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– Entiendo -dijo él, ladeando la cabeza como si fuera necesario hacerlo-. Entonces, ¿su obsesión acabará cuando lo atrapen?

– Sí.

– ¿Y cuando sea castigado?

– Sí.

– Porque ha de ser castigado, ¿no?

– No hay castigo suficiente para alguien como Albert Stucky.

– ¿De veras? ¿La muerte no le parece castigo suficiente?

Ella vaciló, acusando su hiriente sarcasmo y anticipando su trampa. Pero, de todos modos, siguió adelante.

– Da igual a cuantas mujeres mate. Él sólo morirá una vez.

– Ah, sí, comprendo. Y eso no sería un castigo a su medida. ¿Cuál lo sería, entonces?

Ella no respondió. No quería morder el anzuelo.

– Le gustaría verlo sufrir, ¿verdad, O'Dell?

Maggie le sostuvo la mirada. «Cálmate», se dijo. Él esperaba que cometiera un desliz. Estaba incitándola, provocándola, obligándola a exponer su odio.

– ¿Cómo preferiría hacerlo sufrir? ¿Mediante el dolor? ¿Un dolor lento y desgarrador? -la miró fijamente, esperando. Ella le devolvió la mirada, pero se negó a darle lo que quería-. No, a usted no le interesa el dolor -dijo él finalmente, como si los ojos de Maggie hubieran respondido por ella-. No. Usted prefiere el miedo, ¿no es cierto? Quiere que sufra sintiendo miedo -añadió con voz despreocupada, sin reproche, ni hostilidad, invitándola a confiar en él.

Ella siguió con las manos sobre el regazo. Continuaba sentada muy derecha, con los ojos clavados en él mientras la rabia le retorcía el estómago.

– Quiere que experimente el mismo miedo, la misma sensación de impotencia que sintieron cada una de sus víctimas -él se echó hacia delante en la silla, y el silencio amplificó el crujido-. El mismo miedo que sintió usted cuando la atrapó. Cuando la estaba rajando. Cuando el cuchillo seccionó su piel.

Hizo una pausa, y Maggie notó que la examinaba. De pronto hacía un calor asfixiante en la habitación. Sin embargo, ella refrenó las manos para no apartarse el pelo húmedo de la frente. Resistió el deseo de morderse el labio inferior y se limitó a devolverle la mirada.

– ¿Es eso, Margaret O'Dell? ¿Quiere ver al señor Albert Stucky retorcerse como usted se retorció? -a ella le asqueó que se refiriera a Stucky llamándolo señor. ¿Cómo se atrevía?-. Verlo retorcerse en la silla eléctrica no es suficiente para usted, ¿no es cierto? -insistió él.

Los dedos de Maggie comenzaron a crisparse sobre su regazo. Le sudaban las palmas de las manos. ¿Por qué hacía tanto calor en aquel despacho? Le ardían las mejillas. Empezaba a dolerle la cabeza.

– No, la silla eléctrica no es castigo apropiado para los crímenes de Stucky, ¿no es cierto? Usted está pensando en un castigo mucho más adecuado, ¿a que sí? ¿Y cómo se propone administrarle tal castigo, Margaret O'Dell?

– Haciendo que ese maldito hijo de perra me mire directamente a los ojos cuando le meta una bala entre las cejas -estalló ella, sin importarle ya que la trampa psicológica del doctor Kernan la engullera por completo.

Capítulo 33

Tess McGowan intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado. Logró entreabrirlos un instante, y vio un chorro de luz y, luego, nada. Estaba sentada, pero la tierra se movía bajo ella con un lento traqueteo, vibrando sostenidamente. En algún lugar, una voz profunda y suave con acento rural cantaba acerca del daño que se hace a quien se ama.

¿Por qué no podía moverse? Tenía los brazos flojos; las piernas, como el cemento. Pero la única atadura que sentía cruzaba su hombro y su regazo. Un coche. Sí, iba montada en un coche, sujeta por el cinturón de seguridad. Eso explicaba el movimiento, la vibración, el runrún amortiguado. Pero no explicaba por qué no podía abrir los ojos.

