Maggie se detuvo y alzó la mirada hacia el agente Tully. Dios mío, ¿podía ser tan fácil?
– ¿Así es como la secuestró? Simplemente, ¿pidió una pizza?
– Eso pensamos -le explicó él-. Acabamos de encontrar la lista de reparto en el coche de la chica. Estamos comprobando las direcciones y los números de teléfono de la lista. Cuando Cunningham nos dijo que ahora vivía usted en Newburgh Heights, buscamos su dirección. La encontramos enseguida. Por lo demás, todas las direcciones eran de casas particulares. Pero la mayoría de la gente con la que hemos hablado hasta el momento estaba en casa y recibió su pizza. Sólo quedan unos cuantos con los que no he podido contactar por teléfono. Había pensado pasarme por Newburgh Heights a echar un vistazo.
Le dio dos fotocopias de lo que parecían fragmentos de una hoja arrancada de un cuaderno de espiral. La fotocopiadora había sacado los bordes dentados y rotos del papel. Había casi una docena de direcciones en ambas listas. La suya estaba de las primeras en la lista clasificada como #1. Maggie se apoyó contra la pared. El cansancio de la noche anterior empezaba a pasarle factura. Se había pasado casi toda la noche paseando de ventana en ventana, mirando y aguardando. Sólo había dormido en el viaje de regreso desde Kansas City, pero ¿cómo podía alguien descansar entre zarándeos a treinta y ocho mil pies de altura? Ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía de eso.
– ¿Dónde se encontró el coche?
– En el aparcamiento del aeropuerto. También encontramos aparcada a su lado una furgoneta de una compañía telefónica cuyo robo fue denunciado hace un par de semanas.
– ¿Algún rastro de Jessica dentro del coche? -preguntó mientras comprobaba la lista de direcciones.
– Había un poco de barro en el acelerador. Poca cosa más. En el maletero había pelos y rastros de sangre. Eran de ella. El asesino debió de usar el coche de la chica para trasladar el cuerpo. Pero no había signos de violencia dentro del coche, si es eso en lo que está pensando. Tuvo que llevársela a algún sitio donde nadie lo molestara. El problema es que en Newburgh Heights no hay apenas fábricas abandonadas, ni edificios cerrados. Pensé que tal vez le hubiera dado una dirección comercial, sabiendo que las oficinas estarían vacías de noche. Pero en las listas no aparece ningún edificio de oficinas.
De pronto, Maggie reconoció una de las direcciones de la lista. Se irguió, apartándose de la pared. No, no podía ser tan fácil. Leyó de nuevo la dirección.
– Puede que esta vez haya elegido un sitio mucho más lujoso.
– ¿Ha encontrado algo? -el agente Tully se acercó a ella y miró la lista que él mismo sin duda había examinado una y otra vez. Pero, naturalmente, él no podía haber reconocido aquella dirección. ¿Cómo iba a hacerlo?
– Esta dirección -Maggie señaló una a mitad de la página-. Esa casa está en venta. Está vacía.
– ¿Bromea? ¿Está segura? Si no recuerdo mal, el teléfono sigue conectado y tiene contestador.
– Puede que los dueños no hayan querido cortarlo. Sí, estoy segura de que está en venta. La de la agencia inmobiliaria me la enseñó hace un par semanas.
Ya no le importaba el resto del archivo que se había guardado bajo el brazo. Estaba casi en la puerta cuando el agente Tully la detuvo.
– Espere -dijo, recogiendo su arrugada chaqueta del respaldo de la silla. Al hacerlo, tropezó con un par de viejas zapatillas de deporte en las que Maggie no había reparado. Tully se agarró al pico de la mesa para no perder el equilibrio, tiró una de las carpetas y los papeles y las fotografías se esparcieron por el suelo. Tully le indicó con la mano que no necesitaba su ayuda, y Maggie se apoyó en la jamba de la puerta y esperó. Una cosa era que Cunningham la obligara a visitar al doctor Kernan. Pero que la cargara con aquel patán, casi movía a la risa.
