– Pero ¿tú te estás oyendo? Ya no te fías de nadie. ¿Es que no te das cuenta de lo que te está haciendo ese puto trabajo?
Ella se friccionó el cuello, apretando sus músculos agarrotados. ¿Por qué tenía que ponérselo siempre tan difícil?
– ¿Has mirado en el trastero? -preguntó. Sabía que era imposible que la caja estuviera allí, pero quería darle una última oportunidad para que se desdijera si, en efecto, había abierto la caja.
– En el trastero no hay nada tuyo. ¿Qué había dentro de esa caja? ¿Una de tus preciadas pistolas? ¿Es que no puedes dormir por las noches si no tienes a mano tres o cuatro, o las que tengas?
– Tengo dos, Greg. Todos los agentes suelen tener una de recambio.
– Ya. Pues para mí dos son demasiadas.
– ¿Te importaría llamarme si aparece la caja?
– Aquí no está.
– Bueno, está bien. Adiós.
– Llama a tu madre cuando puedas -dijo él a modo de despedida, y colgó.
Maggie apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Intentó mitigar el dolor de sus sienes, de su cuello, de sus hombros. Sonó el timbre, y asió el revólver casi sin darse cuenta. ¡Dios santo! Tal vez Greg tuviera razón. Vivía en un mundo de paranoia.
A la entrada de la casa, junto a una farola, podía ver una furgoneta con la leyenda Clínica veterinaria Riley impresa en un lateral. Un hombre con una bata blanca y una gorra de béisbol esperaba en el pórtico. Sentado pacientemente a su lado, con un collar y una correa azules, había un labrador blanco. A pesar de que no llevaba el pecho y la escápula aparatosamente vendados, Maggie supo que era el perro al que había ayudado a rescatar en casa de los Endicott. Aun así, volvió a examinar al hombre para asegurarse de que no era un impostor. Finalmente, decidió que era demasiado bajo para ser Stucky.
– Los Endicott viven al final de la calle -dijo nada más abrir la puerta.
– Lo sé -dijo el hombre secamente. Tenía la mandíbula tensa, la cara colorada y la frente sudorosa, como si no hubiera llegado en coche, sino corriendo-. El señor Endicott se niega a hacerse cargo del perro.
– ¿Qué?
– No lo quiere.
– ¿Eso le ha dicho? -le resultaba difícil de creer, después de lo que había pasado el pobre animal.
– Bueno, sus palabras exactas fueron que el dichoso perro era de su mujer. Disculpe mi lenguaje; sólo intento repetir lo que él me dijo, pero permítame decirle que él no usó precisamente el término «dichoso». En fin, dijo que el dichoso perro era de su mujer y que si se había largado sin él, que él tampoco lo quería.
Maggie miró al perro, que parecía acobardado, ya fuera porque el hombre había alzado la voz, o porque sabía que estaban hablando de él.
– No sé qué espera que haga yo. No creo que pueda convencer al señor Endicott. Ni siquiera lo conozco.
– Su nombre y su dirección aparecen en el impreso que firmó cuando nos llevaron al perro. El detective Manx nos ha dicho que se lo traigamos a usted.
– Conque sí, ¿eh? -de modo que se trataba de una última y pequeña venganza de Manx. Menuda cara-. ¿Y si me niego a quedármelo? ¿Qué hará con él?
– Tengo órdenes del señor Endicott de llevarlo a la perrera.
Maggie miró de nuevo al perro. El animal levantó hacia ella sus ojos marrones, tristes y patéticos. Maldición. ¿Qué sabía ella de cuidar a un perro? No pasaba en casa el tiempo suficiente para ocuparse de él. No podía quedárselo. Su madre nunca le había dejado tener perro de pequeña. Greg era alérgico a perros y gatos, o eso le había dicho una vez que ella llevó a casa un cachorro abandonado que se encontró mientras corría. Alérgico o no, Maggie sabía que no habría tolerado que un cuadrúpedo se subiera a sus preciosos sofas de cuero. De pronto, se dio cuenta de que, aunque sólo fuera por eso, tal vez debiera quedarse con el perro.
– ¿Cómo se llama? -preguntó, agarrando la correa del perro.
– Harvey.
