudo imbécil.
Ella se giró y agradeció su ironía con una sonrisa.
– Soy un incordio, ¿eh? -dijo.
– Un incordio terriblemente atractivo.
Ella sintió que se sonrojaba y apartó la mirada. La molestaba que Nick pudiera hacerla sentirse viva y sensual mientras el mundo enloquecía a su alrededor.
– Al fin me mudé a una casa para mí sola la semana pasada. Dentro de unas semanas, el divorcio será definitivo.
– Tal vez habrías estado más segura en el piso. Quiero decir en cuanto a Stucky se refiere.
– Newburgh Heights está justo a las afueras de Washington. Seguramente es uno de los barrios más seguros de Virginia.