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– Sí, pero no soporto pensar que estarás sola.

– Prefiero estar sola cuando venga a por mí. Así nadie saldrá herido esta vez.

– ¡Dios mío, Maggie! ¿Quieres que vaya a por ti?

Ella evitó mirarlo. No quería notar su angustia. No podía soportar aquel peso, aquella responsabilidad. Así pues, se concentró en los hombres de mono azul que luchaban con enchufes y mopas. Al ver que no respondía, Nick la tomó suavemente de la mano. Entrelazó su brazo con el de ella y se llevó su mano al pecho, manteniéndola allí, caliente y prieta contra el pálpito de su corazón. Y se quedaron allí, observando cómo enceraban el suelo del vestíbulo del hotel.

Capítulo 28

Washington, D. C.

Miércoles, 1 de abril

Sentía que la doctora Gwen Patterson lo miraba fijamente mientras tocaba los muebles con el bastón blanco, buscando a trompicones un lugar donde sentarse. El sitio era agradable. El despacho olía a lujoso cuero y a madera pulida. Pero ¿qué podía esperar? La doctora Patterson era una mujer con clase; sofisticada, culta, inteligente y dotada. Al fin, un reto a su altura.

Pasó la mano sobre la superficie del escritorio, pero no había mucho que tocar: un teléfono, una agenda, varios cuadernos y un calendario abierto por la página del miércoles, 1 de abril. Solo entonces cayó en la cuenta de que era el Día de los Inocentes. Qué ironía tan apropiada. Resistió la tentación de sonreír y, al girarse de nuevo, tropezó con un aparador y estuvo a punto de tirar un jarrón antiguo. Sobre el aparador, una ventana daba al río Potomac. En su reflejo observó la mueca de disgusto de la doctora Patterson al verlo trastabillar, inquieto, por la habitación.

– El sofá está justo a su derecha -le dijo ella finalmente, pero siguió sentada tras su mesa. Aunque su voz sonaba tensa por el esfuerzo de refrenar la impaciencia, no quería avergonzarlo yendo en su rescate. Excelente. Había pasado la primera prueba.

Él alargó la mano, tocó el sofá de cuero, buscando el brazo, y se sentó cuidadosamente.

– ¿Quiere algo de beber antes de que empecemos?

– No -contestó secamente, mostrando una antipatía innecesaria. A los inválidos nadie les reprochaba su descortesía. Era una de las pocas ventajas que esperaba con impaciencia. Luego, para demostrarle que no era tan grosero, añadió educadamente-. Preferiría que empezáramos ya.

Dejó el bastón a su lado, donde pudiera encontrarlo fácilmente. Dobló la chaqueta de cuero y se la puso sobre las rodillas. El despacho estaba en penumbra, y se preguntó por qué se habría molestado ella en bajar a medias las persianas. Se ajustó las gafas de sol sobre el puente de la nariz. Las lentes eran muy oscuras, para que nadie pudiera verle los ojos. Para que nadie lo sorprendiera mirando. Aquello le confería una deliciosa vuelta de tuerca a su voyeurismo. Todos creían que eran ellos los mirones cuando lo observaban fijamente, escudriñándolo, compadeciéndolo. Nadie parecía cuestionarse si un ciego podía en realidad ver. A fin de cuentas, ¿por qué iba a fingir nadie algo así?

Pero, irónicamente, la mentira se estaba convirtiendo en verdad. Los medicamentos no funcionaban, y era innegable que su vista iba empeorando. Había tenido suerte muchas veces. ¿Le había llegado al fin su turno? No, él no creía en esa estupidez del destino. De modo que, ¿qué importaba que ahora necesitara un poco de ayuda extra, un apoyo o dos, o el socorro de un viejo amigo para alegrarse un poco la vida? ¿Para qué, si no, estaban los amigos?

