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Tras conseguir el trabajo en Heston Inmobiliaria, se apuntó a varias asociaciones empresariales. Delores la hizo socia del Club de Campo Skyview, insistiendo en que era esencial para conocer a posibles clientes. Sin embargo, a Tess aún le costaba trabajo verse a sí misma como socia de un club de campo. Era allí donde había conocido a Daniel Kassenbaum. Ello había supuesto una tremenda victoria, la prueba fehaciente de su nuevo y próspero estilo de vida. Si era capaz de ganarse el aprecio de alguien tan sofisticado, arrogante, instruido y culto como Daniel, sería capaz de hacer cualquier cosa, de ir a cualquier parte.

Se recordó que Daniel le convenía. Era estable, ambicioso, pragmático y, lo que era aún más importante, un hombre respetado. Todo lo que ella quería, o más bien necesitaba, en la vida. Que él no supiera cómo tocarla, ni ello lo preocupara, a Tess le importaba muy poco desde una perspectiva amplia de las cosas. Además, de todos modos no estaba enamorada de él. Prefería no arriesgar sus afectos. El amor y las emociones nunca habían sido para ella ingredientes esenciales de una relación conveniente. En todo caso, habían sido ingredientes para el desastre.

Tess detuvo el Miata delante del 5349 de Archer Drive. Recorrió el callejón con la vista y comprobó que, en efecto, había llegado demasiado pronto. No había ni rastro de su cita de las diez. En realidad, no se veía ni un alma. Los vecinos del barrio habían emprendido ya su largo trayecto hacia sus lugares de trabajo, y aquéllos que podían quedarse en casa seguramente seguían en la cama. Decidió aprovechar el tiempo que le quedaba para asegurarse de que la casa de estilo colonial, de dos plantas, estaba presentable.

Se miró en el espejo una vez más. ¿Desde cuándo eran tan profundas las arrugas en torno a su boca y sus ojos? Por primera vez en su vida, empezaba a aparentar la edad que tenía.

Le había costado años llegar adonde estaba. Daniel era una pieza importante del puzzle de su nueva imagen profesional. Le confería credibilidad. No podía echarlo todo a perder ahora. Pero, entonces, ¿por qué el recuerdo de Will Finley con aquella toalla azul, tan ágil y guapo, seguía despertando en ella emociones que había enterrado hacía mucho tiempo?

Sacudió la cabeza y agarró el maletín; cerró la puerta del coche demasiado fuerte, y el eco retumbó en el silencio de la calle. Para compensar aquel ruido, caminó sigilosamente por la acera, procurando que sus tacones no repiquetearan.

La casa llevaba más de ocho meses en venta, y en los últimos tres casi nadie había ido a verla. Sin embargo, los vendedores seguían manteniendo el mismo precio de venta. Como sucedía con muchas de las casas de las afueras de Newburgh Heights, el dinero no suponía problema para sus propietarios, lo cual dificultaba las negociaciones de la venta.

Tess se dispuso a abrir la cerradura de la puerta blindada, pero la llave giró con excesiva suavidad. El cerrojo no sonó. La llave no estaba echada y, al entrar en el vestíbulo, Tess comprobó que el sistema de alarma había sido desactivado.

Capítulo 31

– Maldita sea -masculló Tess, y apretó el interruptor de la luz. Sí, había electricidad, así que no había razón para que no funcionara el sistema de alarma.

Anotó mentalmente que debía comprobar quién era el último agente que había enseñado la casa. Sin necesidad de comprobarlo, adivinó que era uno de esos cretinos de Hermanos Peterson. Aquellos tipos siempre se olvidaban de esas cosas, y tenían la ética profesional de un proxeneta. Últimamente circulaban rumores de que uno de los hermanos estaba usando las casas vacías para organizar sórdidas orgías.

De pronto, Tess recordó que el dormitorio principal de aquella casa era particularmente grande y tenía un baño con claraboya.

– Más les vale que esté limpio.