Capítulo 37
Maggie procuró conservar la paciencia mientras Delores Heston, de Heston Inmobiliaria, buscaba la llave. El sol empezaba a hundirse tras la hilera de árboles. Apenas podía creer que hubiera perdido tanto tiempo intentando localizar a Tess McGowan. Y aunque la señora Heston se había mostrado muy amable, Maggie estaba inquieta, impaciente y ansiosa. Sabía que era allí donde Albert Stucky había matado a Jessica Beckwith. Lo intuía. Podía sentirlo. Era tan sencillo, tan fácil, tan propio de Stucky…
La señora Heston sacó otro manojo de llaves y Maggie se removió, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. La señora Heston pareció advertir su inquietud.
– No sé dónde puede haberse metido Tess. Seguramente habrá decidido tomarse un par de días libres.
Era la misma explicación que le había dado por teléfono, pero Maggie percibió de nuevo su preocupación.
– Tiene que ser una de éstas.
– Pensaba que las tendrían etiquetadas -Maggie intentó contener su irritación. Sabía que la señora Heston les estaba haciendo un favor al dejarles echar un vistazo después de que le dijeran, mintiendo, que estaban investigando unos posibles robos. ¿Desde cuándo intervenía el FBI en robos de poca monta? Afortunadamente, la señora Heston no parecía cuestionarse la verosimilitud de su historia.
– La verdad es que éstas son las llaves sueltas. Tenemos un juego con su etiqueta, pero Tess seguramente olvidó devolverlo ayer, después de enseñar la casa.
– ¿Ayer? ¿Le enseñó a alguien la casa ayer?
La señora Heston se detuvo y le lanzó a Maggie una mirada nerviosa por encima del hombro. Maggie se dio cuenta de que su voz había sonado excesivamente alarmada.
– Sí, estoy segura de que fue ayer. Anoche revisé el cuadrante de visitas antes de salir de la oficina. Miércoles, 1 de abril. ¿Hay algún problema? ¿Cree que alguien pudo entrar en la casa antes de eso?
– No lo sé -dijo Maggie, intentando aparentar indiferencia, a pesar de que le daban ganas de abrir la puerta de una patada-. ¿Sabe a quién le enseñó la casa?
– No, no anotamos en el cuadrante el nombre de nuestros clientes por razones de confidencialidad.
– ¿No tiene el nombre de esa persona apuntado en alguna parte?
La señora Heston le lanzó otra mirada inquieta por encima del hombro. Su impecable tez marrón oscura mostraba ahora arrugas en la frente y alrededor de la boca.
– Tess debió de anotarlo en alguna parte. Yo confío en mis agentes. No tengo por qué andar constantemente detrás de ellos -su preocupación parecía ir convirtiéndose en enojo rápidamente.
Maggie no pretendía ofenderla. Simplemente, quería que abriera la maldita puerta.
Miró a su alrededor y vio que el agente Tully salía al fin de la casa de enfrente. Había pasado allí dentro un buen rato, y Maggie se preguntaba si la rubia vestida de licra que le había abierto la puerta tenía alguna información que contarles o si, sencillamente, había encontrado encantador al agente Tully. A juzgar por su sonrisa y la forma en que le dijo adiós con la mano, Maggie adivinó que se trataba de esto último. Observó al alto y desgarbado agente cruzar apresuradamente la calle. Allí fuera, Tully se movía con paso firme y espacioso.
Con su traje oscuro, sus gafas de sol y el pelo muy corto, podría haber pasado por el arquetípico agente del FBI, de no ser porque era demasiado educado, demasiado afable y complaciente. Aunque no le hubiera dicho que era de Cleveland, Maggie habría adivinado que era del Medio Oeste. Tal vez fuera cosa de las aguas del Ohio.
– Esta casa tiene sistema de alarma -la señora Heston seguía intentando encontrar la llave-. Ah, aquí está. Por fin.
La cerradura sonó justo cuando el agente Tully subía los escalones. La señora Heston se dio la vuelta, sobresaltada por su súbita aparición.
– Señora Heston, éste es el agente especial R. J. Tully.
– Oh, Dios mío. Esto debe de ser importante.
– Simple rutina, señora. Ahora solemos ir en pareja -le dijo Tully con una sonrisa que pareció tranquilizarla.