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– ¿Son muy grandes los árboles? -preguntó, y su voz la sorprendió, como si hubiera olvidado por qué estaban allí.

– ¿Disculpe?

– Huele a árboles. ¿Hay muchos? ¿Son grandes, o pequeños?

Ella se acercó y, manteniendo una distancia prudencial sin parecer desconfiada, miró por la ventana. Las parcelas en aquel vecindario eran enormes, y los árboles, en su mayoría pinos y cedros, formaban un límite natural al fondo de la propiedad. Ella no podía olerlos. Pero, naturalmente, los demás sentidos de aquel hombre sin duda se habían agudizado.

– Son muy grandes. Hay cedros y pinos. Forman una hilera que separa las propiedades.

– Bien. Me gusta preservar mi intimidad -se volvió hacia ella y sonrió-. Espero que no la moleste tener que describirme la casa.

– No, claro que no -dijo Tess, esperando parecer convincente-. ¿Por dónde quiere que empecemos?

– Me dijeron que el dormitorio principal era fantástico. ¿Podríamos empezar por ahí?

– Buena elección -dijo ella. Maldición. Ojalá hubiera llegado antes. Más le valía a ese capullo de Peterson haberlo dejado todo recogido-. ¿Prefiere ir solo, o quiere apoyarse en mi brazo?

– Huele usted muy bien -ella lo miró, sorprendida-. Es Chanel n° 5, ¿no?

– Sí, así es -¿estaba flirteando con ella?

– Seguiré su delicioso perfume. Vaya usted delante.

– Ah, sí. De acuerdo.

Tess avanzó despacio, casi con excesiva lentitud, y la mano extendida de él tropezó con su espalda una vez estuvieron en el rellano. Él dejó la mano allí posada un momento, sobre la cadera de Tess, como si necesitara un asidero. O, al menos, eso se dijo ella. Más de una vez habían intentado magrearla con mayor torpeza.

El dormitorio principal olía a productos de limpieza. Tess miró a su alrededor. Quienquiera que hubiera estado allí por última vez había limpiado a conciencia. Por suerte, todo parecía en orden. En realidad, la habitación olía a recién fregada. La sorprendió que el señor Harding, cuyos sentidos le habían parecido tan agudos abajo, no hiciera ningún comentario sobre el fuerte olor que despedía la habitación.

– Este cuarto tiene aproximadamente seis metros por cuatro -dijo ella intentando aparentar naturalidad-. Hay otro ventanal en la pared sur que mira al jardín trasero. El suelo es de tarima de roble. Hay un…

– Disculpe, señorita McGowan.

– Por favor, llámeme Tess.

– Tess, claro -se detuvo y sonrió-. Espero que no se ofenda, pero me gusta hacerme una idea del aspecto de la persona con la que estoy hablando. ¿Puedo tocarle la cara?

Al principio, ella creyó no haberlo entendido bien y no supo qué decir. Recordó que la había tocado en el rellano, y de pronto se preguntó si habría sido un magreo y no un tropiezo inofensivo.

– Lo siento. Se ha ofendido -dijo él en tono de disculpa, con voz baja y acariciadora.

– No, claro que no -respondió ella vivamente. Si no tenía cuidado, su paranoia podía arruinarle la venta-. Es simplemente que me temo que no estoy tan preparada como debiera para ayudarlo.

– Le aseguro que no es doloroso -dijo él como si le estuviera explicando un procedimiento quirúrgico-. Sólo utilizo los dedos. Prometo no arañarla -sus labios se curvaron en una sonrisa, y Tess se sintió ridicula.

– Por favor, adelante -dijo acercándose, a pesar de sus recelos.

Él dejó a un lado el bastón y, usando ambas manos, pero sólo la punta de los dedos, comenzó a palparle lenta y suavemente el pelo. Ella evitó levantar la vista y mantuvo los ojos clavados más allá de su hombro. Le olían las manos levemente a amoníaco, ¿o sería el fuerte olor del suelo recién fregado? Sus dedos le acariciaron la frente y se deslizaron sobre sus párpados.