Lo intentó de nuevo. Otro parpadeo. Los faros relumbraron antes de que sus párpados pesados se cerraran de nuevo. Era de noche. ¿Cómo era posible que fuera de noche? Un momento antes era por la mañana. ¿No?

Se apoyó contra el cabecero. Olía a jazmín; un olor suave, sutil. Sí, recordaba que unos días antes había comprado un ambientador nuevo y lo había pegado bajo el asiento del pasajero. De modo que iba en su coche. El olor, la idea de estar en su coche, la tranquilizó hasta que se dio cuenta de que no conducía ella, de que había alguien a su lado. ¿Era Daniel? ¿Por qué no se acordaba? ¿Por qué sentía la cabeza llena de telarañas? ¿Se había emborrachado otra vez? ¡Oh, cielo santo! ¿Había recogido a otro extraño?

Giró la cabeza ligeramente sin apartarla del cabecero. Le costaba un enorme esfuerzo moverse, centímetro a centímetro, como a cámara lenta. Una vez más, intentó abrir los ojos. Estaba oscuro, pero había movimiento. Sus párpados se cerraron de nuevo.

Escuchó. Oía respirar a alguien. Abrió la boca para hablar. Le preguntaría adonde iban. Era una pregunta sencilla, pero no le salió la voz. Se oyó un ligero gruñido, pero no procedía de ella. Entonces el coche empezó a aminorar la marcha, y se oyó un leve zumbido eléctrico. Tess sintió un soplo de aire con olor a alquitrán fresco y comprendió que la ventanilla estaba abierta. El coche se detuvo, pero el motor siguió zumbando. Por el olor a tubo de escape comprendió que estaban parados en un atasco. Intentó de nuevo abrir los ojos.

– Buenas noches, agente -dijo una voz profunda en el asiento de al lado.

¿Era Daniel? La voz le resultaba familiar.

– Buenas noches -contestó otra voz-. Perdón -susurró-. No me había dado cuenta de que su mujer iba dormida.

– ¿Hay algún problema?

Sí, Tess también quería saberlo. ¿Había algún problema? ¿Por qué no podía moverse? ¿Por qué no lograba abrir los ojos? ¿Quién era aquella mujer que dormía? ¿Se refería el policía a ella?

– Ha habido un accidente al otro lado del puente y estamos limpiando los restos. Un regalito de la hora punta. Sólo será un minuto o dos. Luego podrán pasar.

– No hay prisa -dijo la voz parsimoniosamente.

No. No era Daniel. Daniel siempre tenía prisa. Intentaría hacerle comprender al policía lo importante que era. Montaría una escena. Oh, cómo odiaba que hiciera eso. Pero, si quien iba a su lado no era Daniel, ¿quién era?

Un aleteo de pánico se apoderó de ella. «¿No hay prisa?». Sí, conocía aquella voz.

Entonces, empezó a recordar.

«Huele muy bien», le había dicho aquella misma voz. Lo ocurrido tornó a ella fragmentariamente.

La casa de Archer Drive. Aquel hombre quería ver la habitación principal. «Espero que no se ofenda». Quería ver su cara.

«Le aseguro que no es doloroso». No, quería tocar su cara. Sus manos, sus dedos en el pelo, en las mejillas, en el cuello. Luego, esas mismas manos rodeando su garganta con fuerza, apretando sus músculos. No podía respirar. No podía moverse. Unos ojos negros. Y una sonrisa. Sí, él sonreía mientras le apretaba y le retorcía el cuello. Le hacía daño. «Basta». Le hacía mucho daño. Le dolía la cabeza, y la oyó golpear contra la pared. Luchó con los puños, con las uñas. Dios mío, qué fuerte era.

Entonces lo sintió. El aguijón de la aguja al hundirse en su brazo. Recordó la oleada de calor que inundó sus venas. Recordó la habitación dando vueltas.

Intentó levantar el mismo brazo. No se movía, pero le dolía. ¿Qué le había dado? ¿Quién demonios era aquel hombre? ¿Adonde la llevaba? Incluso el miedo parecía entumecido: un nudo atrapado dentro de su garganta, luchando por liberarse. No podía moverse, ni levantar los brazos. No podía patalear, ni correr. Dios mío, ni siquiera podía gritar.