Ladeó la cabeza, esperando, fingiendo tener que oírla antes de volverse en su dirección. Mientras tanto, la observaba. Tuvo que forzar la vista para verla a través de las gafas negras, en la penumbra de la habitación. Ella seguía mirándolo recostada en su silla, cómoda y segura de sí misma. Se levantó y echó mano a la chaqueta del traje, colgada en el respaldo de la silla, pero, mirando de nuevo hacia él, la dejó donde estaba. Luego rodeó el escritorio y se apoyó en su reluciente superficie, colocándose justo frente a él. Tenía un aspecto delicado y frágil, las curvas en los lugares adecuados, la piel tersa y unas cuantas arrugas propias de una mujer al final de la cuarentena. Llevaba suelto el pelo de color rojo fresa, que le rozaba en delicadas ondas la mandíbula. Se preguntó si sería su color natural, y se descubrió sonriendo. Tal vez tendría que averiguarlo por sí mismo.

Se recostó en el sofá y esperó mientras olía su perfume. Dios, qué bien olía. Sin embargo, no reconoció la fragancia. Normalmente, podía al menos reducirla a unas cuantas posibilidades, pero aquel olor era nuevo para él. Su blusa de seda rosa era tan fina que dejaba entrever los pechos pequeños y redondos y la leve punta de los pezones. Se alegró de que no creyera necesario ponerse la chaqueta. Puso las manos sobre el regazo, asegurándose de que la chaqueta doblada ocultaba el bulto prominente de su bragueta, contento de que su nueva dieta de películas porno pareciera ir mejorando su pasajera debilidad.

– Como con todos mis pacientes, señor Harding -dijo ella finalmente-, quisiera saber cuáles son sus objetivos. ¿Qué espera obtener de nuestras sesiones?

Él reprimió una sonrisa. Ya había conseguido uno de sus objetivos. Ladeó la cabeza hacia ella y siguió mirándole los pechos. Aunque ella pudiera verle los ojos, la gente aceptaba e incluso esperaba que mirara a cualquier parte, menos a los ojos de los demás.

– No estoy seguro de entender la pregunta -había aprendido que era bueno dejar a las mujeres explicarse. Ello les permitía sentir que dominaban la situación, y quería que ella creyera que estaba al mando.

– Me dijo por teléfono -comenzó ella cautelosamente, como si midiera sus palabras-, que había ciertas cuestiones sexuales sobre las que quería hablar -no vaciló, ni puso mayor énfasis al decir la expresión «cuestiones sexuales». Eso era buena señal-. Para poder ayudarlo, necesito saber en concreto qué espera de mí. Qué le gustaría extraer de estas sesiones.

Era hora de comprobar si se escandalizaba fácilmente.

– Es muy sencillo. Quiero ser capaz de disfrutar otra vez follándome a una mujer.

Ella parpadeó y su tez pálida se sonrojó levemente. Sin embargo, no se movió. Qué lástima. Tal vez debería haber añadido que quería disfrutar follándose a una mujer sin tener que follársela hasta la muerte. Su nueva costumbre no era en realidad muy distinta a las de ciertos animales e insectos. Tal vez debiera comparar sus hábitos sexuales con los de la hembra de la mantis religiosa, que le arrancaba la cabeza al macho nada más terminar la cópula.

¿Entendería ella que el orgasmo, el éxtasis erótico, era increíblemente poderoso cuando conllevaba dolor? ¿Debía confesarle que ver a aquellas mujeres cubiertas de sangre, suplicándole piedad, le producía una explosión orgásmica que no podía alcanzar de ningún otro modo? ¿Podía ella entender que el horror que contenía en su interior amenazaba con apoderarse de los cimientos de su ser, de lo que quedaba de su ser primigenio?

Pero no, no compartiría nada de aquello con ella. Sería demasiado. Sería algo propio de Albert Stucky, y tenía que resistir la tentación de rebajarse al nivel de su viejo amigo.

– ¿Podrá ayudarme, doctora? -preguntó, proyectando la barbilla hacia delante y hacia arriba como si escuchara los movimientos de la doctora Patterson para calibrar su reacción.

– Sí, desde luego.

Él miró más allá de sus hombros, volviendo levemente el cuerpo hacia un lado, a pesar de que ella permanecía de pie frente a él.

– Se está sonrojando -dijo, y se permitió una sonrisa áspera.

El rubor de las mejillas de la doctora se hizo más intenso. Se llevó la mano al cuello, en un intento inútil de detener el sonrojo.

– ¿Qué le hace pensar eso?

¿Iba a negarlo? ¿Iba a decepcionarlo tan pronto con una mentira?