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Escuchó de nuevo la lluvia. Aguardó nuevamente a que su ritmo la calmara y acompasara el ritmo de sus ásperos jadeos.

Cuando pudo caminar sin sentir la inminencia de una náusea, avanzó lentamente hacia la puerta. El picaporte era tan sólo una aldaba cubierta de herrumbre. Una vez más, miró a su alrededor para ver si se le había pasado por alto algo que pudiera usar para abrir la puerta. Hasta los rincones parecían limpios y recién fregados. Entonces vio un clavo oxidado metido en una rendija del suelo. Lo sacó con las uñas y comenzó a examinar la cerradura. La puerta estaba, en efecto, cerrada con llave, pero ¿estaría también atrancada por fuera?

Procuró calmar el temblor de sus dedos e insertó el clavo en el ojo de la cerradura, deslizándolo adelante y atrás, moviéndolo hábilmente en círculos. Otro talento heredado de su azaroso pasado. Pero de eso hacía años, y había perdido la práctica. La cerradura oxidada chirrió, protestando. Oh, Dios santo, ojalá… Algo cedió con un leve chasquido metálico.

Tess agarró la aldaba y tiró de ella. La puerta estuvo a punto de golpearla al abrirse bruscamente. Apenas había tenido que hacer fuerza. No estaba atrancada. Esperó, mirando fijamente el hueco despejado. Aquello era demasiado fácil. ¿Sería un milagro, o una trampa?

Capítulo 40

Viernes, 3 de abril

Tully conducía con una mano en el volante mientras con la otra luchaba a brazo partido con la tapa de plástico del vaso del café. ¿Por qué en los sitios de comida rápida cerraban todos los envases con un precinto a prueba de niños? Introdujo los dedos en la perforación triangular, que se negaba a cooperar, rajó el plástico y se salpicó el regazo de café caliente.

– ¡Maldita sea! -exclamó mientras se desviaba hacia el arcén y pisaba el freno, derramando más café sobre la tapicería del asiento. Agarró unas servilletas de papel para absorber el líquido, pero la mancha marrón había calado ya en la tapicería de color claro. De pronto, como si se diera cuenta demasiado tarde, miró por el retrovisor y vio aliviado que no tenía a nadie detrás.

Puso el coche en punto muerto, y soltó el pedal del freno. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía agarrotado el cuerpo por la tensión. Se recostó en el asiento y, al pasarse la mano por la quijada, sintió los cortes que se había hecho al afeitarse. Sólo había pasado un día, y ya empezaba a sentirse al borde del abismo íntimo de la agente O'Dell, encaramado a su filo mientras las rocas se desmigajaban bajo sus pies.

Tal vez había sido un error pedirle al director adjunto Cunningham la ayuda de la agente O'Dell. La noche anterior quizá demostrara que, sencillamente, Maggie O'Dell era incapaz de soportar la presión. Pero el mensaje telefónico que le había dejado esa mañana pidiéndole que se reuniera con ella en la casa de Archer Drive había hecho comprender a Tully que se enfrentaba a una tarea mucho más ardua.

En la casa no habían encontrado nada que justificara una investigación minuciosa. Sin embargo, O'Dell le había dicho que tenía permiso escrito de la señora Heston y de los propietarios para seguir adelante. Tully se preguntaba si los habría sacado de la cama. ¿Cómo, si no, había conseguido su permiso escrito entre la noche anterior y esa mañana? ¿Y cómo diablos iba a hacerle entender a O'Dell que se estaba comportando de manera irracional y paranoica y que posiblemente estaban perdiendo un tiempo precioso?

Después de lo sucedido la noche anterior, Tully sabía que el daño sufrido por O'Dell era tan profundo que sería imposible controlarlo y que tal vez intentar refrenarla sólo empeoraría las cosas. Pero no quería hablar con Cunningham. No podía. Aún no. Tenía que hacerse con la situación. Debía apaciguar a O'Dell para que pudieran seguir adelante.

Se bebió lo que quedaba del café y miró su reloj. Esa mañana el maldito chisme atrasaba, según el reloj digital del coche. No eran aún las siete. O'Dell le había dejado el mensaje en el contestador sobre las seis, mientras él estaba en la ducha. Tully se preguntaba si se habría acostado esa noche.

