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Estaba a punto de pegarle un grito cuando una voz colérica chilló:

– ¿Qué demonios están haciendo al respecto? Tengo un trabajo importante que hacer.

Lena se golpeó al sacar la cabeza. Brian Keller estaba a un palmo de Chuck, rojo de ira.

– Hacemos todo lo que podemos, doctor Keller -dijo Chuck.

Keller se quedó sorprendido al ver a Lena. Les pasaba a muchos profesores que habían trabajado con Sibyl, y ella estaba acostumbrada.

Lena le saludó con la mano, intentando ser agradable. Keller tenía la mala suerte de estar en el laboratorio adyacente. El ruido y las interrupciones constantes habían comenzado a atacarle los nervios a eso de la una, y había cancelado el resto de sus clases con unos cuantos improperios bien elegidos y dirigidos a Chuck. Era el tipo de persona a la que Lena podría llegar a apreciar. Contrariamente a Richard Carter, que eligió ese momento para asomar la cabeza en el aula.

– ¿Cómo va todo? -preguntó.

– No se permiten chicas -le soltó Chuck, y Richard le hizo ojitos en un gesto coqueto.

Chuck estaba a punto de añadir algo más, pero la atención de Richard se centró en Brian Keller.

– Hola, Brian -dijo, como un recién nacido con gases-. Puedo encargarme de tus clases si quieres irte. De verdad.

– Las clases han acabado hace dos horas, idiota -rezongó Keller.

Richard se desinfló como un globo.

– Yo sólo… -comenzó, con un asomo de irritación en su tono.

Keller dio media vuelta, dándole la espalda a Richard mientras golpeaba levemente con un dedo a Chuck.

– Tengo que hablar con usted. No puedo permitir estas interrupciones en mi trabajo.

Chuck asintió en un gesto brusco, y le pasó el muerto a Lena antes de irse con Keller.

– No se vaya hasta haber registrado todo el conducto, Adams.

– ¿Qué? -preguntó Lena.

Richard se dirigió a ella.

– Soy un colega del departamento -susurró, la mandíbula tan apretada que a Lena le sorprendió que pudiera hablar. Señaló con el dedo la entrada vacía-. No tiene derecho a hablarme así delante de los demás. Merezco… me he ganado… al menos una pizca de respeto.

– Vale -dijo Lena, preguntándose por qué estaba tan mosqueado.

Que ella supiera, Brian Keller trataba igual a todo el mundo.

– Esta noche tiene una clase -dijo Richard-. Lo que yo le proponía era dar su clase nocturna.

– Mmm -murmuró Lena-. Creo que la ha cancelado. Richard se quedó mirando la entrada como un pit bull a la espera de un intruso. Lena nunca le había visto furioso. Los ojos le salían de las órbitas y tenía la cara congestionada menos los labios, finos y blancos, apretados en una línea recta. Lena no supo si marcharse o echarse a reír.

– Escucha, que le den por culo -dijo Lena, y se preguntó si no sería ese el problema.

Aunque no decía mucho a favor de los gustos sexuales de Richard, sí explicaba bastante su comportamiento.

Richard puso los brazos en jarras.

– No tengo por qué tolerar que me traten así. Y menos él. En este departamento somos iguales y no toleraré este tipo de…

Lena volvió a intentarlo.

– Vamos, el hombre acaba de perder a su hijo.

Richard rechazó esa excusa con un brusco movimiento de mano.

– Todo lo que pido es que se me trate como un adulto. Como un ser humano.

Lena no podía perder el tiempo con Richard, pero sabía que éste no se iría nunca si no mostraba cierta comprensión hacia él.

– Tienes razón. Es un borde.

Richard la miró por fin, y cuando iba a apartar los ojos se volvió otra vez. La pregunta la sorprendió, aunque no tenía por qué.

– ¿Quién te ha pegado?

– ¿Qué? -exclamó Lena, aunque sabía que se refería al corte del ojo-. No. Me caí. Me di contra la puerta. Fue una estupidez. -Sintió la necesidad de ofrecer más explicaciones, pero se reprimió. De su época de policía sabía que a los mentirosos les cuesta mucho callar. Sin embargo, no pudo evitar añadir-: No es nada.