Revisó su reloj. Sólo faltaban quince minutos. Dejó el maletín en una esquina del cuarto de estar, se arremangó la chaqueta del traje y comenzó a subir las escaleras, deteniéndose un momento para quitarse los zapatos. Esa mañana no estaba de humor para tonterías. Su abandono sigiloso de la cama de Daniel había erosionado sus nervios y su paciencia. Daniel estaría llegando a la oficina en ese momento. Suerte que había dejado el móvil en el coche, porque, conociéndolo, seguro que llamaría sólo para echarle la bronca.

Subió corriendo las escaleras. Estaba a medio camino cuando oyó que la puerta de entrada se abría. El cliente llegaba pronto. ¿Por qué tenía que llegar pronto? Tess volvió a bajarse las mangas, buscó sus mocasines de piel y, encontrando primero uno y luego otro, se los puso discretamente. Cuando llegó al pie de la escalera, un hombre moreno y alto vagaba por el espacioso cuarto de estar. Las ventanas estaban desnudas, y la luz del sol entraba a raudales, cegadora, envolviendo por completo su figura.

– ¿Hola?

– Sé que llego un poco pronto.

– No se preocupe -Tess logró que no se le notara el enojo en la voz. Pero deseó haber tenido tiempo de revisar el dichoso dormitorio principal.

Él se volvió, y sólo entonces reparó ella en el bastón blanco. Al instante se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Miró por la ventana, pero no vio rastro de otro vehículo en la glorieta.

Adivinó que tendría más o menos su edad, entre treinta y cinco y cuarenta años, aunque le resultaba difícil determinar la edad de la gente cuando no podía verles los ojos. Los cristales de sus gafas de sol Ray-Ban eran particularmente oscuros. Tess se fijó en su sedosa camisa de diseño con el cuello abierto, en su costosa chaqueta de cuero y en sus pantalones chinos bien planchados. Se sorprendió mirando si algo desentonaba. Sus rasgos eran hermosos, pero afilados; tenía la mandíbula cuadrada y tensa, los labios finos, pero bellamente trazados, y los pómulos altos.

Su pelo negro, muy corto, era abundante, a pesar de las ligeras entradas de su frente.

– Soy Walker Harding -dijo-. ¿Es usted la agente con la que hablé por teléfono?

– Sí, soy Tess McGowan -le tendió la mano y enseguida la retiró, azorada, al darse cuenta de que no podía verla.

Él vaciló y sacó lentamente la mano del bolsillo. Cuando se la tendió, Tess notó lo fuerte y fibrosa que era. Él erró levemente la dirección, y sus dedos apuntaron al costado de Tess. Ésta se acercó y se la estrechó. Al instante sintió que su enorme mano se tragaba la suya. Sus largos dedos le envolvieron la muñeca, y Tess advirtió, sorprendida, que aquello parecía más una caricia que un apretón de manos. Ahuyentó aquella idea y procuró ignorar su repentino desasosiego.

– Acabo de llegar -dijo, retirando la mano-. No me ha dado tiempo a echar un vistazo -le explicó, preguntándose cómo demonios iba a notar él la diferencia. ¿Cómo iba a enseñarle la casa si no veía nada?

Él le soltó la mano y recorrió lentamente el cuarto de estar, golpeando con el bastón delante de sí con paso seguro. Se detuvo junto al ventanal que daba al jardín trasero. Buscó a tientas la falleba y la abrió. Luego se quedó allí, en silencio, mirando hacia fuera como si el jardín lo fascinara.

– Qué maravilla, el sol -dijo finalmente, echando la cabeza hacia atrás y dejando que la luz brillante calentara su rostro-. Sé que puede parecer absurdo, pero me encanta que haya muchas ventanas.

– No, no es absurdo en absoluto -ella se sorprendió hablando en voz demasiado alta, y al instante se azoró. Era ciego, no sordo.

Tess observó su perfil. La nariz recta tenía una leve encorvadura en su parte superior, y desde aquel ángulo Tess podía ver una cicatriz justo debajo de la línea de la mandíbula. No pudo evitar preguntarse si su ceguera se debía a algún tipo de accidente. A pesar de su limitación, parecía muy seguro de sí mismo. Había aplomo en su porte, en su modo de caminar, en su forma de conducirse. Sin embargo, sus gestos parecían envarados, y escondía continuamente las manos en los pantalones. ¿Estaba nervioso o ansioso por alguna razón?