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– ¿Eso crees?

– Claro que sí -le dijo Sara-. Devon, has venido a comer con la familia todos los domingos desde hace dos años. Tessa te adora. Mamá y papá te tratan como a un hijo.

– ¿Tessa te contó lo del aborto? -le preguntó Devon.

Sara no supo qué decir. Tessa se había planteado abortar desde que se enteró de que estaba embarazada, pero también decidió tener el niño y fundar una familia con Devon.

– Sí -adivinó Devon, leyendo su expresión-. Eso pensaba.

– Estaba confusa.

– Y tú acababas de volver de Atlanta -dijo-. Y ella ya había roto con ese tipo.

Sara no tenía ni idea de qué estaba hablando.

– Dios castiga a la gente -dijo Devon-. Castiga a la gente cuando no obran según Su voluntad.

– Devon, no digas eso -repuso Sara, pero su mente estaba rebobinando. Tessa nunca le había hablado de ningún aborto. Sara cogió la mano de Devon y le dijo-: Entra. Lo que dices no tiene sentido.

– Tessa podría haber dejado la universidad -dijo Devon, quedándose en el porche-. Diablos, Sara, no hace falta ningún título para ser fontanero. Podría haber vuelto aquí y criar a su hijo sola. Tus padres no la hubieran repudiado.

– Devon… por favor.

– No intentes excusarla. Todos hemos de vivir con las consecuencias de nuestros actos. -Le lanzó una mirada compungida-. Y a veces también los demás han de vivir con esas consecuencias.

Devon dio media vuelta justo en el momento en que Jeffrey aparcaba en el camino de la entrada. Devon había aparcado su furgoneta en la calle, como si quisiera marcharse cuanto antes.

– Ya nos veremos -dijo Devon, saludándola con la mano, como si eso no significara nada para él.

– Devon -le llamó Sara.

Lo siguió hasta el patio, pero se detuvo cuando él echó a correr. No quería perseguirlo. Sara le debía eso a Tessa.

Jeffrey se acercó a Sara y observó cómo Devon se marchaba.

– ¿Qué le pasa?

– No lo sé -dijo Sara, pero sí lo sabía.

¿Por qué Tessa nunca le había hablado del aborto? ¿Se había sentido culpable todos estos años, o es que en aquella época Sara estaba tan ocupada que no se enteró de lo que le pasaba a su hermana?

Jeffrey la acompañó hasta la casa y le preguntó:

– ¿Ya has cenado?

Sara asintió, apoyándose en él, deseando poder borrar los tres últimos días. Estaba agotada y afligida por Tessa, sabiendo que, en cuanto a lo del aborto, le había vuelto a fallar a su hermana.

– Me siento tan…

Sara buscó la palabra, pero no se le ocurrió ninguna que pudiera describir cómo se sentía. Era como si se hubiera agotado toda su fuerza vital.

Jeffrey la guió hacia la escalera de entrada y le dijo:

– Tienes que dormir.

– No. -Sara le detuvo-. Tengo que ir al depósito.

– Esta noche, no -le dijo Jeffrey, apartando de una patada la bolsa que había traído Devon.

– Tengo que…

– Tienes que dormir -le dijo Jeffrey-. Ni siquiera ves con claridad.

Sara sabía que tenía razón, y cedió.

– Primero necesito darme un baño -dijo, acordándose de todo lo que había hecho en el depósito-. Me siento tan…

– No pasa nada -le dijo él, besándole en la frente.

Jeffrey la llevó hasta el cuarto de baño, y Sara no hizo ningún movimiento mientras él la desvestía, y luego se desnudaba él mismo. Sara contempló en silencio cómo abría el grifo, comprobando la temperatura antes de meterla en la ducha. Cuando la tocó, Sara experimentó una reacción conocida, pero el sexo parecía ser lo último que Jeffrey tenía en mente cuando puso una manopla bajo el chorro de agua caliente.

Sara permaneció inmóvil en la ducha, dejando que él lo hiciera todo, regodeándose en el hecho de que otro tomara la iniciativa. Se sentía como si despertara de una horrible pesadilla, y hubo algo tan reconfortante en el tacto de Jeffrey que comenzó a llorar.

Él se dio cuenta del cambio.

– ¿Te encuentras bien?