Dejó el recipiente del café en una de las abrazaderas del coche, se masajeó el cuello agarrotado y arrancó. Sólo le quedaban tres manzanas por recorrer. Cuando dobló la esquina de la calle, su tensión se convirtió en cólera. A la entrada de la casa estaban aparcados el Toyota rojo de O'Dell y una furgoneta azul de las que solían usar los analistas forenses. O'Dell no había perdido el tiempo, ni se había molestado en esperar su autorización. ¿Qué sentido tenía dirigir una investigación si nadie te hacía ni puto caso? Tenía que pararle los pies inmediatamente.

Mientras caminaba hacia la puerta principal, las farolas de la acera empezaron a parpadear, intentando decidir si quedarse encendidas o apagarse. Hacía falta que lloviera. Cada vez que parecía que iba a caer un chaparrón, las nubes descargaban en la costa, o frente al litoral, sin llegar a adentrarse en tierra. Pero esa mañana densos nubarrones ocultaban el amanecer. A lo lejos se oía un retumbar amortiguado. El tiempo parecía acompañar el humor de Tully, que se descubrió cerrando los puños al acercarse a la puerta. Detestaba el enfrentamiento. Si no lograba que su propia hija lo obedeciera, ¿cómo diablos esperaba que lo hiciera la agente O'Dell?

La puerta no estaba cerrada con llave, y el sistema de alarma permanecía mudo. Tully siguió las voces escaleras arriba, hasta el dormitorio principal. Keith Ganza llevaba puesta una bata de laboratorio corta, de color blanco, y Tully se preguntó si aquel hombre tendría siquiera una chaqueta de sport normal y corriente.

– Agente Tully -dijo O'Dell, saliendo del cuarto de baño; llevaba puestos unos guantes de látex y sostenía en las manos unos frascos llenos de líquido-. Ya casi estamos listos. Acabamos de terminar de mezclar el luminol.

Dejó los frascos en el suelo, en el rincón en el que Ganza había establecido su base de operaciones.

– Se conocen, ¿verdad? -preguntó O'Dell como si pensara que ésa era la razón de la mala cara de Tully.

– Sí -respondió éste, intentando mantener la calma.

Ganza se limitó a hacerle una leve seña con la cabeza y siguió preparando la cámara de vídeo. En el centro de la habitación, sobre un trípode, había una cámara Will comm ya ensamblada. Varias bolsas de lona, numerosos frascos y cuatro o cinco botes de spray permanecían cuidadosamente alineados el suelo. Apoyada contra la pared había una caja negra. Tully vio que se trataba de la Lumi-Light. Todas las ventanas estaban cubiertas por una especie de celuloide negro claveteado a los marcos de modo que la luz no se filtrara desde el exterior. La bombilla del techo y las del cuarto de baño estaban encendidas, y Tully se preguntó qué habrían usado para tapar la claraboya del baño. Aquello era ridículo.

La agente O'Dell comenzó a llenar botes de spray con el luminol, usando un embudo y sus manos firmes. No parecía quedar ni rastro de la mujer atribulada, nerviosa y asustadiza que Tully había visto la noche anterior.

– Agente O'Dell, tenemos que hablar.

– Claro, adelante -pero no alzó la mirada hacia él y siguió rellenando los botes.

Ganza no parecía haberse percatado del enfado de Tully, y éste prefería que siguiera siendo así.

– Tenemos que hablar en privado.

O'Dell y Ganza lo miraron. Sin embargo, ninguno dejó lo que tenía entre manos. O'Dell enroscó el tapón pulverizador del bote que acababa de llenar. Tully esperaba que se diera cuenta de su enfado. Esperaba que se mostrara preocupada o, al menos, hasta cierto punto, compungida.

– Cuando se mezcla el luminol, hay que usarlo inmediatamente -le explicó ella, y empezó a llenar otro bote.

– Lo sé -dijo Tully entre dientes.

– Tengo permiso por escrito -continuó ella sin inmutarse-. El luminol es inodoro, y apenas deja restos. Sólo una película de polvillo blanco, cuando se seca. Apenas se nota.