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– Lena.

No levantó los ojos. Aunque hacía menos de una semana que le conocía, reconoció la voz de Ethan.

Se apretó la camisa alrededor del dedo, intentando detener la hemorragia. La herida era profunda, y la sangre empapó la tela rápidamente. Al menos se había cortado la misma mano que ya tenía herida. A lo mejor podía lograr un dos-por-uno si iba al hospital.

Como si ella no le hubiera oído, Ethan repitió:

– Lena.

– Te dije que no quería hablar contigo.

– Me preocupas.

– No me conoces lo suficiente como para preocuparte por mí. -Lena rechazó la mano que él le ofreció mientras se levantaba-. ¿Te acuerdas? Tampoco vamos a casarnos.

Ethan parecía arrepentido.

– No debería haberte dicho eso.

Lena dejó caer la mano a un lado, sintiendo cómo la sangre manaba por el corte.

– La verdad es que no me importa una mierda lo que dijeras.

– No tienes por qué avergonzarte de lo de ayer por la noche.

– Tú eres el que gruñe como un cerdo cuando se corre.

Ella le agarró el brazo y le subió la manga antes de que él se lo pudiera impedir.

Ethan la apartó de un manotazo, y se volvió a bajar la manga, pero Lena había visto el tatuaje de una alambrada rodeándole la muñeca, y algo que parecía un soldado con un fusil en el brazo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lena.

– No es más que un tatuaje.

– El tatuaje de un soldado -aclaró Lena-. Lo sé todo de ti, Ethan. Sé en qué estás metido.

Ethan se quedó inmóvil, como un ciervo atrapado entre unos faros.

– Ya no soy esa persona.

– ¿Ah, no? -Lena se señaló el ojo-. ¿Qué persona me hizo esto?

– Fue una reacción, una reacción visceral -dijo-. No me gusta que me peguen.

– Vaya, ¿y a quién le gusta?

– No es eso, Lena. Intento enmendarme.

– ¿Cómo te va con la libertad condicional? Eso le desconcertó.

– ¿Hablaste con Diane?

Lena no contestó, pero una sonrisa afloró a sus labios. Conocía bien a Diane Sanders. Averiguar el resto de la historia de Ethan sería pan comido.

Lena le preguntó:

– ¿Qué hacías esta mañana en la habitación de Scooter?

– Quería ver si se encontraba bien.

– Vaya, eres tan buen colega.

– Se metía mucha meta -dijo Ethan-. No sabía cuándo parar. -No se controlaba tanto como tú.

Ethan no mordió al anzuelo.

– Tienes que creerme, Lena. No he tenido nada que ver con eso.

– Bueno, pues más te vale tener una coartada convincente, porque Andy Rosen y Ellen Schaffer eran judíos, y Tessa Linton follaba con un negro…

– No lo sabía…

– Tanto da, amiguete -le dijo-. Llevas una diana pintada en el pecho desde que le tocaste los huevos a Jeffrey. Te dije que no te metieras en líos.

– Y no me meto en líos -dijo-. Por eso vine aquí, para salir de ese mundo.

– Viniste aquí porque los amigos que enviaste a la cárcel probablemente te buscan para ajustarte las cuentas.

– Estoy en paz con ellos -dijo con amargura-. Te he dicho que salí de ese mundo, Lena. ¿Crees que eso no tiene un precio?

– ¿Tu novia fue el precio? -preguntó Lena-. Y ahora me rondas a mí, una hispana. ¿Es así como tú y tus amigos nos llaman? ¿Espaldas mojadas? -Hizo una pausa para añadirle dramatismo-. ¿O es de mi hermana tortillera de lo que quieres hablar? ¿O de su amante, la bibliotecaria bollera de la universidad? -Se rió de su reacción-. Me pregunto qué pensarían tus colegas de todo eso, Ethan White.

– Es Green -dijo Ethan-. Zeek White es mi padrastro. Mi verdadero padre nos abandonó. -Su voz era firme, insistente-. Soy Ethan Green, Lena. Ethan Green.

– Y estás en mi camino -le dijo Lena-. Apártate.

– Lena -susurró Ethan, y su voz rezumaba tal desesperación que la hizo mirarle a los ojos.

Desde la violación, Lena había adquirido el hábito de evitar a la gente. Se dio cuenta de que todavía no había mirado a los ojos a Ethan, ni siquiera mientras le tocaba, la noche anterior. Eran de un azul increíblemente claro, y se dijo que si se acercaba lo bastante, podría ver el océano en ellos.