A Sara la invadió tal urgencia que no pudo contestar a la pregunta. Se inclinó hacia atrás, apretándose contra él, deseando que Jeffrey comprendiera lo mucho que le necesitaba. Él vaciló, así que fue ella quien movió la mano de Jeffrey lentamente sobre su cuerpo, rodeándole los pechos, sintiendo cómo se flexionaban todos los músculos en su mano mientras sus dedos le provocaban esas sensaciones. Su otra mano se ahuecó bajo sus nalgas, y Sara soltó un grito ahogado ante lo agradable que era tener una parte de él en su interior. Sara se sentía ávida, lo quería todo de él, pero Jeffrey mantuvo un ritmo lento y sensual, demorándose, tocando cada parte de ella con deliberada intención. Cuando Jeffrey por fin apretó la espalda de Sara contra los frescos azulejos de la ducha, se sintió de nuevo viva, como si hubiera pasado días en un desierto y ahora acabara de encontrar su oasis.

11

– ¿Lo tienes? -preguntó Chuck por centésima vez.

– Lo tengo -le espetó Lena, haciendo girar la navaja en la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba la reja de ventilación.

Se vio un rayo a través de las ventanas, y los hombros de Lena se encorvaron al oír el trueno. Todo el laboratorio se iluminó como si alguien hubiese disparado un flash.

– Puedo conseguir un destornillador -dijo Chuck cuando la rejilla se soltó.

Lena sacó su linterna del bolsillo y dirigió el haz hacia el conducto de ventilación.

Algún capullo había decidido elegir ese día para dejarse abiertas las jaulas del laboratorio. Se habían escapado cuatro ratones, y cada uno de ellos valía para la universidad más de lo que Lena ganaba en un año, por lo que todo el personal disponible se había movilizado para encontrarlos. Eso había sido a mediodía, y ahora eran más de las seis, y sólo dos de esos cabrones de ojillos brillantes habían sido encontrados.

Lena se había cambiado de ropa al salir de la comisaría, pero tras todo un día de búsqueda volvía a estar sudorosa. Sentía cómo la camisa se le pegaba al cuerpo, y aún estaba cansada de la noche anterior. Tenía la cabeza a punto de estallar, y la peor resaca que había sentido en su vida. Un trago lo hubiera solucionado, o al menos lo habría aminorado, pero aquella mañana, sentada en la sala de interrogatorios, Lena se había hecho una promesa: nunca volvería a probar el alcohol.

Ahora se daba cuenta de los errores que había cometido, y casi todos estaban relacionados con el whisky. El resto tenía que ver con Ethan, y por eso se había hecho otra promesa: él quedaba fuera de su vida. Promesa que había podido mantener durante dos horas. Chuck la obligó a atender la centralita de la oficina de seguridad. Ethan había telefoneado, aterrorizado, chillando como una nena, y le había contado que acababa de encontrar a Scooter. El idiota incluso había borrado las huellas de la habitación, como si no pudiera justificar que sus huellas estuvieran allí. Como si Lena no supiera guardarse las espaldas.

A la puerta de la residencia de Scooter, Lena le había dicho a Ethan que se fuera a tomar por culo, y él seguía sin dejarla en paz. Incluso se ofreció a ayudarle a buscar el ratón desaparecido, y durante seis horas hizo todo lo que pudo para llamar su atención. Por lo que a Lena se refería, aquella mañana ya había dicho todo lo que pensaba decirle en lo que quedaba de vida a Ethan Green o White, o como fuera que se llamara. Había acabado con él. Si Jeffrey la dejaba volver a la policía alguna vez, su primera prioridad sería asegurarse de que encerraran a ese capullo en la celda más próxima. Y Lena en persona echaría la llave al mar.

– Mete la cabeza, así verás mejor -dijo Chuck, cerniéndose sobre ella como una madre dominante.

Al igual que con todos los trabajos de mierda que tenía que hacerle, a Chuck le sobraban los consejos acerca de cómo hacerlo tanto como le faltaban las intenciones de ayudarla.

Lena se guardó la navaja en el bolsillo y obedeció, metiendo la cabeza en la polvorienta caja metálica. Se dio cuenta demasiado tarde de que tenía el culo en pompa, y de que Chuck disfrutaba de la vista.