Entonces lo oyó.
Al principio, le pareció un animal herido, un gemido amortiguado, un zumbido agudo. Se giró lentamente, escudriñando la neblina y la oscuridad. La súbita brisa agitaba las negras sombras. Las ramas oscilantes se convertían en brazos extendidos. El susurro de las hojas sonaba a pasos.
Tess soltó las ramas y siguió acechando a su alrededor. ¿Podría subirse al árbol sin construir su improvisada escalera? Sus dedos se clavaron en la corteza. Probó con los pies la firmeza del montón de ramas. Se impulsó hacia arriba y logró asirse a la rama más próxima. La rama crujió bajo su peso, pero no se rompió. Sus dedos se aferraron a ella a pesar de que la corteza se desmigajaba en sus ojos. Estaba a punto de alzar las piernas hacia la horquilla del árbol cuando aquel gemido inarticulado se transformó en palabras.
– Ayuda. Por favor, ayuda.
Las palabras, arrastradas por la brisa, sonaron nítidas y claras. Tess se quedó paralizada, colgando de la rama, con los pies apenas apoyados en el montón de madera. Tal vez fueran imaginaciones suyas. Tal vez fuera el cansancio que le jugaba malas pasadas.
Le dolían los brazos. Tenía los dedos entumecidos. Si iba a subirse al árbol, debía aprovechar aquel último arrebato de energía.
Las palabras le llegaron de nuevo, flotando sobre ella como si formaran parte de la niebla.
– Por favor, que alguien me ayude.
Era la voz de una mujer, y sonaba muy cerca.
Tess se dejó caer al suelo. Ya no se veía más allá de un metro, entre las sombras cada vez más densas. Avanzó lentamente siguiendo el sendero, contando en silencio los pasos, con los brazos extendidos hacia delante. Las ramas invisibles tendían sus brazos hacia ella y le enganchaban el pelo. Avanzó en la dirección de que procedía la voz sin atreverse aún a llamar, temerosa de descubrir su presencia. Caminaba cuidadosamente, llevando la cuenta de sus pasos de modo que pudiera dar la vuelta y, con suerte, volver a encontrar su refugio en el árbol.
Veintidós, veintitrés. Luego, de pronto, el suelo se abrió bajo sus pies. Cayó, y la tierra la engulló por completo.
Capítulo 44
Tess yacía en el fondo del foso. Le rugía la cabeza. El costado le quemaba como si lo tuviera en llamas. Respiraba jadeando en boqueadas mientras el terror se extendía por sus venas. El barro rezumaba a su alrededor, succionando sus brazos y piernas como arenas movedizas. Tenía el tobillo derecho torcido bajo el cuerpo. Aun sin intentarlo, supo que le costaría moverlo.
El olor a lodo y podredumbre la asfixiaba. La negra oscuridad se cerraba en torno a ella. No veía nada, en ninguna dirección. Sobre ella, apenas distinguía las formas de algunas ramas, pero la niebla y la noche habían empezado ya a devorar la escasa luz del atardecer. Las sombras que veía bastaban para dejarle entrever lo hondo que era aquel pozo. Debía de haber al menos cuatro metros hasta la cima. Cielo santo, jamás podría salir trepando.
Intentó ponerse en pie, pero el tobillo se negó a sostenerla, y cayó de nuevo. Una oleada de pánico la impulsó a erguirse de nuevo. Esta vez, arañó el barro para sostenerse en pie. Hundió los dedos en la pared, buscando a tientas un asidero que no había. Se llevaba en las manos pedazos de tierra húmeda y los arrojaba lejos de sí. Su tacto le recordaba el de las serpientes. Y, Dios santo, cuánto odiaba las serpientes. Su solo recuerdo la llenó nuevamente de temor.
De pronto, comenzó a azotar y golpear el barro con manos y pies desnudos, trepando y resbalando una y otra vez. En su cabeza el viento seguía rugiendo. El corazón la golpeaba contra las costillas. No podía respirar. Entonces se dio cuenta de que estaba gritando. No fue el sonido lo que la alarmó, sino el dolor de su garganta y sus pulmones. Pero, cuando paró, el grito continuó sonando. Sin duda estaba perdiendo la razón. El grito se transformó en un gemido y luego en un quejido apenas audible que emanaba del fondo oscuro del agujero. Un escalofrío recorrió su espalda llena de sudor y de barro. Recordó la voz. La voz que la había arrastrado hasta aquel pozo. ¿Había sido todo una trampa?
