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– Vamos a descansar un rato -dijo Keith-. Agente Tully, encienda la luz.

Maggie parpadeó, deslumbrada por el repentino fulgor de la bombilla, y se alegró de ver interrumpido su descenso mental a las profundidades del infierno. Si lo intentaba, podría oír los gritos y las súplicas de Jessica. Su memoria parecía llena de grabaciones sonoras de lo que para ella era el terror en su estado puro. Nunca, por más años que pasaran, olvidaría aquellos gritos.

– ¿Agente O'Dell?

Tully la asustó apareciendo de pronto a su lado. Maggie miró a su alrededor y vio que Keith estaba atareado en el rincón. Entonces se dio cuenta de que le había quitado de las manos los botes de spray y los estaba rellenando.

– Agente O'Dell, le debo una disculpa -estaba diciendo el agente Tully. En algún momento se había quitado la chaqueta y se había enrollado las mangas de la camisa en pliegues desiguales y azarosos. Se desabrochó el cuello y se aflojó el nudo de la corbata-. Estaba convencido de que aquí no había nada. Me siento como un imbécil.

Maggie lo miró fijamente e intentó recordar la última vez que alguien, y especialmente un agente de la ley, le había pedido disculpas y había reconocido ante ella que había cometido un error. ¿Hablaba en serio aquel tipo? No parecía avergonzado, sino sinceramente arrepentido.

– Debo admitir, agente Tully, que he actuado por simple instinto.

– Maggie, tenemos que acordarnos de sacar el sumidero del jacuzzi -dijo Ganza sin levantar la vista-. Apuesto a que fue ahí donde la rajó. Puede que encontremos algún resto.

El agente Tully palideció, y Maggie advirtió su mueca de repulsión.

– Anoche no revisamos el cubo de la basura de fuera, agente Tully -le dijo, ofreciéndole una escapatoria-. Como la casa está en venta y vacía, puede que los basureros se lo hayan saltado.

Él pareció agradecer aquella oportunidad de escapar.

– Iré a echarle un vistazo.

Cuando se marchaba, Maggie se dio cuenta de que tal vez encontrara algo igualmente perturbador en la basura. Tal vez, a fin de cuentas, no le estuviera haciendo ningún favor. Sacó un par de guantes de látex nuevos de su maletín y tiró los que había manchado de luminol. Keith extrajo una llave inglesa, un destornillador y varias bolsas de pruebas.

– Estás siendo muy amable con el nuevo -le dijo.

Ella lo miró, sorprendida. Aunque él seguía con los ojos fijos en las herramientas que iba sacando de su bolsa, Maggie advirtió una sonrisa en la comisura de sus labios.

– Yo puedo ser amable. No me es del todo imposible.

– Yo no he dicho eso -él extrajo unas pinzas, varios cepillos, unos fórceps y unos pequeños frascos marrones y lo alineó todo cuidadosamente, como si estuviera haciendo inventario-. No te preocupes, Maggie, no se lo diré a nadie. No quiero arruinar tu reputación -esta vez, alzó sus ojos hacia ella. Maggie sabía que aquellos ojos de un azul claro, semiocultos entre las densas pestañas, habían visto más atrocidades en los treinta años anteriores de los que a cualquier persona corriente jamás le sería dado ver. Sin embargo, aquellos ojos le sonreían.

– Keith, ¿qué sabes del agente Tully?

– Sólo he oído cosas buenas.

– Ya me lo imagino. Me recuerda a Fox Mulder.

– ¿Fox Mulder? -él arqueó las cejas.

– Ya sabes, el de Expediente X.

– Sí, sé quién es. Lo que me extraña es que lo sepas tú.

Ella se sonrojó como si Keith acabara de desvelar uno de sus secretos.

– He visto un par de episodios. ¿Qué has oído? De Tully, quiero decir -dijo, volviendo apresuradamente al tema de su conversación.

– Cunningham solicitó su traslado desde Cleveland, así que tiene que ser bueno, ¿no? Alguien me dijo que es capaz de hacer un perfil examinando las fotos de la escena de un crimen y que acierta nueve de cada diez veces.

– ¿Fotos? Eso explica por qué es tan escrupuloso cuando la cosa es de verdad.

– No creo que lleve mucho tiempo en el cuerpo. Cinco o seis años, como mucho. Seguramente ingresó a la edad límite.