– Ya no soy esa persona. Tienes que creerme.

Lena lo observó, deseando saber por qué le importaba tanto.

– Lena, entre nosotros ha empezado algo.

– No, no es verdad -dijo ella, pero no con la convicción que quería.

Él le puso el pelo detrás de la oreja, y a continuación le repasó el corte del ojo con el dedo, suavemente.

– No quería hacerte daño.

Lena se aclaró la garganta.

– Bueno, pues me lo hiciste.

– Te prometo… te prometo… que no volverá a ocurrir.

Lena quería decirle que no tendría oportunidad, pero era incapaz de dejar de mirarle, de romper el hechizo.

Ethan sonrió, probablemente al ver el efecto que causaban sus palabras.

– ¿Sabes?, ni siquiera te he besado -dijo, pasándole el dedo por los labios.

Hubo algo en Lena, algo que creía ya extinguido, que reaccionó ante ese roce, y sintió que le afloraban las lágrimas. Tenía que detener eso antes de que se le fuera de las manos. Debía de hacer algo para echarlo de su vida.

– Por favor -rogó él, con una sonrisa en los labios-. Empecemos de nuevo.

Ella dijo lo único que sabía que podía detenerle.

– Quiero volver a la policía.

Ethan apartó la mano bruscamente, como si Lena le hubiera escupido.

– Es lo que soy -dijo Lena.

– No es verdad -insistió él-. Sé lo que eres, Lena, y no eres un poli.

En ese momento volvió Chuck, subiéndose el cinturón y haciendo repiquetear las llaves. Lena se sintió tan aliviada al verle que sonrió.

– ¿Qué? -preguntó Chuck, suspicaz.

– Hablaremos luego -dijo Ethan a Lena.

– Muy bien -concluyó ella, echándolo.

Ethan no se movió.

– Hablaremos luego.

– De acuerdo -asintió ella. Pensó que debía ser más explícita si quería que se marchara-. Hablaremos luego. Te lo prometo. Vete.

Por fin se marchó, y Lena bajó la vista, intentando recuperar el dominio de sí misma. Al hacerlo, vio sangre en el suelo. El corte del dedo goteaba como un grifo mal cerrado.

Chuck cruzó sus rollizos brazos sobre el pecho.

– ¿Qué está pasando?

– No es asunto tuyo -contestó ella, esparciendo la sangre del suelo con el zapato.

– Estás en horario de trabajo, Adams. No me robes horas.

– ¿Ahora voy a cobrar las horas extra? -preguntó Lena, aunque sabía que ni de coña.

La universidad hacía que todo el mundo cumpliera con las horas estipuladas, pero cada vez que Lena hacía horas de más, a Chuck parecía olvidársele.

Lena le enseñó el dedo.

– Tengo que volver a la oficina y vendármelo.

– Déjame ver -dijo Chuck, como si Lena mintiera.

– Me llega prácticamente al hueso -repuso ella, quitándose la camisa. Unos pinchazos lacerantes le hacían sentir la mano fría y caliente al mismo tiempo-. Tal vez necesite puntos.

– No necesita puntos -negó Chuck, como si Lena fuera una niña grande-. Vuelve a la oficina. Llegaré dentro de un par de minutos.

Lena salió del laboratorio antes de que Chuck cambiara de opinión o se diera cuenta de que en la enorme caja blanca colgada de la pared, en la que se leía «PRIMEROS AUXILIOS», a lo mejor había tiritas.

La lluvia que había amenazado toda la semana comenzó a caer en cuanto Lena llegó al centro del patio de la universidad. El viento soplaba tan fuerte que la lluvia caía al bies, azotándole la cara como diminutas esquirlas de cristal. Tenía los ojos medio cerrados, y la mano la llevaba unos centímetros por delante, mientras intentaba encontrar el camino a la oficina de seguridad.

Tras buscar la llave durante cinco minutos y batallar con ella dentro de la cerradura, la puerta se abrió, empujada por el viento. Lena agarró el pomo y afianzó los pies mientras intentaba cerrarla.

Presionó varias veces el interruptor, pero no había electricidad.

Farfullando una maldición, Lena sacó su linterna y empezó a buscar el botiquín. Cuando lo encontró, no pudo abrirlo, y tuvo que utilizar la hoja del cuchillo que llevaba en el tobillo para abrir la tapa de plástico. Tenía la mano tan resbaladiza que la navaja se le escapó, y todo lo que había en el botiquín se desparramó por el suelo.