Richard le guiñó el ojo en un gesto travieso, dándole a entender que no se lo tragaba. Con una actitud totalmente distinta a la que había mostrado ante Keller, dijo:

– ¿Sabes?, siempre he sentido que había algo especial entre nosotros, Lena. Sibyl siempre hablaba de ti. Veía todo lo bueno que hay en ti.

Lena se aclaró la garganta, pero no dijo nada.

– Todo lo que quería era ayudarte. Hacerte feliz. Eso era lo que más le importaba en el mundo.

Lena sintió un incómodo hormigueo en las plantas de los pies.

– Sí -dijo, con la esperanza de que se largara.

– ¿Qué le ha pasado a tu ojo? -insistió, aunque en un tono amable-. Parece como si alguien te hubiera pegado.

– Nadie me ha pegado -replicó Lena.

Se dio cuenta de que hablaba demasiado fuerte: otro error habitual entre los mentirosos. Se maldijo por dentro. No solía meter la pata de ese modo.

– Si alguna vez necesitas ayuda… -Richard no acabó la frase, comprendiendo quizá lo estúpido que resultaba su ofrecimiento a alguien como Lena. Cambió de táctica-. Si alguna vez quieres hablar de algo. Lo creas o no, sé cómo te sientes.

– De acuerdo -dijo Lena, pero el Papa freiría huevos en el infierno antes de que se le ocurriera confiar en él.

Richard se sentó en una de las mesas del laboratorio, y los pies le quedaron colgando a un lado. Por el gesto de preocupación, Lena pensó que iba a renovar su oferta, pero lo que hizo fue preguntarle:

– ¿Has averiguado quién abrió las jaulas?

– No -dijo Lena-. ¿Por qué?

– He oído que un par de alumnos de segundo trabajaron hasta tarde en unos proyectos, de modo que… decidieron divertirse un poco.

Lena rió indignada.

– No me sorprendería.

– Oye, esta noche tengo que cenar con Nan -dijo-. ¿Por qué no nos acompañas? Será divertido.

– Tengo trabajo -le dijo Lena.

A continuación, para recalcarlo, abrió la navaja.

– Dios Todopoderoso -exclamó Richard, bajándose de la mesa para verla mejor-. ¿Para qué necesitas eso?

Lena estuvo a punto de decir que era una buena manera de librarse de los pesados que metían las narices en los asuntos de los demás cuando el móvil de Richard empezó a sonar. Richard buscó en los bolsillos de su bata de laboratorio. Cuando lo encontró, miró la pantallita, y su rostro dibujó una enorme sonrisa.

– Te veré luego -dijo a Lena-. Podemos seguir hablando de esto.

Le tocó la piel de debajo del ojo para que ella supiera a qué se refería.

Lena quiso decirle que no se molestara, pero se decidió por un:

– Nos vemos.

De todos modos, fue desperdiciar saliva. Antes de que pudiera decir nada más, Richard ya había salido escopeteado del aula.

Lena regresó al conducto de ventilación, y utilizó la navaja para volver a poner los tornillos. Chuck tenía razón, habría ido más deprisa con un destornillador, pero Lena no quería tener que pedir uno. Estaba sola en el laboratorio, y era el primer momento del día en que podía estar a solas. Lo más importante era pensar en cómo recuperar la confianza de Jeffrey.

Había intentado entregarle a Chuck en bandeja de plata, pero Jeffrey no la había entendido. Así que ese fin de semana Chuck había estado en un campeonato de golf. No obstante, podía estar implicado en el tráfico de drogas en la universidad. Scooter le había dejado claro que lo estaba. Chuck no era tan idiota. Ni siquiera a él se le pasaría por alto todo ese trapicheo. De todos modos, y conociendo a Chuck, Lena estaba segura de que él no estaba implicado directamente en ello. Su estilo era apoltronarse sobre su culazo y exigir una parte de los beneficios.

Se oyó otro trueno, y Lena se asustó tanto que se le resbaló el cuchillo, haciéndole un corte en el índice de la mano izquierda. Soltó una maldición entre dientes, sacándose el faldón de la camisa para envolverse el dedo. Todos los meses, Chuck le prometía encargar un uniforme de talla pequeña, pero nunca lo hacía. Que la obligara a llevar aquellas ropas que le quedaban tan grandes era otro de los ardides de Chuck para hacerla sentirse incómoda.