Ella intentó ignorar su tacto húmedo, pero alzó la mirada hacia él, buscando algún indicio de que se sentía tan violento como ella. Pero él parecía tranquilo y reposado, y sus dedos iniciaron el descenso por ambos lados de la cara de Tess, deslizándose sobre sus mejillas. Ella procuró olvidar que su contacto se parecía demasiado a una caricia. Pero entonces sus dedos le tocaron los labios. Su índice se posó sobre ellos demasiado tiempo, frotándolos. Por un instante, pareció que iba a meterle el dedo en la boca. Inquieta, Tess lo miró a los ojos. Intentó ver más allá de los densos cristales, y cuando al fin consiguió vislumbrar sus ojos negros, notó que la estaba mirando fijamente. ¿Sería posible? No, claro que no. Se estaba poniendo paranoica, un molesto vestigio de su vida pasada.

Él había movido los dedos hasta su barbilla, bajándolos luego por su garganta. Después, se introdujeron fugazmente bajo el cuello de su blusa, rozándole la clavícula, vacilando como si estuviera poniéndola a prueba, como si quisiera averiguar hasta dónde podía llegar. Tess empezó a retroceder, pero él le rodeó la garganta con los dedos.

– ¿Qué está haciendo? -jadeó Tess, y agarró sus enormes manos.

Él empezó a apretar, ahogándola, mirándola fijamente a los ojos, con una sonrisa perversa en los labios. Ella le arañó los dedos, aquellas zarpas de acero que se cerraban sobre su cuello como las fauces de un pit bull. Se retorció, forcejeando, pero él la obligó a retroceder. Su cabeza golpeó contra la pared con tal fuerza que el dolor le hizo cerrar los ojos. No podía respirar. No podía pensar. Dios, qué fuerte era.

Cuando abrió los ojos, vio que él había apartado una mano. Pudo respirar otra vez, boqueando ávidamente, y notó un pinchazo en los pulmones. Antes de que pudiera recuperar las fuerzas, él la empujó con el brazo para que se estuviera quieta, clavándole el codo en la garganta y cortándole de nuevo la respiración. Fue entonces cuando ella vio la jeringa en su mano libre.

Aterrorizada, braceó y pataleó, intentando defenderse. Fue inútil. Él era demasiado fuerte. La aguja traspasó la chaqueta y se clavó en la piel de su brazo. Tess notó que su cuerpo entero se contraía. Unos segundos después, la habitación empezó a dar vueltas. Sus manos, sus rodillas, todos sus músculos se aflojaron, y luego, de pronto, todo se volvió negro.

Capítulo 32

Nada más entrar en el despacho del doctor James Kernan, Maggie se sintió otra vez como una estudiante de diecinueve años. Aquella sensación de confusión, de perplejidad y temor tornó a ella en una oleada de impresiones visuales y olfativas. El despacho del doctor Kernan, ubicado en las Torres Wilmington de Washington D. C., y no en el campus de la Universidad de Virginia, como antaño, seguía teniendo el mismo aspecto y el mismo olor.

El tufo a humo rancio, a cuero viejo y a aceite de friegas Ben-Gay asaltó de inmediato sus fosas nasales. La diminuta estancia estaba recubierta con la misma extraña parafernalia que antaño. En un frasco de conservas lleno de formol flotaba el lóbulo frontal de un cerebro humano diseccionado. El frasco servía de improvisado sujetalibros, sosteniendo, irónicamente, libros tales como Análisis de Hitler: la búsqueda de los orígenes del mal, Interpretación freudiana de los sueños y lo que Maggie sabía era una rara primera edición de Alicia en el País de las Maravillas. De los tres, este último parecía el más indicado para el profesor de psicología, cuya imagen conjuraba fácilmente la del Sombrerero Loco.

Sobre un aparador de caoba, al otro lado de la habitación, había instrumentos antiguos cuyas formas y afiladas puntas intrigaban al espectador hasta que éste reconocía en ellos instrumentos quirúrgicos que en otro tiempo se habían empleado para practicar lobotomías. En la pared, detrás del escritorio de caoba a juego, había fotografías en blanco y negro que representaban dicha operación. Otra fotografía igualmente perturbadora mostraba a una mujer siendo sometida a tratamiento de electrochoque. A Maggie, los ojos vacíos de la mujer y su expresión resignada bajo el repulsivo aparato de hierro siempre le habían recordado más a una ejecución que a un tratamiento médico. A veces, se preguntaba cómo podía dedicarse a una profesión que, en otras épocas, había sido tan brutal en su pretensión de curar las dolencias de la psique.