Capítulo 35
Boston, Massachusetts
Jueves, 2 de abril
Will Finley apenas podía estarse quieto. Llevaba toda la mañana con los nervios de punta. Mientras deambulaba por los pasillos del juzgado, se pasó una mano temblorosa por la cara. Demasiada cafeína. Ése era su problema. Eso, y la falta de sueño. Aunque el hecho de que Tess McGowan no le hubiera devuelto ninguna de sus llamadas tampoco contribuía a tranquilizarlo. Ya era jueves. Desde el lunes, le había dejado varios mensajes en casa y en la oficina. O, al menos, en lo que, según creía, era su oficina. Se había llevado una de las tarjetas de visita de Tess de la mesa antigua de su dormitorio. De otro modo, no habría sabido ni su número de teléfono, ni su apellido. Hasta había intentando dejarle un mensaje en el bar de Louie, pero el dueño le había dicho que «dejara en paz a Tess y se fuera a tomar por culo».
Así pues, ¿por qué no podía dejarla en paz? ¿Por qué no lograba quitársela de la cabeza? Nunca antes se había obsesionado por una mujer. ¿Por qué precisamente por Tess? Hasta Melissa había notado su inquietud, aunque se dio por satisfecha cuando le explicó que se debía al estrés del nuevo trabajo y a los preparativos de la boda.
Había evitado acostarse con Melissa desde su noche con Tess, lo cual aumentaba su nerviosismo. Sólo habían pasado tres noches, pero aun así temía que Melissa se hubiera dado cuenta, sobre todo la noche anterior, cuando le insinuó que podía quedarse a dormir en su casa. Él la había puesto prácticamente de patitas en la calle con el pretexto de que tenía que estar descansado para el juicio que lo esperaba a la mañana siguiente. ¿Qué le pasaba? ¿Temía acaso que Melissa descubriera su traición si la tocaba de manera distinta? ¿O, simplemente, no quería borrar los recuerdos de su noche con Tess? Porque había rebobinado una y otra vez aquella noche en su cabeza, tan reiteradamente que podía revivirla a voluntad.
Mierda, estaba bien jodido.
Al doblar la esquina en dirección a Registro, se tropezó con Nick Morrelli y el contenido de su carpeta se esparció por el suelo. Se puso de rodillas antes de que Nick se diera cuenta de quién era.
– Eh, ¿adonde vas tan deprisa? -dijo Nick, agachándose junto a él.
Otras personas pasaban a su lado, sin importarles si pisaban los papeles dispersos.
Nick le dio las hojas que había recogido y ambos se levantaron. Pero Will siguió mirando al suelo para asegurarse de que no se dejaba ningún papel. Era lo que le faltaba: perder una hoja crucial y facilitarle las cosas a la defensa en algún juicio.
– ¿Adonde ibas? -repitió Nick, esperando con las manos metidas en los bolsillos.
– A ningún sitio -Will colocó derechas las hojas y se pasó los dedos por el pelo. Se preguntaba si Nick notaba el leve temblor de su mano. Aunque los dos eran nuevos en la oficina del fiscal del distrito, Nick había sido profesor suyo en la facultad de Derecho de la Universidad de Nebraska. Will seguía considerándolo un maestro, no un colega. Y sabía que, en cierta forma, Morrelli había tomado bajo su protección a su paisano del Medio Oeste hasta que éste se acostumbrara al ajetreo de la vida en Boston.
– Estás hecho un asco -Nick parecía preocupado-. ¿Te encuentras bien?
– Sí, claro. Estoy bien.
Nick no parecía muy convencido. Miró su reloj.
– Casi es la hora de comer. ¿Quieres que vayamos a tomar unas hamburguesas al bar de la esquina? Invito yo.
– Bueno. Sí, claro. Si invitas tú -¡maldición! Hasta se le trababa la lengua-. Espera que deje estos papeles en Registro.
Hacía tanto calor que se podía ir en mangas de camisa, pero ambos llevaban puesta la chaqueta. Will se dio cuenta de que tendría que dejársela puesta todo el día si las manchas de sudor de sus axilas eran tan visibles como le parecía. Tal vez todas aquellas reacciones físicas se debieran sólo a los nervios. A fin de cuentas, sólo faltaban tres o cuatro semanas para la boda. ¡Cielo santo! ¿Cómo podía faltar tan poco?