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Empezó a llover, y Tess dejó que su cuerpo resbalara contra la pared hasta que sintió que el barro la chupaba de nuevo. Su cuerpo empezó a balancearse adelante y atrás, pendularmente. Se abrazó con fuerza para ahuyentar el frío y los recuerdos, pero ambas cosas traspasaron la barrera de sus brazos. Como si hubiera sido ayer, recordó lo que se sentía. Recordó tener seis años y ser enterrada en vida.

Capítulo 45

– Creo que Stucky se ha llevado también a mi vecina.

– Vamos, Maggie. Ahora sí que pareces paranoica -sentada en la tumbona de Maggie, Gwen bebía vino y acariciaba la enorme cabeza de Harvey, apoyada sobre su regazo. Los dos se habían hecho amigos nada más conocerse-. Por cierto, este vino es muy bueno. Se nota que vas aprendiendo. ¿Ves como hay más cosas en el mundo, aparte del whisky?

El vaso de Maggie, sin embargo, permanecía lleno hasta el borde. Ella rebuscaba entre los archivos sobre los asesinatos de Jessica y Rita que Tully le había dado. Además, había empezado a beber whisky antes de la llegada de Gwen para apaciguar la inquietud que parecía haberse instalado permanentemente en sus entrañas. Había esperado que las prácticas de tiro la ayudaran a desalojar aquel desasosiego. Pero ni siquiera el whisky había logrado anestesiarla, como solía. Aun así, le costaba trabajo leer su propia letra a través de la neblina que emborronaba sus ojos. La alegró, no obstante, saber que al fin había sido capaz de elegir un vino del gusto de su amiga.

Gwen, una consumada cocinera, sabía apreciar la buena mesa. Cuando la había llamado esa tarde ofreciéndose a llevar la cena, Maggie se había ido corriendo a la licorería de Shep, a rebuscar por los pasillos. Hannah, la dependienta, una morena atractiva, pero excesivamente habladora, en opinión de Maggie, le había dicho que el Bolla Sauve era «un delicioso vino blanco semiseco de sabor intenso, con toques florales y amelocotonados», y le había asegurado que iría bien con el pollo y los espárragos en papillote que Gwen había prometido llevar.

El vino era demasiado sofisticado para Maggie. Con el whisky, no tenía que elegir entre merlot, chardonnay, chablis, rosado, tinto o blanco. Lo único que tenía que recordar era whisky solo. Era sencillo. Y le sentaba bien. Aunque esa noche no estaba surtiendo efecto. La tensión agarrotaba sus músculos y tensaba su costado, oprimiéndole decorosamente el pecho.

– ¿Qué opina la policía de la desaparición de Rachel?

– No estoy segura -Maggie hojeó una carpeta llena de recortes de periódico, pero no encontró lo que andaba buscando-. El detective que lleva la investigación llamó a Cunningham para quejarse de que me había metido en su terreno, así no creo que pueda llamarlo y decirle «eh, creo que sé lo que ha pasado con ese caso en el que no quieres que meta las narices». Pero Susan, mi otra vecina, me hizo pensar que todo el mundo, incluido el marido, da por sentado que Rachel decidió sencillamente largarse.

– Qué extraño. ¿Lo había hecho antes alguna vez?

– No tengo ni idea. Pero ¿no te parece más extraño aún que el marido no quisiera hacerse cargo del perro?

– No, si cree que su mujer se ha ido con otro. Es uno de los pocos recursos que le quedan para castigarla.

– Pero eso no explica por qué encontramos al perro herido. Había mucha sangre, y aún no estoy convencida de que fuera sólo de Harvey -Maggie notó que Gwen acariciaba la cabeza del perro como si estuviera administrándole una terapia-. ¿A quién se le ocurre ponerle Harvey a un perro?

El animal alzó la mirada al oír su nombre, pero no se movió.

– Es un nombre como otro cualquiera -declaró Gwen sin dejar de acariciarlo.

– Así se llamaba el labrador negro que David Berkowitz decía que estaba poseído.

Gwen hizo girar los ojos.

– Pero ¿por qué se te ocurre pensar en eso? Puede que Rachel sea fan de James Steward, o de las películas clásicas, y le pusiera ese nombre por Harvey, el conejo invisible.