– ¿A qué se dedicaba antes? Y, por favor, no me digas que era abogado.

– ¿Tiene algo contra los abogados? -dijo el agente Tully desde la puerta.

Maggie observó sus ojos para ver si estaba enfadado. Keith retornó a su tarea, dejando que Maggie se explicara sin su ayuda.

– Sólo sentía curiosidad -dijo sin disculparse.

– Podía habérmelo preguntado a mí.

Sí, estaba enfadado, pero Maggie notó que fingía no estarlo. ¿Procuraba controlar sus emociones en todo momento?

– Está bien. ¿A qué se dedicaba antes ingresar en el FBI?

Él levantó en una mano una bolsa de basura negra.

– Trabajaba en seguros. Me dedicaba a investigar fraudes -en la otra mano, cubierta con un guante de látex, sostenía lo que parecían envoltorios de caramelo arrugados-. Y yo diría que nuestro hombre tiene un serio problema con los dulces.

Capítulo 42

Maggie asió el revólver y apuntó a la oscura figura que tenía ante ella. Le temblaba la mano derecha. Sintió que se le tensaba la mandíbula y que sus músculos se crispaban.

– ¡Maldita sea! -gritó aunque en la sala de tiro vacía no había nadie que pudiera oírla. Había entrado justo cuando el agente Ballato, el instructor de tiro, acababa su clase. A aquella hora, un viernes, tenía la sala para ella sola.

Relajó la postura una vez más, dejó caer los brazos, giró los hombros y flexionó el cuello. ¿Por qué demonios no lograba relajarse? ¿Por qué estaba tan ansiosa, como si algo fuera a explotar dentro de ella de un momento a otro?

Se subió las gafas protectoras hasta la coronilla y se apoyó contra la media pared de la galería. Después de que el agente Tully y ella dejaran la casa de Archer Drive, había llamado al detective Ford de Kansas City. Lo había oído relatar los pormenores del asesinato de Rita, de su apartamento embadurnado de sangre, de las sábanas manchadas de semen y de los restos de piel y tejidos que el equipo de forenses de la ciudad había hallado en su bañera. No era muy diferente de lo que ellos habían encontrado en el jacuzzi de Archer Drive. Sólo que Stucky no se había molestado en limpiar tras su paso por el apartamento de Rita. ¿Por qué había limpiado la casa de Archer Drive tras matar a Jessica? ¿Sería porque necesitaba utilizarla otra vez? ¿Había atraído hasta allí a Tess McGowan con intención de secuestrarla? Y, si así era, ¿adonde demonios la había llevado?

Maggie cerró los ojos y deseó que la opresión de su pecho se disipara. Tenía que concentrarse. Necesitaba relajarse. Le resultaba demasiado fácil despertar aquellas imágenes. Para eso la habían entrenado, pero esta vez hubiera deseado poder expulsarlas de su imaginación. Sin embargo, su mente no la obedecía. A pesar de sus esfuerzos por ahuyentarlos, los recuerdos la asaltaban continuamente. Veía las pequeñas manos de Jessica Beckwith dándole la pizza. Y luego veía esas mismas manos clavándose en las paredes de una habitación vacía. ¿Por qué nadie había oído los gritos cuando en su cabeza parecían tan vividos y ensordecedores?

Dejó a un lado la pistola y se frotó los ojos con ambas manos. No sirvió de nada. Recordó la cara de Rita, su sonrisa fatigada pero amable al servirles la noche de aquel domingo en el bar lleno de humo. Y luego, sin esfuerzo ni premeditación, la asaltaron las imágenes de su cuerpo cubierto de basura, de su garganta seccionada y del amasijo sanguinolento que antes había sido su riñon en una reluciente bandeja de plata. Las dos mujeres habían muerto sólo porque habían tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Y ahora Maggie sabía que otras dos mujeres habían sido secuestradas por la misma razón: porque la conocían.

Le dieron ganas de gritar. Deseaba poder ahuyentar aquel dolor. Quería que dejara de temblarle la puta mano. Desde que Tully había encontrado aquel puñado de envoltorios de caramelos, Maggie no dejaba de pensar en Rachel Endicott. ¿Se estaría precipitando al intentar relacionar las desapariciones de Rachel y Tess?