– ¿Quién eres? -siseó en la oscuridad.
Los gemidos se convirtieron en sollozos amortiguados.
Tess esperó. Se deslizó a lo largo de la pared, ignorando su tobillo contusionado y resistiéndose a sentarse. Debía mantenerse alerta. Tenía que estar preparada. Alzó la mirada, casi esperando que su captor estuviera allí, sonriéndole desde lo alto. Pero sólo vio un destello y comprendió que era un relámpago. Un retumbar en la distancia confirmó su suposición.
– ¿Quién eres? -gritó esta vez, cediendo a la áspera emoción que agitaba su pecho y le dificultaba la respiración-. ¿Qué haces aquí? -no sabía en realidad si quería o necesitaba una respuesta a su última pregunta.
– Él… lo hizo -la voz surgía con esfuerzo, aguda y quebradiza-. Cosas horribles… -continuó-. Él… lo hizo. Yo intenté detenerlo, pero no pude. No tenía fuerzas -empezó a gemir otra vez.
A Tess, el miedo de la mujer, casi palpable, se le agarró a la garganta y se deslizó bajo su piel. Pero no podía asumir también el terror de aquella mujer.
– Tenía un cuchillo -dijo ella entre sollozos-. Me… me cortó.
– ¿Estás herida? ¿Estás sangrando? -pero Tess permaneció junto a la pared, incapaz de moverse. Sus ojos intentaban acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo veía un bulto informe a unos pasos de distancia.
– Dijo… dijo que iba a matarme.
– ¿Cuándo te trajo aquí? ¿Te acuerdas?
– Me ató las muñecas.
– Puedo intentar desatarte…
– Me ató los tobillos. No podía moverme.
– Yo puedo…
– Me arrancó la ropa y luego me quitó la venda de los ojos. Dijo… dijo que quería que mirara. Que… que quería que lo viera. Entonces… entonces me violó.
Tess se secó la cara, sustituyendo las lágrimas por barro. Recordó su ropa, su blusa desabrochada, sus medias desaparecidas. Sintió náuseas. No podía pensar en ello. No quería recordar. Ahora no.
– Me cortó cuando grité -seguía diciendo la mujer, balbuciendo entre estertores-. Quería que gritara. No podía defenderme. Era tan fuerte… Se puso encima de mí. Pesaba mucho. Mi pecho… me hundía el pecho, sentado encima de mí. Pesaba tanto… Tenía los brazos atrapados debajo de sus piernas. Se sentó encima de mí para poder… para poder… Me la metió en la boca. Me dieron arcadas. Empujó más fuerte. No podía respirar. No podía moverme. Siguió…
– ¡Cállate! -gritó Tess, sorprendiéndose a sí misma. No reconoció su voz, y su propio miedo la asustó-. ¡Por favor, cállate!
De inmediato se hizo el silencio. Ningún gemido. Ningún sollozo. Tess intentó escuchar más allá del golpeteo de su corazón. Su cuerpo temblaba incontroladamente. Un frío líquido invadía sus venas. El aire continuaba escapando, sustituido por aquel acre olor a muerte.
Los truenos se acercaban; hacían vibrar la tierra contra su espalda. Los destellos de los relámpagos iluminaban el mundo allá arriba, pero no llegaban hasta las profundidades de aquel pozo. Tess apoyó la cabeza contra la pared de barro y alzó la mirada hacia las ramas, aquellos brazos esqueléticos, etéreos, que se agitaban, haciéndole señas a la luz parpadeante de la tormenta. Le dolía todo el cuerpo de intentar controlar las convulsiones que amenazaban con apoderarse de ella.
Se abrazó, decidida a ahuyentar los recuerdos de su infancia, aquellos miedos infantiles que había intentado destruir con todas sus fuerzas. Podía sentirlos traspasar las barreras que tan cuidadosamente había construido. Los sentía invadir su sangre como un veneno que infectara todo su cuerpo. No podía… no permitiría que retornaran, dejándola indefensa. ¡Oh, Dios mío! Había tardado años en espantarlos. Y varios años más en borrarlos del todo. No, no podía permitir que retornaran.
«Por favor, Dios mío, ahora no». No, ya se sentía vulnerable, completamente indefensa.