– Sí, ya. ¿Por qué no se me habrá ocurrido? -dijo Maggie, sarcástica. Lo cierto era que no quería pensar en la dueña de Harvey y en lo que creía que le había pasado, o aún le estaba pasando. Fijó de nuevo su atención en los archivos. Ojalá recordara lo que le había dicho el agente Tully. Había algo que la inquietaba. Algo que relacionaba la desaparición de Rachel y el asesinato de Jessica. No era sólo el barro. Sin embargo, no recordaba qué la llevaba a suponer tal cosa. Confiaba en que alguno de los informes policiales disparara su memoria.

– ¿Por qué demonios no es el marido el principal sospechoso? -de pronto, Gwen parecía irritada-. A mí, ésa me parecería la explicación más lógica.

– Tendrías que conocer al detective Manx para entenderlo. No creo que ese hombre esté abordando nada de esto de manera lógica.

– No sé si es el único. El marido parece ser el sospechoso más plausible, y sin embargo aquí estás, convencida de que Stucky secuestró a Rachel porque… A ver, dejemos esto claro. ¿Piensas que Stucky raptó a Rachel Endicott porque estás segura de que mató a la repartidora y porque encontrasteis envoltorios de caramelos en ambas casas?

– Y barro. No te olvides del barro -Maggie comprobó el informe de laboratorio acerca del coche de Jessica. El barro recuperado del acelerador contenía alguna clase de residuo metálico que Keith iba a analizar. Maggie pensó de nuevo en el barro con partículas brillantes que había visto en las escaleras de Rachel Endicott. Pero ¿y si Manx no se había molestado en recogerlo? Y, aunque lo hubiera hecho, ¿cómo podía ella comparar ambas muestras? Era improbable que Manx la dejara acceder a sus informes.

– Está bien -dijo Gwen-. Lo del barro lo entiendo, si se puede establecerse que es el mismo. Pero ¿encontrar envoltorios de caramelos en ambas casas? Lo siento, Maggie, pero eso parece un poco traído por los pelos.

– Stucky abandona órganos humanos en recipientes de comida para llevar sólo por diversión, con el único propósito de exhibirse. ¿Por qué no iba a dejar envoltorios de caramelos sólo para mofarse de nosotros? Como si quisiera demostrarnos que es capaz de cometer un asesinato de una crueldad inconcebible y luego comerse un dulce.

– Entonces, según tú, ¿los envoltorios forman parte del juego?

– Sí -Maggie levantó la mirada. Gwen no parecía muy convencida-. ¿Por qué te resulta tan difícil de creer?

– ¿Has pensado alguna vez que tal vez respondan a una necesidad? Puede que el asesino o incluso las víctimas sufran una deficiencia de insulina. A veces, las personas con diabetes llevan caramelos para evitar las fluctuaciones en sus niveles de insulina. Fluctuaciones causadas posiblemente por el estrés, o por una dosis excesiva de insulina inyectada.

– Stucky no es diabético.

– ¿Lo sabes con toda certeza?

– Sí -dijo Maggie con firmeza, y entonces se dio cuenta de que nunca se habían realizado pruebas de diabetes en las muestras de sangre y ADN de Stucky.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? -insistió Gwen-. Un tercio de la gente que padece diabetes tipo II ni siquiera lo sabe. No es algo que se compruebe en los análisis rutinarios, a menos que haya síntomas o antecedentes familiares. Y debo decirte que los síntomas, sobre todo los iniciales, pueden pasar inadvertidos.

Maggie sabía que Gwen tenía razón. Pero, si Stucky fuera diabético, ella lo sabría. Tenían muestras de su sangre y de su ADN. A no ser que la enfermedad se hubiera manifestado recientemente. No, no podía concebir que Albert Stucky fuera vulnerable a nada, salvo, quizás, a las balas de plata o a una estaca clavada en el corazón.

– ¿Qué me dices de las víctimas? -sugirió Gwen-. Tal vez los caramelos pertenezcan a las víctimas. ¿Alguna posibilidad de que fueran diabéticas?

– Sería demasiada coincidencia. Y yo no creo en las coincidencias.

– No, tú prefieres creer que Albert Stucky secuestró a tu vecina, quien por cierto no era aún tu vecina, y a una agente inmobiliario simplemente porque le compraste una casa. Debo decirte, Maggie, que todo esto suena un poco ridículo. No tienes absolutamente ninguna prueba de que esas mujeres hayan desaparecido en realidad, y mucho menos de que Stucky se las haya llevado.